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Sin embargo, haría falta algo más que unas cuantas excentricidades para mermar el respeto absoluto que George profesaba a sir Arthur. Lo profesó cuando era un joven de treinta años, recién excarcelado; y lo conservaba cuando era un abogado de cincuenta y cuatro, con el bigote y el pelo ya bien canosos. La única razón de que pudiera estar allí sentado delante de su escritorio una mañana de viernes eran los elevados principios de sir Arthur y su disposición a llevarlos a la práctica. A George le habían devuelto la vida. Tenía una colección completa de libros de leyes, un bufete satisfactorio, un surtido de sombreros y una magnífica leontina -algunos incluso la tildarían de chillona- colgada de una parte a otra del chaleco que cada año le estaba más prieto. Era propietario de un piso y un hombre con opiniones sobre los temas de actualidad. Cierto era que no tenía esposa; tampoco mantenía largas sobremesas con colegas que exclamaban «¡El buenazo de George!» cuando le veían alargar la mano hacia la cuenta. Tenía, en cambio, una especie de fama o una fama a medias o, según pasaban los años, una cuarta parte de fama. Había aspirado a ser un abogado conocido y había acabado siendo conocido como un error judicial. Su caso había provocado el establecimiento del Tribunal de Apelación, cuyas decisiones en las dos últimas décadas habían elaborado el derecho penal consuetudinario hasta un punto que muchos consideraban revolucionario. George se preciaba de su participación -por involuntaria que hubiera sido- en este progreso. Pero ¿quién lo sabía? Unas pocas personas le estrechaban la mano cordialmente al enterarse de su nombre y le trataban como a alguien que muchos años antes había sido víctima de una injusticia; otros le miraban con los ojos de un chico de granja o de un agente especial en caminos rurales; pero la mayoría nunca había oído hablar de Edalji.

Esto a veces le amargaba y se avergonzaba de esta amargura. Sabía que en todos aquellos años de sufrimiento, nada había ansiado más que el anonimato. El capellán de Lewes le había preguntado qué echaba de menos y él le había respondido que añoraba la vida. Ya se la habían restituido; tenía trabajo, dinero suficiente, gente que saludar en la calle. Pero a ratos le asaltaba la idea de que se merecía algo más; que su calvario debería haberle reportado una mayor recompensa. De maleante a mártir y a don nadie: ¿no era injusto? Quienes le ayudaron le habían asegurado que su caso era tan importante como el de Dreyfus, que revelaba tanto de Inglaterra como el del francés sobre Francia, y al igual que había habido partidarios y detractores de Dreyfus, también había gente a favor y en contra de Edalji. Insistían, además, en que sir Arthur Conan Doyle había sido tan gran defensor y mejor escritor que Émile Zola, cuyos libros decían que eran vulgares y que había huido a Inglaterra cuando a su vez le amenazaron con encarcelarlo. Imagínate a sir Arthur escabulléndose a París para huir del capricho de algún político o fiscal. Se habría quedado y combatido, habría armado una escandalera y sacudido los barrotes de su celda hasta que la cárcel se derrumbara.

Y, no obstante, a pesar de todo esto, la fama de Dreyfus había crecido sin parar y era conocido en todo el planeta, mientras que a Edalji apenas le reconocían en Wolverhampton. Lo cual era en parte obra suya; o se debía a no haber hecho nada. Tras su liberación, con frecuencia le habían pedido que diera conferencias, escribiese artículos de prensa y concediera entrevistas. Siempre se negaba. No quería ser portavoz ni representante de una causa; no tenía temperamento para la tribuna pública, y después de haber narrado sus penalidades para The Umpire, juzgaba inmodesto volver a contarlo siempre que le invitaban a hacerlo. Había pensado preparar una edición revisada de su libro sobre legislación ferroviaria, pero consideró que quizá fuera también una manera de explotar su notoriedad.

Pero más que nada sospechaba que la oscuridad de su nombre tenía que ver con la propia Inglaterra. Francia, tal como él la entendía, era un país de extremos, de opiniones y principios violentos y largos recuerdos. Inglaterra era más tranquila e igual de rigurosa en sus principios, pero menos inclinada a armar un gran jaleo sobre ellos; un país donde se confiaba más en el derecho consuetudinario que en los decretos del gobierno; donde la gente se ocupaba de sus asuntos y no pretendía inmiscuirse en los ajenos; donde acontecían de tiempo en tiempo grandes erupciones públicas, estallidos pasionales que podían incluso desembocar en la violencia y la iniquidad, pero que pronto se borraban de la memoria y rara vez se incorporaban a la historia nacional. Ha ocurrido esto, ahora vamos a olvidarlo y a seguir adelante: tal era el estilo inglés. Algo funcionaba mal, se había averiado, pero ya está reparado, hagamos como si no hubiera sido nada grave. ¿El caso Edalji no habría sido posible si hubiera existido un Tribunal de Apelación? Pues muy bien: que indulten a Edalji, que se establezca ese tribunal antes de fin de año y… ¿hay algo más que decir sobre este particular? Así era Inglaterra, y George podía entender su punto de vista porque él también era inglés.

Había escrito dos cartas a sir Arthur desde la boda. El padre de George murió en el último año de la guerra; una mañana glacial de mayo lo enterraron cerca del tío Compson, a una docena de metros de la iglesia donde había oficiado durante más de cuarenta años. George pensó que sir Arthur -que había conocido al padre- desearía saberlo; le contestó con una breve nota de pésame. Pero unos meses más tarde leyó en el periódico que al hijo de sir Arthur, Kingsley, herido en el Somme y debilitado, se lo había llevado la gripe, como a tantos otros. Quince días antes de que se firmara el armisticio. Volvió a escribirle, un hijo que había perdido a su padre a un padre que había perdido a un hijo. Esta vez recibió una carta más larga. Kingsley había sido el último nombre de una aciaga lista. La mujer de sir Arthur había perdido a su hermano Malcolm en la primera semana de la guerra. Al sobrino de sir Arthur, Oscar Hornung, lo mataron en Ypres, junto con otro sobrino del escritor. El marido de su hermana Lottie había muerto el primer día que pasó en las trincheras. Y así sucesivamente. Sir Arthur enumeraba los conocidos de su mujer y suyos. Pero al despedirse expresaba su convicción de que no los habían perdido, sino que estaban aguardando al otro lado.

George ya no se consideraba religioso. Si seguía siendo cristiano en algo, no era por los vestigios de la devoción filial, sino que era a causa del amor fraterno. Iba a la iglesia porque a Maud le complacía que fuese. En cuanto a la vida de ultratumba, se limitaba a esperar para ver. Recelaba del fervor. En el Grand Hotel se había alarmado un poco cuando sir Arthur le habló con tanta vehemencia de sus creencias religiosas, que guardaban escasa relación con el asunto que se traían entre manos. Pero al menos así estuvo preparado para la noticia ulterior de que su bienhechor se había convertido en un espiritista consumado y proyectaba dedicar al movimiento los años y las energías que le quedaban. El anuncio produjo un tremendo escándalo entre muchas personas de derechas. No les habría importado que sir Arthur, el ideal mismo del caballero inglés, se hubiese limitado a unas cuantas sesiones ligeras de mesas parlantes las tardes de domingo con algunos amigos. Pero no era el modo de ser de sir Arthur. Si creía en algo, quería que todo el mundo lo creyera. En esto residía su fuerza y en ocasiones su debilidad. En consecuencia, había habido burlas desde todos los rincones y titulares de prensa impertinentes que se preguntaban: «¿SE HA VUELTO LOCO SHERLOCK HOLMES?». Cada vez que sir Arthur daba una conferencia, sus adversarios de toda laya organizaban otra: jesuitas, Hermanos de Plymouth, materialistas airados. La semana anterior, Barnes, el obispo de Birmingham, había atacado «las creencias fantásticas» que proliferaban. La ciencia cristiana y el espiritismo eran credos falsos que «movían a los simples a resucitar ideas moribundas», había leído George. Pero ni sus chanzas ni el rechazo eclesiástico disuadirían jamás a sir Arthur.