Aunque George era por instinto escéptico al respecto, se negaba a sumarse a los ataques contra el espiritismo. Si bien no se creía competente para juzgar en estas materias, sabía elegir entre el obispo Barnes de Birmingham y sir Arthur Conan Doyle. Recordaba -y era uno de sus grandes recuerdos, uno de los que imaginaba que compartía con una esposa- el final de aquel primer encuentro en el Grand Hotel. Se levantaron para despedirse y sir Arthur, aquel hombre corpulento, enérgico y afable, que le dominaba en estatura, le miró a los ojos y le dijo: «No pienso que usted sea inocente. No, no creo que sea inocente. Sé que es inocente». Estas palabras eran más que un poema, más que una plegaria; eran la expresión de una verdad contra la que se estrellarían las mentiras. Cuando sir Arthur decía que sabía algo, la carga de la prueba, para la mente jurídica de George, pasaba a la otra persona.
Tomó Memorias y aventuras, la autobiografía de sir Arthur, un volumen macizo, de color azul marino, publicado seis años antes. Se abría siempre por el mismo sitio, la página 215: «En 1906 -releyó-, mi esposa falleció tras una larga enfermedad… Durante algún tiempo después de aquellos días de oscuridad no pude ponerme a trabajar, hasta que de pronto el caso Edalji desvió mis energías hacia un cauce totalmente inesperado». A George siempre le incomodaba un poco este principio. Parecía insinuar que su caso se había presentado en un momento oportuno, pues su índole particular era lo que hacía falta para sacar a sir Arthur de un cenagal de abatimiento; como si quizá hubiera reaccionado de otra manera -de hecho, no era posible- de no haber muerto recientemente la primera lady Conan Doyle. ¿Estaba siendo injusto? ¿Estaba dedicando una excesiva atención a escudriñar una simple frase? Pero era lo que hacía todos los días en su vida profesionaclass="underline" leer con detenimiento. Y se suponía que sir Arthur escribía para lectores atentos.
George había subrayado con lápiz y anotado en el margen muchas otras frases. Para empezar, la siguiente sobre su padre: «No sé cómo un vicario llegó a ser parsi ni cómo un parsi llegó a ser vicario». Bueno, sir Arthur tuvo en otro tiempo una idea al respecto, y además muy precisa y correcta, pues George le había explicado en el Grand Hotel de Charing Cross la trayectoria de su padre. Y después esta frase: «Quizá algún patrocinador católico quería demostrar la universalidad de la Iglesia anglicana. Espero que el experimento no se repita, porque si bien el vicario era un hombre afable y ferviente, la aparición de un clérigo de color con un hijo mestizo en una parroquia rudimentaria y burda no podía por menos de causar alguna situación lamentable». George lo consideraba injusto; prácticamente, la frase culpaba de lo ocurrido a la familia de su madre, en cuyas manos había estado la parroquia. Tampoco le gustaba que le describieran como un «hijo mestizo». No cabía duda de que en un sentido técnico era cierto, pero él no se veía en absoluto retratado en la expresión, del mismo modo que no pensaba en Maud ni en Horace como sus hermanos mestizos. ¿No había otra manera de decirlo? Quizá su padre, que creía que el futuro del mundo dependía de la mezcla armoniosa de razas, habría encontrado una expresión mejor.
«Lo que despertó mi indignación y me infundió la fuerza para llevar esto a cabo fue la indefensión absoluta de aquel pequeño grupo de personas abandonadas, el clérigo de color en su extraña situación, la madre valiente, de ojos azules y pelo canoso, la joven hija, acosada por patanes brutales.» ¿Indefensión absoluta? Si se juzgaba por esto, no se diría que el padre había publicado su propio análisis del caso antes incluso de que sir Arthur hubiese aparecido en escena; y que la madre y Maud no paraban de escribir cartas para recabar apoyos y obtener testimonios. A George le parecía que sir Arthur, aun cuando mereciese mucha gratitud y aplauso, estaba demasiado decidido a monopolizarlos. Desde luego minimizó la larga campaña de Voules en Truth, por no hablar de Yelverton, de los memoriales y de la petición de firmas. Hasta era a todas luces inexacta la crónica que escribió sir Arthur sobre cómo llegó a conocer el caso. «A fines de 1906 topé por casualidad con un oscuro periódico llamado The Umpire, y mi mirada se posó en un artículo escrito por él mismo y en el que exponía su caso.» Pero sir Arthur había «topado por casualidad» con aquel «oscuro periódico» porque George le había enviado todos sus artículos con una larga carta adjunta, como sir Arthur debía de saber muy bien.
No, pensó George, estaba siendo descortés. Sin duda sir Arthur escribía de memoria, se basaba en la versión de los hechos que había contado una y otra vez a lo largo de los años. George sabía, a fuerza de tomar declaración a testigos, que el relato constante de sucesos pulía los bordes de las historias, volvía al narrador más engreído y confería a todo una mayor certeza de la que había existido en su momento. Su mirada recorrió ahora deprisa la crónica de sir Arthur, sin el deseo de encontrar nuevos errores. Hacia el final, después de las palabras «una farsa de justicia», escribía: «El Daily Telegraph organizó para él una colecta que recaudó unas trescientas libras». George se consintió una ligera sonrisa tensa: era la misma suma que habían reunido el año siguiente en respuesta a un llamamiento de sir Arthur en favor del corredor de maratón italiano. Los dos hechos habían conmovido el corazón de los británicos hasta el mismo grado mensurable: tres años de prisión injusta con trabajos forzados, y caerse al final de una carrera atlética. Bueno, en todo caso era saludable ver situado su caso en su correcta perspectiva.
Pero dos líneas más adelante estaba la frase que George había leído más veces que ninguna otra del libro, y que compensaba todas las inexactitudes y los hincapiés erróneos, y ofrecía un bálsamo a alguien cuyos sufrimientos habían sido cuantificados de forma tan humillante. Decía así: «Vino a la fiesta de mi boda y fue el invitado de cuya presencia más orgulloso estuve». Sí. George decidió llevarse al Albert Hall Memorias y aventuras, por si alguien ponía objeciones a su asistencia. No sabía qué aspecto tendrían los espiritistas -y no digamos seis mil juntos-, pero dudaba que se le pareciesen. El libro sería su pasaporte si surgían problemas. Mire, aquí tiene, en la página 215, aquí salgo yo, he venido a despedirme, me enorgullece volver a ser su invitado.