La tarde del domingo, poco después de las cuatro, salió del 79 de Borough High Street y se encaminó hacia el puente de Londres: un hombrecillo atezado, con un traje azul de trabajo, un libro azul oscuro debajo del brazo izquierdo y un par de prismáticos colgados del hombro derecho. Un observador fortuito podría haber pensado que iba a las carreras; sólo que los domingos no se celebraba ninguna. ¿O no sería aquel libro bajo el brazo una guía sobre la observación de pájaros? Pero ¿quién iría a verlos con un traje formal? Habría ofrecido una extraña estampa en Staffordshire, y hasta en Birmingham podrían haberle tomado por un estrafalario, pero nadie lo haría en Londres, que ya contenía más que suficientes.
El traslado allí le había producido aprensión. Por su vida futura, por supuesto; por cómo se arreglarían él y Maud; por la magnitud de la ciudad, sus muchedumbres y su ruido; y más allá de todo esto, por cómo le trataría la gente: si habría rufianes al acecho como los que en Landywood le habían hecho traspasar un seto a empujones y estropeado el paraguas, o policías lunáticos como Upton que le amenazaban con hacerle daño; si toparía con el prejuicio racial que sir Arthur estaba convencido de que constituía la clave de su caso. Pero al cruzar el puente de Londres, cosa que llevaba ya veinte años haciendo, se sintió muy a gusto. Por lo general, la gente te dejaba tranquilo, ya fuera por cortesía o por indiferencia, y George agradecía ambos motivos.
Era verdad que solían hacer presunciones incorrectas: que él y su hermana habían llegado hacía poco del campo; que él era indio; que era un comerciante de especias. Y por supuesto todavía le preguntaban de dónde era, si bien cuando contestaba -para no entrar en conversaciones sobre los puntos más delicados de la geografía- que era de Birmingham, casi todos sus interlocutores asentían sin asombro, como si siempre hubieran esperado que los habitantes de Birmingham fueran como George Edalji. Naturalmente, había esas alusiones cómicas que les gustaban a Greenway y Stentson -aunque pocas a Bechuanaland-, pero las consideraba normales e inevitables, como la lluvia o la niebla.
Y había quienes, al saber que procedía de Birmingham, expresaban desencanto, porque confiaban en recibir noticias de países lejanos que él no podía ofrecer.
Tomó el metro desde Bank a High Street Kensington y desde allí caminó hacia el este hasta que apareció la silueta del Albert Hall. Lo precavido que era con el tiempo -y de lo que Maud se burlaba- le hizo llegar casi dos horas antes de que comenzase el acto. Decidió dar un paseo por el parque.
Eran poco después de las cinco de una hermosa tarde de domingo de julio, y una banda de música tocaba a todo volumen. El parque estaba lleno de familias, excursionistas, soldados, pero George no se inquietó porque en ningún punto formaban un gentío denso. Tampoco miró a las parejas jóvenes que coqueteaban ni a los padres serios que organizaban a sus hijos con la misma envidia que quizá hubiera sentido en otro tiempo. Cuando llegó a Londres, aún no había renunciado a la esperanza de casarse; de hecho, pensaba preocupado en si su futura esposa y Maud se llevarían bien. En efecto, estaba claro que no podría abandonar a Maud, ni deseaba hacerlo. Pero luego pasaron unos años y comprendió que la buena opinión de su hermana sobre su futura esposa le importaba más que a la inversa. Y luego pasaron otros cuantos años y las desventajas, en general, de una esposa se volvieron más patentes. Una esposa podría parecer agradable y resultar que era una gruñona; podría no entender las economías; sin duda querría tener hijos y a George le parecía probable que no soportase el ruido o las molestias que causaran a su trabajo.
Y además, por supuesto, estaban las cuestiones sexuales, que muchas veces no conducían a la armonía. George no llevaba casos de divorcio, pero como abogado tenía pruebas de sobra de la desdicha que podía infligir el matrimonio. Sir Arthur había hecho una larga campaña contra la opresión de las leyes de divorcio y había sido presidente durante muchos años de la unión por la reforma, hasta que le sustituyó lord Birkenhead. De un nombre en la lista de honor a otro: había sido lord Birkenhead, con su nombre civil de F. E. Smith, el que le había hecho a Gladstone preguntas inquisitivas en la Cámara sobre el caso Edalji.
Pero esto era marginal. Tenía cincuenta y cuatro años, vivía con un confort aceptable y tenía una visión en gran medida filosófica sobre su estado de soltero. La familia Edalji ya había perdido a su hermano Horace: estaba casado, se había trasladado a Irlanda y cambiado de nombre. George no sabía seguro en qué orden había hecho estas tres cosas, pero había un claro vínculo entre ellas, y el carácter indeseable de cada una contaminaba a las otras. Bueno, había estilos de vida diferentes; y la verdad era que ni él ni Maud habían tenido nunca muchas posibilidades de casarse. Se parecían en su timidez y en su aparente capacidad de ahuyentar a quienes se les acercaban. Pero ya había en el mundo suficientes matrimonios, y no había, desde luego, peligro de escasez de población. La convivencia de hermano y hermana era tan armoniosa como la de marido y mujer; en algunos aspectos, aún más.
En los primeros tiempos juntos, él y Maud volvían a Wyrley dos o tres veces al año, pero rara vez eran visitas felices. A George le despertaban demasiados recuerdos concretos. La aldaba de la puerta le sobresaltaba todavía, y por la noche, cuando se asomaba al jardín anochecido, a menudo vislumbraba debajo de los árboles figuras huidizas que aun sabiendo que no eran nada le asustaban. En Maud los efectos eran distintos. A pesar de lo mucho que quería a sus padres, cuando ponía el pie dentro de la vicaría se tornaba reservada e insegura; expresaba pocas opiniones y nunca se reía. George casi hubiera jurado que Maud estaba enfermando. Pero conocía la cura: se llamaba la estación de New Street y el tren a Londres.
Al principio, cuando él y Maud salían juntos, a veces la gente les tomaba por marido y mujer; y George, que no quería que nadie pensara que era incapaz de casarse, precisaba, minucioso: «No, es mi querida hermana Maud». Pero a medida que pasaba el tiempo, en ocasiones no se molestaba en corregir la confusión, y después Maud le tomaba del brazo y lanzaba una risita. Él suponía que pronto, cuando ella tuviera el pelo tan canoso como él, les tomarían por una vieja pareja casada y quizá ni siquiera se preocupara de rectificar el error.
Al cabo de un rato paseando sin rumbo, descubrió que se acercaba al Albert Memorial. El príncipe estaba sentado en su entorno dorado y reluciente, rodeado de todos los famosos del mundo. George sacó los prismáticos del estuche y empezó a ejercitarse. Recorrió despacio el monumento, por encima de las gradas donde prevalecían el arte, la ciencia y la industria, y por encima de la figura sedente del pensativo consorte, hacia un reino más alto. La rosca era difícil de controlar y a veces una masa de follaje borroso llenaba las lentes, pero al final emergió la imagen ordinaria de una maciza cruz cristiana. Desde allí siguió poco a poco el chapitel, que parecía tan densamente poblado como los espacios inferiores del monumento. Había hileras de ángeles y -justo debajo- un conjunto de más figuras humanas, vestidas con ropajes clásicos. Rodeó el Memorial, perdiendo el foco a menudo, y procuró identificarlas: una mujer con un libro en una mano y una serpiente en la otra, un hombre con una piel de oso y un garrote grande, una mujer con un ancla, una figura con una capucha y una vela larga en la mano… ¿Eran santos, quizá, o figuras simbólicas? Ah, allí por fin reconocía a una, de pie en un pedestal de una esquina: blandía una espada en una mano y una balanza en la otra. George observó complacido que el escultor no le había vendado los ojos. El detalle muchas veces había merecido su censura: no porque no entendiese su significado, sino porque otros no lo entendían. Los ojos vendados permitían a los ignorantes lanzar pullas contra los juristas; y eso George no lo toleraba.