Guardó los prismáticos en el estuche y desplazó la atención de las figuras monocromas y pétreas a las coloreadas y móviles de su alrededor, del friso esculpido al lienzo vivo. Y en aquel momento le asaltó la comprensión de que todo el mundo iba a morir. En ocasiones se paraba a meditar sobre su propia muerte; había llorado la de sus padres -de la del padre hacía doce años, de la de la madre seis-; había leído en la prensa notas necrológicas y asistido al funeral de colegas, y ahora estaba allí para la gran despedida a sir Arthur. Pero hasta entonces no había comprendido -aunque era más una conciencia visceral que una comprensión mental- que todo el mundo tenía que morir. De niño le habían informado de este hecho, aunque sólo en el contexto de que todos -como el tío Compson- seguían viviendo después, bien en el seno de Cristo o, si habían sido malos, en otro sitio. Miró alrededor. El príncipe Alberto ya había muerto, por supuesto, así como la viuda de Windsor que le había llorado; pero aquella mujer con la sombrilla moriría, y su madre, a su lado, moriría antes, y aquellos niños morirían más tarde, aunque si había otra guerra quizá muriesen antes, y aquellos dos perros que estaban con ellos morirían también, y los músicos a lo lejos y el bebé en su cochecito, hasta aquel bebé, incluso si llegaba a ser tan viejo como el más viejo habitante de la tierra, ciento cinco, ciento diez años, los que fueran, moriría igualmente.
Y si bien George se aproximaba ya al límite de su imaginación, fue un poco más lejos. Si conocías a algunos que habían muerto, podías pensar en ellos de una manera u otra: como difuntos, totalmente extinguidos, cuyo cadáver constituía la prueba fehaciente de que su ego, su esencia y su individualidad ya no existían; o bien podías creer que en algún lugar, de algún modo, según qué religión profesaras, y el fervor o la tibieza con que la profesaras, seguían vivos, o de una forma prevista por textos sagrados o de alguna otra forma aún incomprendida. Era una de las dos; no había una postura transaccional entre ambas, y George, en privado, tendía a pensar que la extinción absoluta era la más probable. Pero cuando uno estaba en Hyde Park una tarde calurosa de verano, entre miles de seres humanos, pocos de los cuales estarían pensando en la muerte, era menos fácil pensar que aquella cosa intensa y compleja llamada vida sólo fuese un azar acontecido en un oscuro planeta, un momento fugaz de luz entre dos eternidades de tinieblas. En aquel entorno era posible sentir que toda aquella vitalidad tenía que perdurar de algún modo, en algún sitio. George sabía que no estaba a punto de sucumbir a un arrebato de sentimiento religioso; no iba a pedir a la Asociación Espiritista de Marylebone algunos de los libros y folletos que le habían ofrecido cuando les compró la entrada. También sabía que seguiría sin duda viviendo como hasta entonces, practicando como el resto del país -y sobre todo a causa de Maud- los ritos generales de la Iglesia de Inglaterra, y los practicaría con una especie de desgana y de imprecisa esperanza hasta la hora de la muerte, en que descubriría la verdad del misterio o -lo más probable- no descubriría nada. Pero aquel día, mientras un caballo y su jinete pasaban por delante, tan condenados a fenecer como el príncipe Alberto, pensó que veía un poco de lo que sir Arthur había llegado a ver.
Todo esto le dejó sin resuello y empavorecido; se sentó en un banco para serenarse. Miró a los viandantes, pero sólo veía a muertos caminando; presos en libertad condicional a los que podían llevarse en cualquier momento. Abrió Memorias y aventuras y empezó a pasar páginas para distraerse. Y al instante dos palabras saltaron ante sus ojos. Eran de un tipo de imprenta normal, pero le llamaron la atención como unas mayúsculas: «Albert Hall». Una mente más supersticiosa o crédula podría haber encontrado un significado a la coincidencia. George se negó a verlo como algo más que una casualidad. Con todo, leyó y se distrajo. Leyó que, casi treinta años atrás, a sir Arthur le habían invitado a actuar de juez en un concurso de forzudos celebrado en el Albert Hall; y que, después de una cena con champán, al salir a la noche desierta había descubierto que unos metros más adelante caminaba el ganador, un tipo sencillo que se disponía a recorrer las calles de Londres hasta la hora de subir al tren de vuelta a Lancashire. George se siente de pronto en un vivido país de ensueño. Hay niebla y el aliento de la gente es blanco, y un forzudo con una estatuilla de oro no tiene dinero para pagarse una cama. Lo ve por detrás, como lo vio sir Arthur; ve el sombrero ladeado, la tela de una chaqueta tensada por hombros poderosos, una estatuilla portada al desgaire debajo de un brazo, los pies de ésta mirando hacia atrás. Perdido en la niebla, pero a la espalda tiene a su salvador corpulento, afable, con acento escocés y al que no le arredra actuar. ¿Qué será de todos ellos -el abogado injustamente acusado, el corredor de maratón extenuado, el forzudo sin dinero- ahora que sir Arthur les ha dejado?
Aún faltaba una hora, pero la gente ya empezaba a dirigirse al Hall y George la siguió para evitar estrujones posteriores. Su entrada era para un palco de la segunda fila. Le encaminaron hacia una escalera trasera y llegó a un pasillo en curva. Abrieron una puerta y se encontró en el túnel estrecho de un palco. Había cinco asientos, todos ellos vacíos, de momento: uno atrás, dos delante, juntos, y otros dos delante de la barandilla de metal. George vaciló un instante, tomó una bocanada de aire y avanzó.
Las luces llamean todo alrededor de este coliseo de felpa dorada y roja. No es tanto un edificio como un cañón oval; mira enfrente, mira abajo, arriba. ¿Qué aforo tendrá: ocho mil, diez mil personas? Casi mareado, se sienta en una silla de la segunda fila. Se alegra de que Maud le haya sugerido que lleve los prismáticos: explora el patio y la rampa de butacas, las tres gradas de palcos, el gran órgano detrás del escenario y luego la ladera más alta del círculo, la arcada sostenida por columnas de mármol marrón, y sobre ellas el arranque de la altísima cúpula oculta por un toldo flotante de lona, como un paisaje de nubes encima de sus cabezas. Observa a la gente que va entrando en el anfiteatro: algunos con traje de noche, pero la mayoría obedientes al deseo de sir Arthur de que no lleven luto. Con un barrido de lentes, George enfoca el estrado: hay macizos de lo que él toma por hortensias y alguna especie de grandes helechos colgantes. Han instalado para la familia una fila de sillas de respaldo cuadrado. En la del medio han puesto un rectángulo de cartón de lado a lado. George enfoca las lentes en esta silla. El letrero dice: SIR ARTHUR CONAN DOYLE.
Mientras la sala se llena, guarda los prismáticos en el estuche. Llegan espectadores al palco de su izquierda; de ellos sólo le separa el brazo mullido de la silla. Le saludan de un modo amistoso, como si la ocasión, aun siendo seria, fuese también informal. Se pregunta si será el único asistente que no es espiritista. Una familia de cuatro miembros ocupa las demás plazas del palco; George se ofrece a desplazar su asiento a la fila de atrás, pero ellos insisten en no aceptar el gesto. Le parecen londinenses normales: una pareja con dos hijos casi adultos. La mujer, desinhibida, se sienta al lado de George: él calcula que se acerca a los cuarenta, lleva un vestido azul, tiene una cara ancha y limpia y una melena de color caoba.
– Aquí arriba ya estamos a mitad de camino del cielo, ¿no? -dice ella, agradable. George asiente, cortés-. ¿De dónde es usted?
Por una vez, él decide responder con exactitud.
– De Great Wyrley -dice-. Está cerca de Cannock, en Staffordshire.
Él casi espera que ella le diga, como Greenway y Stentson: «No, ¿de dónde es realmente?». Pero ella se limita a aguardar, quizá a que él mencione la asociación espiritista a la que pertenece. George está tentado de decir: «Sir Arthur era amigo mío», y añadir: «De hecho, me invitó a su boda», y después, si ella lo pone en duda, a demostrárselo con su ejemplar de Memorias y aventuras. Pero piensa que podría parecer presuntuoso. Además, ella podría preguntarle por qué, si era amigo de sir Arthur, está sentado tan lejos del escenario, entre gente ordinaria que no ha tenido tanta suerte.