Cuando la sala está llena, las luces se atenúan y el grupo oficial sale al escenario. George no sabe si tienen que levantarse y quizá hasta aplaudir; está tan acostumbrado a los rituales de la iglesia, a saber cuándo levantarse, arrodillarse, sentarse, que está desorientado. Si el lugar fuera un teatro y tocaran el himno nacional, el problema estaría resuelto. Piensa que todos deberían levantarse, en homenaje a sir Arthur y por deferencia hacia su viuda; pero no hay instrucciones y todos se quedan sentados. Lady Conan Doyle viste de gris en vez del negro luctuoso; sus dos hijos, Denis y Adrián, altos, llevan traje de etiqueta y sombrero de copa; les sigue su hermana Jean y su hermanastra Mary, la hija superviviente del primer matrimonio de sir Arthur. Lady Conan Doyle toma asiento a la izquierda de la silla vacía. Uno de los hijos se sienta a su lado y el otro en el otro extremo del letrero; los dos jóvenes, algo cohibidos, depositan los sombreros de copa en el suelo. George no les ve con claridad la cara y quiere utilizar los prismáticos, pero duda que sus vecinos lo consideren pertinente. Consulta, en cambio, el reloj. Son las siete en punto. La puntualidad le impresiona; en cierto modo esperaba que los espiritistas fueran menos estrictos en los horarios.
George Craze, de la Asociación Espiritista de Marylebone, se presenta como el presidente de la reunión. Empieza leyendo una declaración en nombre de lady Conan Doyle:
En todas las reuniones en todas partes del mundo, me he sentado al lado de mi amado marido, y en esta gran cita a la que la gente ha venido a honrarle, con respeto y amor en su corazón, su asiento está a mi lado y sé que en presencia espiritual estará cerca de mí. Aunque nuestros ojos terrenales no vean más allá de las vibraciones terrenales, quienes poseen esa vista adicional, el don de Dios que llamamos clarividencia, verán a la querida figura entre nosotros.
En nombre de mis hijos, del mío propio y del de mi marido, quiero agradecerles con todo mi corazón el amor a él que esta noche les ha congregado aquí.
Un murmullo recorre la sala; George no sabe si indica compasión por la viuda o desilusión porque sir Arthur no haya comparecido por milagro en el escenario. Craze confirma que, al contrario de las especulaciones más disparatadas de la prensa, no hay que esperar una representación física de sir Arthur manifestándose por arte de magia. A los que no están familiarizados con las verdades del espiritismo, y en especial a los periodistas, les explica que cuando alguien ha realizado el tránsito, suele haber un período de confusión del espíritu, que quizá no pueda manifestarse de inmediato. Sin embargo, sir Arthur estaba totalmente preparado para el tránsito, que afrontó con una tranquilidad risueña, y dejó a su familia como quien emprende un largo viaje, pero confiado en que todos volverían a reunirse pronto. En tales condiciones cabe esperar que el espíritu encuentre su lugar y sus facultades más rápido de lo normal.
George recuerda algo que Adrián, el hijo de sir Arthur, dijo al Daily Herald. Dijo que la familia añoraría las pisadas y la presencia física del patriarca, pero que eso era todo: «Por lo demás, es como si se hubiera ido a Australia». George sabe que su paladín visitó una vez el lejano continente, porque hace unos años sacó prestado de la biblioteca Las andanzas de un espiritista. Lo cierto fue que sus informaciones sobre el viaje le parecieron más interesantes que las disquisiciones teológicas. Pero se acuerda de que cuando sir Arthur y su familia -acompañados por el incansable señor Wood- estaban haciendo una campaña de divulgación en Australia, los bautizaron «los peregrinos». Ahora sir Arthur ha regresado allí, al menos en el equivalente espiritista, sea el que sea.
Leen en voz alta un telegrama de sir Oliver Lodge. «Con su gran corazón, nuestro paladín estará siguiendo su campaña en el otro lado, con mayor sabiduría y conocimiento. Sursum corda.» Después, la señora St. Clair Stobart lee un pasaje de las Cartas a los Corintios y declara que las palabras de san Pablo son apropiadas para la ocasión, pues a sir Arthur muchas veces le llamaron en vida el san Pablo del espiritismo. La señorita Gladys
Ripley canta el solo de Liddle Abide With Me. El reverendo G. Vale Owen habla de la obra literaria de sir Arthur y concuerda con el criterio del propio autor de que La compañía blanca y su continuación, Sir Nigel, eran sus mejores textos; de hecho, considera que la descripción en la obra posterior de un caballero cristiano y hombre de gran devoción sirve de vivo retrato de sir Arthur. El reverendo C. Drayton Thomas, que ofició la mitad del funeral en Crowborough, ensalza la infatigable actividad de sir Arthur como portavoz del espiritismo.
Acto seguido todos se levantan para cantar el himno favorito del movimiento: Lead, Kindly Light. George percibe en el canto algo distinto que al principio no identifica. «Keep you my feet; I do not ask to see / The distant scene; one step is enough for me [25].» Por un momento le distrae esta letra, que no parece especialmente idónea para el espiritismo: tal como George lo entiende, los prosélitos tienen los ojos siempre puestos en la lejana escena, y justamente han dado los pasos que hacen falta para llegar hasta ella. Después su atención se desvía del fondo a la forma. El canto es distinto. En la iglesia, la gente canta himnos como si volviera a conectar con un texto familiar desde hace meses y años; frases que hablan de verdades tan establecidas que no necesitan demostrarlas ni pensar en ellas. Aquí hay voces directas y lozanas; también, una especie de alegría lindante con la pasión que la mayoría de los vicarios juzgaría inquietante. Enuncian cada palabra como si contuviera una verdad flamante que hay que celebrar y transmitir con urgencia a terceros. Todo lo cual a George le parece poco inglés. Cauteloso, lo encuentra más bien admirable. «Till / The night is gone, / And with the morn those ángel faces smile, / Which I have loved long since, and lost awhile [26].»
Cuando el himno termina y todos vuelven a sentarse, George hace un pequeño, indeterminado gesto de saludo a su vecina: aunque modesto, es algo que nunca haría en la iglesia. Ella le responde con una sonrisa que le ilumina toda la superficie de la cara. No hay nada atrevido en la sonrisa ni una intención misionera. Tampoco una suficiencia evidente. La sonrisa sólo dice: «Sí, esto es verdad, es bueno, es alegre».
A George le impresiona, pero también le escandaliza un poco: recela de la alegría. En su vida ha conocido poca. En su infancia había algo llamado placer, que solía ir acompañado de las palabras culpable, furtivo o ilícito. Los únicos placeres tolerados eran los modificados por la palabra «simples». En cuanto a la alegría, era algo asociado con ángeles que tocan trompetas, y su auténtica sede era el cielo, no la tierra. Que se expanda la alegría; era lo que la gente decía, ¿no? Pero según la experiencia de George, la alegría siempre había estado fuertemente restringida. En cuanto al placer, ha conocido el de cumplir su deber: con la familia, los clientes y algunas veces con Dios. Pero nunca ha hecho la mayoría de las cosas que sus compatriotas consideran placenteras: beber cerveza, bailar, jugar al fútbol o al criquet, por no hablar de cosas que podrían haber acontecido si se hubiera casado. Nunca conocerá a una mujer que se levante de un salto como una niña, se arregle el pelo con la mano y corra a su encuentro.