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E. W. Oaten, que en su día presidió orgulloso la primera gran audiencia a la que sir Arthur habló sobre espiritismo, dice que ningún hombre reunía mejor en su persona todas las virtudes que asociamos con el carácter británico: valentía, optimismo, lealtad, compasión, magnanimidad, amor a la verdad y devoción a Dios. A renglón seguido, Hannen Swaffer evoca que hace menos de dos semanas sir Arthur, mortalmente enfermo, subió con esfuerzo la escalera del Ministerio del Interior para solicitar la abolición de la ley de brujería, que los malintencionados querían invocar contra los médiums. Fue su último deber, y en el cumplimiento del deber no flaqueó nunca. Era algo que se manifestaba en todos los aspectos de su vida. Mucha gente conocía al Doyle escritor, al Doyle dramaturgo, al Doyle viajero, al Doyle boxeador y al Doyle jugador de criquet que derrotó al gran W. G. Grace. Pero más grande que todos ellos era el Doyle que reclamaba justicia cuando sufría un inocente. Gracias a su influencia se aprobó la ley del recurso penal. Fue este Doyle el que asumió con éxito las causas de Edalji y Slater.

George mira hacia abajo instintivamente al oír mencionar su nombre; luego, orgulloso, hacia arriba y por fin, subrepticiamente, de soslayo. Es una lástima que le hayan emparejado con ese vil e ingrato criminal; pero piensa que es honorable regocijarse de que mencionen su nombre en esta gran asamblea. A Maud también le complacerá. Dirige a sus vecinos una mirada más abierta, pero ya ha pasado su momento. Sólo tienen ojos para Swaffer, que ha comenzado a enaltecer a otro Doyle, aún más grande que el Doyle que repara injusticias. Ese gran hombre era y es el que en las horas desesperadas de la guerra ofreció a las mujeres de su país la prueba consoladora de que sus seres queridos no estaban muertos.

Piden ahora al público que, puesto en pie, guarde un silencio de dos minutos en recuerdo del gran paladín. Al levantarse, lady Conan Doyle mira brevemente a la silla vacía que tiene a su lado y luego, ya de pie, flanqueada por sus hijos altos, mira a la sala. Seis mil -¿ocho, diez mil?- personas le devuelven la mirada desde la galería, el paraíso, los palcos, la gran curva de butacas y el anfiteatro. En la iglesia, la gente agacharía la cabeza y cerraría los ojos para rememorar a los difuntos. Aquí no se observa esa discreción o introspección: una mirada directa transmite una compasión sincera. George tiene también la impresión de que el silencio es de una naturaleza distinta de todos los que ha conocido. Los silencios oficiales son respetuosos, graves, a menudo intencionadamente tristes; este silencio es activo, lleno de expectativas y hasta de pasión. Si existe alguno que sea como un ruido reprimido, es este silencio. Cuando se rompe, George comprende que ha ejercido tal poder sobre él que casi se ha olvidado de sir Arthur.

Craze ha vuelto a tomar el micrófono. «Esta noche -anuncia cuando los muchos miles de personas vuelven a sentarse- vamos a realizar un experimento muy audaz con el arrojo que nos inculcó nuestro difunto mentor. Tenemos con nosotros a un espíritu sensible que va a procurar transmitirnos impresiones desde este estrado. Uno de los motivos de que vacilemos en hacerlo ante una audiencia tan colosal es que ejerce una presión tremenda sobre la médium. Diez mil personas concentran en ella una fuerza formidable. Esta noche, la señora Roberts procurará describirnos a algunos amigos, pero será la primera vez que esto se intente entre una multitud tan inmensa. Ayúdenla con sus vibraciones mientras cantan el himno siguiente Open My Eyes That I May See Glimpses of Truth [27].

George nunca ha presenciado una sesión. En realidad, nunca le ha dado una moneda de plata a una gitana ni pagado dos peniques por sentarse ante una bola de cristal en una feria. Cree que todo eso son supercherías. Sólo un necio o un miembro de una tribu primitiva creería que las líneas de una mano o las hojas de té en una taza revelan algo. Desea respetar la convicción de sir Arthur de que el espíritu sobrevive a la muerte; quizá, incluso, de que en determinadas circunstancias un espíritu podría comunicarse con los vivos. Asimismo está dispuesto a admitir que podría haber algo de cierto en los experimentos telepáticos que sir Arthur refirió en su autobiografía. Pero hay un punto que George se niega a traspasar. El punto en que, por ejemplo, la gente empieza a mover los muebles, en que suenan campanillas misteriosas y surgen de la oscuridad caras de muertos fluorescentes, y manos de espíritus dejan su presunta huella en cera blanda. George piensa que todo eso es un obvio truco de magia. ¿Cómo no desconfiar del hecho de que las mejores condiciones para la comunicación de los espíritus -cortinas corridas, luces apagadas, personas que unen las manos de tal forma que no pueden levantarse y verificar lo que está ocurriendo- sean precisamente las mismas que propician la engañifa? A su pesar, considera crédulo a sir Arthur. Ha leído que el ilusionista norteamericano Harry Houdini, a quien sir Arthur conoció en Estados Unidos, se brindó a reproducir todos y cada uno de los efectos conocidos por los médiums profesionales. En numerosas ocasiones hombres honrados le ataron de pies y manos, pero en cuanto apagaban las luces se las ingeniaba para desatarse y ser capaz de tocar campanillas, producir ruidos, cambiar muebles de sitio e incluso generar ectoplasma. Sir Arthur declinó el desafío de Houdini. No negaba que el ilusionista fuese capaz de producir tales efectos, pero prefería interpretar de este modo su habilidad: Houdini poseía, de hecho, poderes espirituales cuya existencia se empeñaba aviesamente en negar.

Cuando termina el cántico de Open My Eyes, una mujer delgada, de pelo moreno corto, con un vestido largo y suelto de raso negro, se acerca al micrófono. Es Estelle Roberts, la médium predilecta de sir Arthur. Reina en la sala una atmósfera aún más intensa que durante los dos minutos de silencio. Estelle se balancea ligeramente en el escenario, con las manos unidas, la cabeza gacha. Todas las miradas convergen en ella. Despacio, muy despacio, empieza a alzar la cabeza; desune las manos y comienza a extender los brazos, sin abandonar el lento cimbreo. Al final, habla.

– Hay un gran número de espíritus aquí, con nosotros -dice-. Me están empujando muy fuerte por detrás.

Y, en efecto, parece que es así: como si se mantuviera erguida a pesar de la gran presión que ejercen sobre ella desde varias direcciones.

Transcurre un rato sin que ocurra nada, salvo más balanceos y embates invisibles. La mujer a la derecha de George susurra:

– Está esperando a que aparezca Nube Roja.

George asiente.

– Es su guía espiritual -añade la vecina.

George no sabe qué contestar. No pertenece a este ambiente.

– Muchos guías son indios.

La mujer hace una pausa, después sonríe y añade, sin el más mínimo rebozo:

– Pieles rojas, me refiero.

La espera es tan activa como ha sido el silencio; como si los espectadores presionaran tanto como los espíritus invisibles a la figura menuda de la señora Roberts. La espera se prolonga y la mujer que se balancea separa más los pies que pisan el suelo, como para equilibrarse.

– Me empujan, me están empujando, muchos no están contentos, la sala, las luces, el mundo que prefieren…, un joven, de pelo moreno peinado hacia atrás, de uniforme y correaje, tiene un mensaje…, una mujer, madre, tres hijos, uno de ellos fallecido y que está con ella…, un caballero anciano y calvo que fue médico no lejos de aquí con un traje gris oscuro pasó al otro lado de repente a causa de un terrible accidente…, un bebé, sí, una niña víctima de la gripe añora a sus dos hermanos, Bob se llama uno y sus padres… ¡Parad! ¡Parad!

Estelle grita de pronto, y con los brazos extendidos parece que empuja a los espíritus que se agolpan a su espalda.

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[27] «Abre mis ojos para que vea atisbos de la verdad.» (N. del T.)