– Son demasiados, sus voces se confunden, un hombre maduro con un abrigo oscuro que pasó gran parte de su vida en África… tiene un mensaje… hay una abuela de pelo blanco que comparte tu inquietud y quiere que sepas…
George escucha a la legión de espíritus que son objeto de una descripción fugaz. La impresión es que todos gritan para que les escuchen, pugnan por transmitir sus mensajes. A George se le ocurre una pregunta cómica pero lógica; ignora de dónde viene, como no sea una reacción a toda esta intensidad insólita. Si esos espíritus son, en efecto, el de ingleses e inglesas que han realizado el tránsito al otro mundo, ¿no deberían formar una cola como es debido? Si han sido promovidos a un estado superior, ¿por qué esa conducta de chusma turbulenta? Decide que no conviene comunicar esta idea a sus vecinos inmediatos, que ahora se inclinan y se agarran a la barandilla de latón.
– … un hombre con un traje cruzado, entre veinticinco y treinta años, tiene un mensaje…, una chica, no, unas hermanas que murieron de repente…, un caballero de edad, más de setenta, que vivía en Hertfordshire…
La lista continúa, y en ocasiones una breve descripción suscita un jadeo en algún recoveco remoto de la sala. La expectación alrededor de George es febril y exaltada; hay en ella también algo de miedo. Se pregunta qué se sentirá si un miembro difunto de tu familia te reconoce en presencia de miles de espectadores. Se pregunta si la mayor parte no preferiría que eso ocurriera en la intimidad de una sala de sesión oscura y con las cortinas corridas. O, posiblemente, que no sucediera en absoluto.
La médium vuelve a callarse. Es como si los espíritus rivales que farfullan a su espalda y a su alrededor guardaran también un momento de silencio. Entonces, de pronto, la médium despliega el brazo derecho y señala hacia George, al fondo de las butacas, en la otra punta de la sala.
– ¡Sí, allí! ¡Le veo! Veo la forma espiritual de un joven soldado. Busca a alguien. Busca a un caballero casi calvo.
Al igual que todos los que tienen un panorama de la sala, George escruta atentamente, a medias esperando que la forma se vuelva visible y a medias intentando identificar al hombre de pelo escaso. Estelle levanta la mano y se la pone encima de los ojos, como si las lámparas de arco le entorpecieran la percepción del espíritu.
– Aparenta unos veinticuatro años. Lleva uniforme caqui. Erguido, robusto, un bigotito. La boca un poco caída en las comisuras. Transitó de repente.
La médium hace una pausa y ladea la cabeza hacia abajo, como haría un abogado para tomar una nota del pasante que tiene a su lado.
– Dice que 1916 fue el año del tránsito. Te llama con claridad «tío». Sí, «tío Fred».
Un hombre calvo, al fondo del anfiteatro, se pone de pie, asiente y con la misma celeridad vuelve a sentarse, como inseguro del protocolo.
– Habla de un hermano que se llama Charles -continúa Estelle-. ¿Es correcto? Quiere saber si la tía Lillian está contigo. ¿Comprendes?
Esta vez el hombre se queda sentado y asiente vigorosamente.
– Me dice que hay un aniversario, el cumpleaños de un hermano. Cierta preocupación en casa. No hay motivo. El mensaje continúa…
De golpe, la señora Roberts da un brinco hacia delante, como impulsada desde detrás con violencia. Se da media vuelta y exclama:
– ¡Ya vale!-Parece como que empuja hacia atrás-. ¡Ya vale, he dicho!
Pero cuando se vuelve hacia el público es evidente que se ha interrumpido el contacto con el soldado. La médium se tapa la cara con la mano, se aprieta la frente con los dedos y pone los pulgares debajo de las orejas, como si intentara recobrar el necesario equilibrio. Por último, aparta las manos de la cara y extiende los brazos.
Ahora el espíritu es el de una mujer de entre veinticinco y treinta años cuyo nombre empieza por J. Fue promovida cuando daba a luz a una niña que realizó el tránsito al mismo tiempo que ella. Estelle recorre con la mirada las filas delanteras, en pos de la madre que avanza con el espíritu de un bebé en los brazos y que trata de localizar a su marido abandonado.
– Sí, dice que se llama June… y está buscando a… R, sí, R… ¿se llama Richard?
Al oír esto un hombre se levanta como un resorte de su asiento y grita:
– ¿Dónde está? ¿Dónde estás, June? June, háblame. ¡Enséñame a nuestra hija!
Está trastornado y pasea en derredor una mirada fija, hasta que una pareja de ancianos, con aire de apuro, le obliga a sentarse.
La médium Estelle, como si la interrupción no se hubiera producido, de tan concentrada que está en la voz del espíritu, dice:
– El mensaje es que ella y la niña te observan y te cuidan en tu aflicción presente. Te están aguardando en el otro lado. Son felices y quieren que seas feliz hasta que los tres volváis a estar juntos.
Al parecer, los espíritus se están volviendo más ordenados. La médium identifica y transmite mensajes. Un hombre busca a su hija. A ella le interesa la música. Él sostiene una partitura abierta. Se establecen iniciales, después nombres. Estelle comunica el mensaje: el espíritu de un gran músico está ayudando a la hija; si ella sigue trabajando con ahínco, el espíritu del músico seguirá influyéndola.
George comienza a distinguir una pauta. Los mensajes transmitidos, ya sean de consuelo, de aliento o de ambas cosas, son de una índole muy general. Lo mismo ocurre, al menos en principio, con las identificaciones. Pero luego, como remache, viene un detalle que la médium muchas veces tarda un rato en buscar. George cree muy improbable que esos espíritus, si existen, sean tan increíblemente incapaces de expresar su identidad sin que la médium se vea obligada a un juego de adivinanzas. El supuesto problema de transmisión entre los dos mundos, ¿no será sólo un ardid para realzar el dramatismo -de hecho, el melodrama- hasta el instante culminante en que alguien del público asiente, o levanta un brazo, o se pone de pie como si le llamaran, o se lleva las manos a la cara, estremecido de estupor y júbilo?
Podría ser sólo un inteligente juego de acertijos: sin duda hay una probabilidad estadística de que haya alguien con la inicial correcta, y después con el nombre exacto, en un auditorio tan numeroso, y una médium podría organizar sus palabras de una forma inteligente para llegar a dicho candidato. O todo podría ser una pura patraña, con cómplices repartidos entre el público para impresionar y quizá convertir a los crédulos. Y hay una tercera posibilidad: que los espectadores que asienten y levantan un brazo y se ponen de pie y gritan, sean sinceros en su sorpresa y crean de verdad que se ha establecido un contacto; pero esto se debe a que alguien de su círculo de allegados -quizá un ferviente espiritista dispuesto a extender la fe por cínico que sea el método- ha informado a los organizadores sobre pormenores personales. George llega a la conclusión de que es probable que lo hagan así. Como en el perjurio, da mejor resultado cuando hay una mezcla inteligente de falsedades y verdades.
– Y ahora hay un mensaje de un caballero muy pulcro y distinguido, que cruzó hace diez, doce años. Sí, aquí lo tengo, fue en 1918, me dice. -«El año en que murió padre», piensa George-. Tenía unos setenta y cinco años. -«Extraño, padre tenía esa edad.» Una pausa algo larga y-: Era un hombre muy espiritual.
En este momento, George nota que la piel empieza a picarle a lo largo de los brazos y hasta la altura del cuello. No, no, seguro que no. Siente el cuerpo paralizado en el asiento; los hombros, rígidos como un cerrojo; clava la mirada en el escenario, a la espera del siguiente movimiento de la médium.
Ella alza la cabeza y se pone a mirar hacia las zonas más elevadas de la sala, entre los palcos superiores y el gallinero.
– Dice que pasó sus primeros años en India.