George es presa de un absoluto terror. Nadie más que Maud sabía que asistiría a este acto. Quizá sea una conjetura alocada -o, mejor dicho, una muy certera- de alguien que ha calculado que diversas personas relacionadas con sir Arthur vendrían al Albert Hall. Pero no, porque muchos de los más famosos y respetables, como sir Oliver Lodge, se han limitado a enviar telegramas. ¿Le habrá reconocido alguien a su llegada? No es imposible, pero ¿cómo habrían adivinado el año exacto de la muerte de su padre?
Estelle tiene el brazo extendido y señala a la fila superior de palcos, en el otro extremo de la sala. A George le vibra el cuerpo entero, como si le hubieran arrojado desnudo a una mata de ortigas. Piensa: «No voy a poder aguantarlo; viene hacia mí y no hay escapatoria». La mirada y el brazo dan vueltas despacio alrededor del gran anfiteatro y se mantienen a la misma altura, como si observaran a un espíritu que busca de un palco a otro. Todos los razonamientos que George ha hecho hace un momento son inútiles. Su padre está a punto de hablarle. Su padre, que fue toda la vida un pastor de la Iglesia anglicana, está a punto de hablarle a través de esa mujer… inverosímil. ¿Qué querrá padre? ¿Qué mensaje puede ser tan urgente? ¿Será algo relacionado con Maud? ¿Una reprimenda paternal por la fe endeble del hijo? ¿Se avecina un veredicto aterrador? Cercano al pánico, George piensa que ojalá su madre estuviera a su lado. Pero ella murió hace seis años.
Mientras la cabeza de la médium sigue girando despacio, mientras ella señala con el brazo a la misma altura, George se asusta más que el día en que, sentado en su despacho, sabía que en un momento dado llamarían a la puerta y un policía le detendría por un delito que no había cometido. Ahora vuelve a ser un sospechoso a punto de ser identificado delante de diez mil testigos. Cree que lo que debe hacer es levantarse y poner fin al suspense gritando: «¡Es mi padre!». Quizá se desmaye y caiga por encima de la barandilla a las butacas de abajo. Quizá sufra un ataque.
– Se llama…, me está diciendo cómo se llama… Empieza por S…
Y la cabeza gira y gira, buscando esa cara en los palcos más altos, buscando el instante glorioso del reconocimiento. George está convencido de que todo el mundo le mira; y de que pronto sabrán todos quién es. Quiere esconderse en la mazmorra más profunda, en la celda carcelaria más infecta. Piensa que no puede ser verdad, es imposible que sea verdad, mi padre nunca se comportaría así, a lo peor voy a ensuciarme encima como cuando era niño y volvía a casa de la escuela, quizá por eso viene padre a recordarme que soy un niño, a mostrarme que su autoridad persiste incluso después de la muerte, sí, no me extrañaría en él.
– Tengo el nombre… -George cree que va a gritar. Va a desmayarse. Se va a caer y a golpear la cabeza contra…-. Es Stuart.
Y un hombre de la edad aproximada de George, unos cuantos metros a su izquierda, se levanta y apunta hacia el escenario, reconociendo al padre de setenta y cinco años que se crió en India y transitó en 1918: casi parece reclamarlo como un premio. George siente que el ángel de la muerte le ha sobrevolado; está helado, sudoroso, exhausto, amenazado; siente un alivio absoluto y una profunda vergüenza. Y, al mismo tiempo, en parte está impresionado, tiene curiosidad, se pregunta, temeroso…
– Y ahora me habla una mujer que tenía unos cuarenta y cinco o cincuenta años. Transitó en 1913. Menciona a Morpeth. No se casó nunca, pero tiene un mensaje para un caballero. -Estelle empieza a mirar hacia abajo, al anfiteatro-. Dice algo de un caballo.
Hay una pausa. La médium vuelve a bajar la cabeza, la gira a un costado, se informa.
– Ya tengo su nombre. Es Emily. Sí, dice que se llama Emily Wilding Davison. Tiene un mensaje, se las ha arreglado para venir aquí con un mensaje para un caballero. Creo que te dijo por medio de la tablilla o de la ouija que vendría a este acto.
Un hombre con una camisa de cuello abierto, sentado cerca del estrado, se pone de pie y, como consciente de que se dirige a toda la sala, dice con una voz persuasiva:
– Así es. Me dijo que comunicaría esta noche. Emily es la sufragista que se arrojó delante del caballo del rey y murió de las heridas. Es un espíritu que conozco muy bien.
Parece que la sala respira una vasta bocanada colectiva. Estelle comienza a transmitir el mensaje, pero George no se molesta en escuchar. Siente que ha recobrado la cordura de repente; por su cerebro sopla el viento claro y cortante de la razón. Supercherías, como siempre sospechó. Conque Emily Davison. Emily Davison, que rompía ventanas, tiraba piedras, incendiaba buzones; que se negó a obedecer el reglamento de la cárcel y a la que, en consecuencia, hubo que alimentar por la fuerza en numerosas ocasiones. En opinión de George, una mujer tonta e histérica, que buscaba la muerte aposta para promover su causa; algunos, no obstante, decían que sólo intentaba colocar una bandera en el caballo y que calculó mal la velocidad del animal. En cuyo caso, incompetente, además de histérica. No se puede infringir la ley para promoverla, eso es un disparate. La promueves mediante peticiones, argumentos, manifestaciones, si fuese necesario, pero siempre por medio de la razón. Los que quebrantaban la ley como un argumento para conquistar el derecho a voto demostraban con ello que no lo merecían.
Con todo, lo crucial no es si Emily Davison era o no una mujer tonta e histérica o si su acción desembocó en que Maud obtuviera el derecho a voto que George aprueba plenamente. No, el quid reside en que sir Arthur era un adversario tan notorio del sufragio femenino que resulta absurda la idea de que un espíritu como el de Emily comparezca en esta reunión conmemorativa. A menos que los espíritus de los fallecidos sean tan ilógicos como revoltosos. Quizá Emily pensaba perturbar este acto del mismo modo que en su día trastornó la celebración del Derby. Pero en tal caso su mensaje debería ir dirigido a sir Arthur o a su viuda, y no a algún amigo comprensivo.
«Basta -se dice George-. Basta de pensar racionalmente sobre estos temas. O, más bien, basta de conceder a estas personas el beneficio de la duda. Una astuta falsa alarma te ha producido un desagradable sobresalto, pero no es motivo para que pierdas tanto el raciocinio como los nervios. Piensa también: Pero si yo me he asustado tanto, si yo he sucumbido al pánico, si yo he creído que podría morirme, imagínate el efecto potencial en mentes más débiles e inteligencias inferiores a las mías.» Se pregunta si, al fin y cabo, la ley de brujería -que debe confesar que no conoce bien- no debería seguir figurando en el código legislativo.
La médium, Estelle Roberts, lleva una media hora transmitiendo mensajes. George divisa a espectadores que se levantan en el anfiteatro. Pero ahora no compiten por un pariente perdido ni se levantan en masa para recibir al espíritu de seres queridos. Abandonan el recinto. Quizá la comparecencia de Emily Wilding Davison ha sido también para ellos la gota que desborda el vaso. Quizá sean admiradores de la vida y la obra de sir Arthur, pero se niegan a vincularse aún más con este truco de magia público. Son treinta, cuarenta, cincuenta las personas que se dirigen con determinación hacia las salidas.
– No puedo continuar, con toda esa gente que se marcha -anuncia Estelle.
Parece ofendida, pero también algo nerviosa. Retrocede unos pasos. Alguien, en algún lado, hace una señal y de pronto el gran órgano que hay detrás del escenario emite una nota estridente. ¿Pretende ahogar el ruido de los escépticos que parten o indicar que la reunión toca a su fin? Para orientarse, George mira a la mujer a su derecha. Ella frunce el ceño, afrentada por la grosería con que han interrumpido a la médium. En cuanto a ésta, tiene la cabeza gacha y se envuelve el cuerpo con los brazos para impedir toda interferencia de la frágil línea de comunicación que ha establecido con el mundo de los espíritus.