Y entonces sobreviene la última cosa que George se esperaba.
El órgano enmudece de golpe en mitad de un himno y Estelle abre los brazos, alza la cabeza, camina con paso firme hacia el micrófono y con una voz apasionada y resonante exclama:
– ¡Está aquí! -Y repite-: ¡Está aquí!
Los que salen se detienen; algunos vuelven a sus asientos. En todo caso, se han olvidado de ellos. Todas las miradas enfocan el escenario, la médium y la silla vacía con el letrero colgado. El restallido del órgano quizá haya sido una llamada de atención, un preludio de este momento culminante. La sala entera guarda silencio, observa, aguarda.
– Le he visto primero durante el silencio de dos minutos -dice la médium.
»Estaba aquí, de pie detrás de mí, pero separado de los demás espíritus.
«Después le he visto cruzar el estrado hasta el asiento vacío.
»Le he visto claramente. Llevaba traje de etiqueta.
»Tenía el mismo aspecto que los últimos años.
»No cabe duda. Estaba muy preparado para el tránsito.
En las pausas que hace entre las breves, dramáticas afirmaciones, George observa a la familia en el estrado. Todos sus miembros, excepto uno, miran a Estelle, petrificados por su anuncio. Lady Conan Doyle es la única que no se ha vuelto. George no distingue su expresión desde tan lejos, pero ella tiene las manos cruzadas sobre el regazo, los hombros rectos, el porte erguido; la cabeza alta, orgullosa, mira por encima del público hacia la lejanía.
– Es nuestro gran paladín, aquí o en el otro lado.
»Ya es perfectamente capaz de manifestarse. Su tránsito fue apacible y estaba muy preparado. No hubo dolor ni confusión para su espíritu. En el otro lado, ya está listo para empezar a trabajar por nosotros.
»La primera vez le he visto en un fogonazo, durante el silencio de dos minutos.
»Le he visto con claridad y nitidez cuando estaba transmitiendo mis mensajes.
»Ha venido, se ha puesto a mi espalda y me ha animado mientras yo hacía mi trabajo.
»He reconocido una vez más su voz clara, inconfundible. Se ha comportado como el caballero que siempre fue.
»Está con nosotros en todo momento, y la barrera entre los dos mundos es sólo transitoria.
»No hay nada que temer del tránsito, y nuestro gran campeón lo ha demostrado compareciendo aquí esta noche.
La mujer a la izquierda de George se apoya en el reposabrazos de terciopelo y susurra. «Está aquí.»
Varias personas se han levantado, como para ver mejor el escenario. Todo el mundo tiene clavada la mirada en la silla vacía, en Estelle, en la familia Doyle. George se siente atrapado de nuevo por un sentimiento colectivo que trasciende, que aplasta el silencio. Ya no le atenaza el miedo de cuando ha pensado que su padre le buscaba, ni el escepticismo de cuando ha aparecido Emily Davison. Siente, a su pesar, una especie de reverencial cautela. En definitiva, están hablando de sir Arthur, el hombre que de buen grado puso sus aptitudes de detective al servicio de George, que arriesgó su propia reputación para salvar la de George, que contribuyó a devolverle la vida que le habían arrebatado. Sir Arthur, un hombre de máxima integridad e inteligencia, creía en estos sucesos que George acaba de presenciar: sería impertinente que el salvado abjurase ahora de su salvador.
No cree que esté perdiendo la cabeza ni el sentido común. Se pregunta: «¿Y si en la reunión hubiese la mezcla de verdades y mentiras que ha detectado antes? ¿Y si algunas partes de lo presenciado fueran patrañas y otras partes auténticas? ¿Y si la teatral médium Estelle, a despecho de ella misma, trajera en verdad noticias de países lejanos? ¿Y si sir Arthur, en la forma o el lugar donde se encuentre, no tiene más remedio, a fin de establecer contacto con el mundo material, que utilizar como cauce a quienes también, parte del tiempo, son fraudulentos? ¿No sería acaso una explicación?».
– Está aquí -repite la mujer a su izquierda, con un tono normal de conversación.
Recoge sus palabras un hombre sentado doce asientos más allá. «Está aquí.» Dos palabras pronunciadas con un tono cotidiano, que se proponen llegar a unos pocos metros de distancia. Pero el aire está tan cargado en el recinto que parecen amplificarse como por arte de magia.
– Está aquí -repite alguien en el gallinero.
– Está aquí -responde una mujer en el anfiteatro.
Entonces un hombre al fondo de las butacas lanza un alarido, con el tono de un predicador evangelista:
– ¡ESTÁ AQUÍ!
Por instinto, George se agacha a recoger los prismáticos y los saca del estuche. Los aprieta contra sus gafas y trata de enfocar el estrado. El índice y el pulgar, nerviosos, giran la rosca y pasan de largo el foco en ambas direcciones; al final aterrizan en el punto medio. Examina a la médium extática, la silla vacía, la familia Doyle. Lady Conan Doyle, desde el primer anuncio de la presencia de sir Arthur, no ha cambiado de postura: la espalda recta, los hombros cuadrados, la cabeza en alto, la mirada fija y -como George advierte ahora- algo parecido a una sonrisa en la cara. La joven rubia y coqueta que conoció brevemente tiene el pelo más oscuro y un aspecto de matrona; él la ha visto siempre al lado de sir Arthur, que es donde ella afirma aún que está. Mueve los prismáticos de un lado para otro, hacia la silla, la médium, la viuda. George nota que respira rápido y bronco.
Le tocan el hombro derecho. Baja los prismáticos. La mujer mueve la cabeza y dice con voz suave:
– Así no puede verle.
No le está reprendiendo; sólo le explica cómo son las cosas.
– Sólo le verá con los ojos de la fe.
Los ojos de la fe. Los ojos de sir Arthur cuando se conocieron en el Gran Hotel de Charing Cross. Había creído en George; ¿ahora George debería creer en sir Arthur? Las palabras de su defensor: no pienso, no creo, sé. Sir Arthur emanaba una envidiable, reconfortante sensación de certeza. Sabía cosas. ¿Qué sabe él, George? ¿Sabe algo, en suma? ¿Qué cantidad de conocimiento ha adquirido en sus cincuenta y cuatro años? Sobre todo, se ha pasado la vida aprendiendo y esperando órdenes. La autoridad de los demás es importante para él; ¿tiene alguna autoridad propia? A los cincuenta y cuatro años piensa muchas cosas, cree unas cuantas, pero ¿de verdad puede afirmar que sabe?
Los gritos de los testigos de la presencia de sir Arthur han cesado ya, quizá porque no ha habido una respuesta acorde desde el escenario. ¿Cuál ha sido el mensaje de lady Conan Doyle al principio del acto? Que nuestros ojos terrenales no ven más allá de las vibraciones terrenas; que sólo los que poseen esa vista adicional, el don de Dios que llamamos clarividencia, verían a la querida figura entre nosotros. En efecto, habría sido un milagro que sir Arthur hubiera conseguido dotar de poderes clarividentes a las diversas personas que aún siguen de pie en diferentes partes de la sala.
Y ahora Estelle vuelve a hablar:
– Tengo un mensaje de Arthur para ti, querida.
Tampoco esta vez lady Conan Doyle vuelve la cabeza.
La médium, con un lento revuelo de raso negro, se desplaza hacia la izquierda, hacia la familia Doyle y la silla vacía. Al llegar junto a lady Conan Doyle, se coloca a su vera y un poco más atrás, mirando hacia el palco donde se encuentra George. A pesar de la distancia, sus palabras se oyen bien.
– Sir Arthur me ha dicho que uno de vosotros ha ido al cobertizo esta mañana.
Aguarda, y como la viuda no contesta, la incita:
– ¿Es cierto?
– Pues sí -responde lady Conan Doyle-. He sido yo.
La médium asiente y continúa:
– El mensaje es: dile a Mary…
En ese momento, otra nota estentórea brota del órgano. La médium se inclina para acercarse más y sigue hablando al socaire del ruido. Lady Conan Doyle asiente a intervalos. Después vuelve la mirada hacia la figura corpulenta, vestida de etiqueta, del hijo que está a su izquierda, como si le interrogara. Él, a su vez, mira a Estelle, que ahora dirige la palabra a los dos. El otro hijo se levanta entonces y se une al grupo. El órgano resuena sin cesar.