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Shapurji reza para que Dios le ilumine. También reza para pedir paciencia, por su familia y -con un sentido del deber ligeramente reacio- por quien redacta las cartas.

George sale hacia la universidad antes de la primera entrega del correo, pero al volver suele detectar si ha llegado una carta anónima ese día. Su madre muestra una alegría falsa y pasa de un tema de conversación a otro, como si el silencio, igual que la gravedad, pudiese aplastarlos a todos contra el barro y la mugre del suelo. Su padre, menos dotado para el disimulo social, adopta una actitud retraída y ocupa la cabecera de la mesa como convertido en una estatua de granito. La distinta reacción del padre y de la madre crispa los nervios del uno y de la otra; George trata de encontrar un término medio hablando más que su padre pero menos que su madre. Entretanto, los únicos, aunque transitorios, beneficiarios de la campaña de cartas son Horace y Maud, que parlotean descontrolados.

Después de la llave y la lechera, otros objetos aparecen en la vicaría. Un cucharón de peltre en un alféizar; un conejo muerto clavado en la hierba por un bieldo; tres huevos rotos en el escalón de la entrada. Todas las mañanas, George y su padre exploran el terreno antes de permitir que la madre y los dos hijos pequeños salgan fuera. Un día encuentran veinte monedas de penique y de medio penique depositadas a intervalos en el césped; el vicario decide considerarlas un donativo a la Iglesia. También hay pájaros muertos, la mayoría estrangulados; y un día, en un lugar muy visible hay excrementos. Alguna que otra vez, a la luz del alba, George percibe algo que es menos que una presencia, un posible observador; es más una ausencia próxima, la sensación de que alguien acaba de marcharse. Pero nunca capturan a nadie y ni siquiera lo detectan.

Y entonces empiezan las bromas. Un domingo, a la salida de la iglesia, el señor Beckworth, de la granja Hangover, estrecha la mano del vicario y luego le guiña un ojo y murmura: «Veo que emprende un nuevo negocio». Como Shapurji le mira perplejo, el otro le entrega un recorte del Cannock Chase Courier. Es un anuncio dentro de un recuadro festoneado:

Jóvenes solteras

de buenos modales y bien educadas

disponibles para el matrimonio

con caballeros de medios y carácter

Presentaciones: dirigirse al reverendo

S. Edalji, vicaría de Great Wyrley.

Se cobran honorarios.

El vicario visita las oficinas del periódico y le dicen que hay otros tres anuncios de esta guisa encargados. Pero nadie ha visto al anunciante: el encargo llegó por carta, con un giro postal adjunto. El director comercial es comprensivo y naturalmente se ofrece a suspender los anuncios que faltan. Si el culpable intenta protestar o reclamar su dinero, avisarán a la policía, por supuesto. Pero no, no cree que a la redacción le interese la historia. No pretenden ofender al clero, pero un periódico tiene que velar por su reputación, y contar al público que le han engañado podría socavar el crédito de otras crónicas.

Cuando Shapurji vuelve a la vicaría, le está esperando un joven coadjutor pelirrojo de Norfolk que a duras penas contiene su furia cristiana. Arde en deseos de conocer por qué su colega al servicio de Cristo le ha pedido que recorra todo el trayecto hasta Staffordshire por una cuestión de urgencia espiritual que acaso requiera practicar un exorcismo y de la cual la mujer del vicario parece no saber nada. Aquí tiene su carta, aquí está su firma. Shapurji se explica y se disculpa. El coadjutor pide que se le paguen los gastos.

A continuación, la criada para todo es convocada en Wolver-hampton para que identifique el cuerpo de su hermana inexistente, que se supone que yace en una taberna. La vicaría recibe muchas mercancías que tienen que devolver: cincuenta servilletas de lino, doce perales jóvenes, un solomillo de buey, seis cajas de champán, quince galones de pintura negra. Aparecen anuncios en la prensa que ofrecen la vicaría en alquiler a un precio tan bajo que abundan los interesados. Se ofrecen servicios de estabulación; asimismo, estiércol de caballo. Se envían cartas que en nombre de la vicaría contratan a detectives privados.

Al cabo de meses de persecución, Shapurji decide pasar a la ofensiva. Prepara su propio anuncio, en el que esboza los sucesos recientes y describe las cartas anónimas, su letra y su contenido; especifica las fechas y los lugares en que han sido franqueadas. Pide a los periódicos que rechacen los encargos a su nombre, a los lectores que le informen de las sospechas que alberguen y a los culpables que hagan un examen de conciencia.

Dos tardes después aparece en el peldaño de la cocina una sopera rota que contiene un mirlo muerto. Al día siguiente llega un alguacil a embargar bienes para saldar una deuda imaginaria.

Más tarde se presenta un sastre de Stafford a tomar las medidas de Maud para un vestido de boda. Cuando Maud comparece en silencio ante él, el hombre pregunta educadamente si la pequeña va a ser la novia niña de alguna ceremonia hindú. En mitad de esta escena, llegan cinco impermeables de hule para George.

Y una semana después, tres periódicos publican una respuesta al llamamiento del vicario. Viene rodeada de una orla negra y se titula DISCULPA. Dice así:

Los abajo firmantes, residentes en la parroquia de Great Wyrley, por la presente declaramos ser los autores y redactores únicos de determinadas cartas anónimas y vejatorias recibidas por diversas personas durante los últimos doce meses. Lamentamos lo dicho y también las palabras proferidas contra el señor Upton, sargento de policía de Cannock, y contra Elizabeth Foster.

Como se nos pidió, hemos hecho examen de conciencia y pedimos perdón a todos los afectados y asimismo a las autoridades tanto espirituales como judiciales. Firmado, G. E. T. Edalji y Fredk. Brookes.

Arthur

Arthur creía en el examen: del ojo glauco de una ballena moribunda, del contenido de la molleja de un pájaro abatido a balazos, de la relajación facial de un cadáver que nunca llegaría a ser su cuñado. Dicho examen debía realizarse sin prejuicios: era una necesidad práctica para un médico y un imperativo moral para un ser humano.

Le gustaba contar cómo le habían inculcado la importancia de un examen meticuloso en el hospital de Edimburgo. Un cirujano de allí, Joseph Bell, se había prendado de aquel joven corpulento y entusiasta y le había hecho su ayudante con pacientes externos. El cometido de Arthur consistía en reunir a los pacientes, tomar notas preliminares y conducirlos a la consulta de Bell, donde el médico estaba sentado entre sus ayudantes. Bell recibía a cada paciente y por medio de un silencioso pero intenso escrutinio procuraba adivinar todo lo posible acerca de su vida y sus tendencias. Declaraba que este hombre era barnizador de oficio y aquel otro un zapatero zurdo, para asombro de los presentes, y no digamos del propio paciente. Arthur recordaba el diálogo siguiente:

– Bueno, amigo mío, usted sirvió en el ejército.

– Sí, señor.

– ¿Licenciado hace poco?

– Sí, señor.

– ¿Un regimiento de las Highlands?

– Sí, señor.

– ¿Destinado en Barbados?

– Sí, señor.

Era una artimaña, pero auténtica; misteriosa al principio, sencilla una vez explicada.