Necesitaba, en consecuencia, un protagonista de quien se pudiese esperar que tuviese aventuras asiduas y variadas. Estaba claro que la mayoría de las profesiones no servían. Al darle vueltas al asunto en Devonshire Place, empezó a preguntarse si no habría ya inventado al candidato idóneo. En un par de sus novelas de menos éxito aparecía un detective asesor estrechamente basado en Joseph Bell, el médico del hospital de Edimburgo: una observación intensa, seguida de una deducción rigurosa, era la clave de un diagnóstico tanto criminal como médico. El nombre original de aquel detective era Sheridan Hope. Pero no le satisfacía, y primero lo había cambiado por Sherringford Holmes y luego -lo cual, visto después, parecía inevitable- por Sherlock Holmes.
George
Las cartas y patrañas continúan; la súplica de Shapurji al malhechor de que examine su conciencia parece haber obrado como una provocación más. Los periódicos anuncian que la vicaría es ahora una pensión que ofrece precios irrisorios; que es un matadero; que envía muestras gratuitas de corsetería a quienes las soliciten. Parece ser que George se ha establecido como oculista; también ofrece asesoramiento jurídico gratuito y está cualificado para despachar billetes y hospedaje a viajeros con rumbo a la India y al Lejano Oriente. Les envían carbón suficiente para abastecer a un acorazado; llegan enciclopedias, junto con gansos vivos.
Es imposible seguir en este estado de nervios, y al cabo de un tiempo la familia casi convierte este acoso en una rutina. Con las primeras luces exploran los terrenos de la vicaría; las mercancías se rechazan en la cancela o se devuelven; se dan explicaciones sobre servicios esotéricos a clientes decepcionados. Hasta Charlotte se vuelve hábil en aplacar a clérigos convocados desde condados lejanos por urgentes peticiones de ayuda.
George ha abandonado el Mason College y trabaja de pasante en un bufete de Birmingham. Todas las mañanas, cuando sube al tren, se siente culpable por abandonar a su familia, pero las noches no deparan un alivio, sino que son sólo otra forma de inquietud. Además, su padre ha optado por reaccionar a la crisis de un modo que a George le parece singular: le da breves disertaciones sobre que los británicos siempre han favorecido mucho a los parsis. George aprende así que el primerísimo viajero indio a Gran Bretaña fue un parsi, al igual que el primer indio que estudió en Oxford y, más tarde, la primera estudiante; parsi fue el primer indio recibido en la corte, así como, más adelante, la primera mujer india. El primer indio funcionario de la administración india fue un parsi. Shapurji le habla a George de médicos y abogados formados en el país; de la caridad parsi durante la hambruna irlandesa y más adelante para con el sufrimiento de los obreros de Lancashire. Hasta le habla del primer equipo indio de criquet que realizó una gira por Inglaterra: todos ellos eran parsis. Pero a George no le interesa nada el criquet y juzga la estratagema de su padre más desesperada que eficaz. Cuando instan a la familia a brindar por la elección de un segundo diputado parsi en el Parlamento, Muncherji Bhownagree, por el distrito electoral del noreste de Bethnal Green, George siente crecer en su interior un vergonzoso sarcasmo. ¿Por qué no escribir al nuevo diputado para proponerle que contribuya a impedir la llegada de carbón, enciclopedias y gansos vivos?
A Shapurji le preocupan más las cartas que las mercancías. Cada vez parece más obvio que son obra de un maniático religioso. Las firman Dios, Belcebú, el diablo; el redactor asegura que sufre condena eterna en el infierno o que desea sinceramente ese destino. Cuando esta manía empieza a mostrar una intención violenta, el vicario teme por su familia. «Juro por Dios que asesinaré pronto a George Edalji.» «Que el Señor me envíe una muerte fulminante si no se producen caos y derramamiento de sangre.» «Bajaré al infierno escupiendo maldiciones contra todos vosotros y os recibiré allí en el tiempo de Dios.» «Se está terminando vuestro tiempo en esta tierra y soy el instrumento elegido por Dios para la tarea.»
Al cabo de más de dos años de persecución, Shapurji decide recurrir de nuevo al jefe de la policía. Le escribe una relación de los hechos, adjunta muestras de la correspondencia, señala con respeto que se está expresando ya un claro propósito de asesinato y solicita que la policía proteja a una familia inocente así amenazada. La respuesta del capitán Anson hace caso omiso de esta petición. Escribe, por el contrario:
No digo que conozca el nombre del culpable, aunque tengo mis particulares sospechas. Prefiero reservármelas hasta que pueda demostrarlas, y confío en obtener una pena de trabajos forzados para el delincuente; aunque la persona que escribe las cartas ha extremado el cuidado, según parece, para evitar, en la medida de lo posible, cualquier cosa que constituya un delito grave, se ha propasado en dos o tres ocasiones hasta el punto de hacerse acreedor al más serio castigo. No tengo la menor duda de que el culpable será descubierto.
Shapurji entrega la carta a su hijo y le pide su opinión.
– Por un lado -dice George-, el jefe de la policía sostiene que el bromista está utilizando con destreza su conocimiento de la ley para evitar cometer un delito real. Por otro lado, parece pensar que ya se han cometido claras infracciones dignas de penas de cárcel. En cuyo caso, el culpable no es, al fin y al cabo, un individuo inteligente. -Hace una pausa y mira a su padre-. Se refiere a mí, por supuesto. Cree que cogí la llave y ahora cree que yo escribí las cartas. Sabe que estoy estudiando Derecho; la referencia es clara. Para ser sincero, creo, padre, que el jefe de la policía podría ser una amenaza más seria para mí que el bromista.
Shapurji no está tan seguro. Uno amenaza con una pena de cárcel y el otro amenaza con la muerte. Le resulta difícil expulsar de sus pensamientos la amargura contra el jefe de la policía. Sigue sin enseñar a George las cartas más mezquinas. ¿En verdad creerá Anson que las escribió George? De ser así, le gustaría que le dijeran en qué radica el delito si uno escribe una carta anónima a sí mismo amenazando con asesinarse. Se preocupa noche y día por su primogénito. Duerme mal y muchas veces se levanta de la cama para comprobar de modo urgente e innecesario que la puerta está cerrada con llave.
En diciembre de 1895, un periódico de Blackpool publica un anuncio que ofrece todo el contenido de la vicaría para su venta en subasta pública. No habrá un precio de salida para ningún artículo porque el vicario y su esposa están ansiosos de deshacerse de todo antes de su partida inminente a Bombay.
Blackpool está, como mínimo, a ciento cincuenta kilómetros en línea recta. Shapurji tiene una visión de que el hostigamiento se amplía a todo el país. Blackpool podría ser sólo el comienzo: a continuación vendrán Edimburgo, Newcastle, Londres. Seguidos por París, Moscú, Tombuctú, ¿por qué no?
Y entonces, tan de repente como empezó, el acoso cesa. No hay más cartas ni mercancías indeseadas ni anuncios mendaces ni hermanos en Cristo enfurecidos en el umbral. Durante un día, luego una semana, después un mes, después dos. Cesa. Ha cesado.
II Comienzo con un final
George
El mes en que cesan las persecuciones se cumple el vigésimo aniversario del nombramiento de Shapurji Edalji como vicario de Great Wyrley; le sigue la vigésima -no, la vigésima primera- Navidad celebrada en la vicaría. A Maud le regalan un marcador de libros de tela de tapicería, a Horace su propio ejemplar de la obra de su padre Lecciones sobre la Epístola de San Pablo a los Gálatas, a George un grabado sepia de La luz del mundo, de Holman Hunt, con la sugerencia de que podría colgarla en la pared de su despacho. George da las gracias a sus padres, pero se imagina bien lo que pensarían los socios titulares del bufete: que un pasante con sólo dos años de antigüedad, a quien le encomiendan poco más que pasar textos a limpio, apenas tiene derecho a tomar decisiones sobre el mobiliario; además, que los clientes acuden a un abogado en busca de un tipo de consejo específico, y que quizá les distraiga el otro género de anuncio que hace Hunt.