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A medida que transcurren los primeros meses del nuevo año, descorren las cortinas todas las mañanas con la creciente certeza de que sobre el césped sólo habrá el rocío reluciente de Dios; y la llegada del cartero ya no causa alarma. El vicario empieza a repetir que los han sometido a una prueba de fuego y que la fe que tienen en Dios los ha ayudado a sobrellevarla. A Maud, frágil y piadosa, la han mantenido en la mayor ignorancia posible; Horace, a sus dieciséis años, un chico robusto y franco, sabe algo más y le confesará en privado a George que, a su entender, el antiguo método del ojo por ojo es un sistema de justicia inmejorable, y que si alguna vez pilla a alguien lanzando mirlos muertos por encima de la tapia, él mismo le retorcerá el pescuezo.

George no tiene despacho propio en Sangster, Vickery y Speight, como creen sus padres. Tiene un taburete y una mesa alta en un rincón sin alfombrar donde el ingreso de los rayos de sol depende de la buena voluntad de un tragaluz alejado. Todavía no posee una leontina, y mucho menos una colección de libros de leyes. Pero tiene un sombrero correcto, un bombín de tres chelines y seis peniques comprado en Fenton, en Grange Street. Y aunque su cama sigue estando a sólo tres metros de la de su padre, siente que le bullen dentro los albores de una vida independiente. Incluso ha conocido a otros dos pasantes de bufetes vecinos. Greenway y Stentson, que son un poco mayores, le llevaron a la hora del almuerzo a una taberna donde simuló brevemente que le gustaba la horrible cerveza amarga que le dieron.

Durante el curso en el Mason College, prestó poca atención a la gran ciudad donde se encontraba. La sentía sólo como una barricada de ruido y bullicio que se interponía entre la estación de tren y sus libros; en verdad, le asustaba. Pero ya empieza a sentirse más a gusto allí, Birmingham le inspira más curiosidad. Si su vigor y energía no le aplastan, quizá algún día llegue a formar parte de la ciudad.

Comienza a leer cosas sobre ella. Al principio le parecen bastante pesados los textos sobre cuchilleros, herreros y manufactura del metal; acto seguido vienen la guerra civil y la peste, la máquina de vapor y la sociedad lunar, los disturbios de la Iglesia y el rey, los levantamientos de los partidarios de la Carta. Pero más adelante, hará poco más de un decenio, Birmingham empieza a cobrar una moderna vida municipal y de repente George piensa que está leyendo sobre cosas reales e importantes. Le atormenta percatarse de que podría haber presenciado uno de los momentos magnos de la ciudad: el día de 1887 en que Su Majestad puso la piedra fundacional de los tribunales de justicia Victoria. Y después consolidó la urbe una gran oleada de edificios e instituciones nuevos: el hospital general, la Cámara de Arbitraje, el mercado de la carne. En la actualidad están recaudando dinero para crear una universidad; existe el proyecto de construir un nuevo salón comunal de debate y se habla en serio de que Birmingham podría ser la sede de un obispado independiente del de Worcester.

El día de la visita de la reina Victoria, medio millón de personas acudió a recibirla, y a pesar de esta vasta muchedumbre no hubo disturbios ni heridos. George está impresionado, pero a la vez no se sorprende. La opinión general es que las ciudades son violentas, lugares multitudinarios, y el campo, en cambio, tranquilo y apacible. Su propia experiencia le dice lo contrario: el campo es turbulento y primitivo y la ciudad es donde la vida se torna ordenada y moderna. Por descontado, en Birmingham hay delitos, vicios y discordias -si no, los abogados se ganarían peor el sustento-, pero George considera que la conducta humana es allí más racional y más obediente de la ley: más civilizada.

A George le parece que hay algo serio y consolador en su traslado diario a la ciudad. Hay un trayecto, hay un destino: es como le han enseñado a entender la vida. En casa, el destino es el reino de los cielos; en el bufete, el destino es la justicia, es decir, un desenlace favorable para tu cliente, pero en ambos viajes abundan las bifurcaciones y las celadas tendidas por los adversarios. El ferrocarril sugiere cómo tiene que ser, cómo podría ser: un recorrido sin percances hasta una terminal sobre raíles espaciados a distancias regulares y con arreglo a un horario convenido, y pasajeros divididos entre vagones de primera, segunda y tercera clase.

Por eso quizá George se enfurece en silencio cuando alguien pretende perjudicar al ferrocarril. Hay jóvenes -hombres, tal vez- que cortan con cuchillos y navajas las correas de cuero de las ventanillas, que insensatamente destrozan los cuadros encima de los asientos, que zascandilean en puentes peatonales y tratan de lanzar ladrillos dentro de la chimenea de la locomotora. A George le resulta incomprensible todo esto. Puede parecer un juego inofensivo colocar un penique encima del raíl para que las ruedas de un expreso lo aplasten y le dupliquen el diámetro, pero para él es una pendiente resbaladiza que conduce a un descarrilamiento.

El código penal contempla naturalmente estas acciones. George está cada vez más preocupado por la relación civil entre los pasajeros y la compañía ferroviaria. Un viajero compra un billete y a partir de ese momento existe un contrato. Pero pregúntale a ese pasajero qué tipo de contrato ha suscrito, qué obligaciones tienen ambas partes, qué derecho a reclamaciones podría alegar contra la compañía ferroviaria en caso de retraso, avería o accidente, y no recibirás respuesta. Puede que no sea culpa del pasajero: el billete hace referencia a un contrato, pero sus cláusulas detalladas sólo están expuestas en determinadas estaciones de líneas principales y en las oficinas de la compañía ferroviaria, ¿y qué viajero atareado tiene tiempo de desviarse para examinarlas? Aun así, a George le maravilla que los británicos, que dieron los ferrocarriles al mundo, los traten más como meros medios de cómodo transporte eficaz que como una intrincada red de múltiples derechos y responsabilidades.

Decide nombrar a Horace y a Maud los típicos viajeros del ómnibus Clapham; o, más bien, en el caso presente, los típicos pasajeros del tren de Walsall, Cannock y Rugeley. Le dejan utilizar la escuela como sala de juicio. Sienta a su hermano y a su hermana ante unos pupitres y les expone un caso que se ha producido hace poco en las actas de procesos extranjeros.

– Érase una vez -empieza, deambulando de un lado para otro, como si fuera necesario para el cuento-, un francés muy gordo que se llamaba Payelle y que pesaba ciento cincuenta y ocho kilos.

Horace se echa a reír. George frunce el ceño y se agarra las solapas como un abogado.

– Nada de risas en un juicio -insiste y continúa-. Monsieur Payelle compró un billete de tercera clase en un tren francés.

– ¿Adonde iba? -pregunta Maud.

– Eso no importa.

– ¿Por qué era tan gordo? -pregunta Horace.

Este jurado ad hoc parece creer que puede hacer preguntas cuando le apetece.

– No lo sé. Debía de ser incluso más glotón que tú. De hecho era tan glotón que cuando llegó el tren descubrió que no pasaba por la puerta de un vagón de tercera. -A Horace esta idea le produce una risita subrepticia-. Entonces intentó pasar por la puerta de uno de segunda, pero también estaba demasiado gordo. A continuación probó con un vagón de primera…