– ¡Y también estaba demasiado gordo! -grita Horace, como si fuese la conclusión de un chiste.
– No, miembros del jurado, descubrió que aquella puerta era lo bastante ancha. Así que se sentó y el tren arrancó… hacia donde fuera. Un rato después llegó el revisor, examinó el billete y reclamó la diferencia entre el precio de un vagón de tercera y el de uno de primera. Monsieur Payelle se negó a pagar. La compañía ferroviaria le demandó. ¿Veis el problema?
– El problema es que estaba gordísimo -dice Horace, y suelta otra risita.
– Al pobre no le llegaba el dinero para pagar -dice Maud.
– No, ése no era el problema. Tenía dinero para pagar, pero se negaba. Os explico. El abogado de Payelle arguyó que había cumplido los requisitos jurídicos comprando un billete, y que era culpa de la compañía si las puertas del tren, excepto las de los vagones de primera, eran demasiado estrechas para que él pasara. La compañía ferroviaria alegó que si estaba tan gordo que no entraba en una clase de compartimento, tenía que comprar un billete para la clase en la que sí entraba. ¿Qué os parece?
Horace es muy firme.
– Si entra en un vagón de primera tiene que pagar lo que cuesta. Es razonable. No debería haber comido tantos pasteles. No es culpa de la compañía que esté demasiado gordo.
Maud tiende a tomar partido por el desamparado y decide que un francés obeso pertenece a esta categoría.
– No es culpa suya estar gordo -comienza-. Puede que sea una enfermedad. O que haya perdido a su madre y esté tan triste que coma demasiado. O… cualquier cosa. No es lo mismo que si hiciera levantarse a otro pasajero y le obligara a marcharse a un vagón de tercera.
– Al tribunal no le dijeron los motivos de su gordura.
– Entonces la ley es un asno -dice Horace, que ha aprendido la expresión hace poco.
– ¿Lo ha hecho alguna otra vez? -pregunta Maud.
– Una excelente pregunta -dice George, asintiendo como un juez-. Alude a la intención. O bien sabía por experiencia previa que era demasiado gordo para entrar en un vagón de tercera y compró un billete a pesar de saberlo, o lo compró creyendo sinceramente que podría pasar por la puerta.
– ¿Cuál de las dos? -pregunta Horace, impaciente.
– No lo sé. El acta no lo dice.
– Entonces, ¿cuál es la respuesta?
– Pues la respuesta aquí es un jurado dividido; uno en cada bando. Tendréis que dirimirlo entre vosotros.
– Yo no voy a dirimir con Maud -dice Horace-. Es una chica. ¿Cuál es la respuesta correcta?
– Oh, el tribunal correccional de Lille falló a favor de la compañía ferroviaria. Payelle tuvo que abonar la diferencia de precio.
– ¡He ganado! -grita Horace-. Maud estaba equivocada.
– Nadie se ha equivocado -contesta George-. Cualquiera de las partes podría haber ganado el caso. Para empezar, por eso los pleitos van a los tribunales.
– Pero yo he ganado -dice Horace.
George está complacido. Ha despertado el interés de su jurado juvenil, y en tardes de sábado sucesivas les expone nuevos casos y problemas. ¿Tienen derecho los pasajeros de un vagón a mantener cerrada la puerta para impedir que entren los que aguardan en el andén? ¿Hay alguna diferencia jurídica entre encontrar un monedero en el asiento y encontrar una moneda suelta debajo del almohadón? ¿Qué debería ocurrir si el último tren que coges para volver a casa no se detiene en la estación y no te queda más remedio que caminar bajo la lluvia los ocho kilómetros de regreso?
Cuando nota que la atención de los jurados disminuye, George les divierte con hechos interesantes y casos extraños. Les habla, por ejemplo, de los perros en Bélgica. La normativa en Inglaterra estipula que a los perros hay que ponerles un bozal y meterlos en el furgón, mientras que en Bélgica un perro, siempre que tenga billete, puede tener categoría de pasajero. Cita el caso de un cazador que llevaba en un tren a su perro de caza y presentó una demanda cuando expulsaron al animal del asiento contiguo para que lo ocupara un ser humano. La justicia -para júbilo de Horace y decepción de Maud- falló a favor del demandante, sentencia que significaba que en lo sucesivo, si cinco hombres y sus cinco perros ocupaban en Bélgica un compartimento de diez asientos y los diez tenían su correspondiente billete, a efectos legales ese vagón estaría lleno.
A Horace y a Maud les sorprende George. En el aula está investido de una autoridad nueva, pero también de una especie de ligereza, como si estuviese a punto de contar un chiste, algo que hasta ahora, que ellos sepan, nunca ha hecho. A George, a su vez, le sirven como jurado. Horace llega enseguida a posiciones rotundas -por lo general en favor de la compañía ferroviaria- de las que no se mueve un ápice. Maud tarda más en formarse una opinión, hace las preguntas más pertinentes y simpatiza con cualquier contratiempo que pueda acontecerle a un pasajero. Aunque sus hermanos apenas son una muestra representativa del público viajero, George piensa que son típicos en su ignorancia casi absoluta de sus derechos.
Arthur
Había actualizado el mundo detectivesco. Se había desembarazado de los representantes de la vieja escuela, aquellos mortales ordinarios que cosechaban aplausos por descifrar pruebas palpables colocadas justo delante de su camino. Arthur los había suplantado por una figura fría y calculadora que veía una pista de un asesinato en una madeja de estambre y una determinada prueba en un platillo de leche.
Holmes proporcionó a Arthur una súbita fama y dinero: esto último no se lo hubiese dado la capitanía del equipo de Inglaterra. Compró en South Norwood una casa de tamaño aceptable cuyo amplio jardín tapiado tenía espacio para una pista de tenis. Puso el busto de su abuelo en el recibidor y alojó sus trofeos del Ártico encima de una librería. Encontró un despacho para Wood, que parecía haber cobrado apego a su condición de empleado fijo. Lottie había regresado de trabajar de institutriz en Portugal y Connie, a pesar de ser la hermana decorativa, demostró que era inestimable como mecanógrafa. Arthur había adquirido una máquina en Southsea pero nunca había conseguido manipularla con provecho. Era más hábil con el tándem en el que pedaleaba con Touie. Cuando ella volvió a quedarse embarazada, Arthur lo cambió por un triciclo conducido sólo por tracción masculina. Las tardes de buen tiempo proyectaba excursiones de cincuenta kilómetros por las colinas de Surrey.
Se acostumbró al éxito, a que le reconocieran y le inspeccionasen; también a los diversos placeres y molestias de las entrevistas de prensa.
– Dice que eres un hombre feliz, cordial y hogareño. -Touie sonrió y volvió a mirar la revista-. Alto, de hombros anchos y con un apretón de manos efusivo que, en la sinceridad de su bienvenida, hace daño.
– ¿Quién dice eso?
– El Strand Magazine.
– Ah. Un tal How, recuerdo. Sospeché al conocerlo que no era un deportista. Una mano de caniche. ¿Qué dice de ti, querida?
– Dice… Oh, no puedo leerlo.
– Insisto. Ya sabes que me encanta que te ruborices.
– Dice… que soy «un verdadero encanto». -Y en ese momento se sonrojó y se apresuró a cambiar de tema-. How dice que «el doctor Doyle siempre concibe primero el desenlace de la historia y que la escribe pensando en ese final». No me lo habías dicho, Arthur.
– ¿No? Quizá porque es más simple que respirar. ¿Cómo va a tener sentido el principio si no conoces el final? Si lo piensas, es totalmente lógico. ¿Qué más dice nuestro amigo?
– Que las ideas te vienen en cualquier momento; cuando das un paseo, vas en triciclo, juegas al criquet o al tenis. ¿Es así, Arthur? ¿Eso explica tus lapsos de distracción en la pista?