Está empezando a pensar menos como un pueblerino, con un abono de temporada para el ferrocarril, y más como un ciudadano en ciernes de Birmingham. Como un signo de su nueva condición, resuelve dejarse bigote. Tarda más en crecer de lo que pensaba, lo cual permite a Greenway y Stentson preguntar varias veces si le gustaría que juntasen dinero para comprarle entre los dos una botella de un tónico capilar. Cuando el bigote le cubre por fin toda la anchura del labio superior, empiezan a llamarle Manchú.
Al cansarse de este juego inventan otro.
– Oye, Stentson, ¿sabes a quién me recuerda George?
– Dame una pista.
– Bueno, ¿a qué escuela fue?
– George, ¿a qué escuela fuiste?
– Lo sabes muy bien, Stentson. -Dímelo, de todos modos, George.
George alza la cabeza de la ley de traspaso de tierras de 1897 y sus consecuencias para los legados de bienes raíces.
– A la de Rugeley.
– Piénsalo, Stentson.
– Rugeley. Empiezo a ver algo. Espera un poco…, podría ser William Palmer…
– ¡El envenenador de Rugeley! Exacto.
– ¿A qué escuela fue él, George?
– Lo sabéis muy bien, amigos.
– ¿Daban allí lecciones de envenenamiento a todo el mundo? ¿O sólo a los chicos listos?
Palmer había matado a su mujer y a su hermano después de hacerles un seguro de vida por una suma cuantiosa; más tarde, a un corredor de apuestas con quien tenía una deuda. Es posible que hubiera otras víctimas, pero la policía se conformó con exhumar sólo a los parientes más cercanos. Las pruebas bastaron para garantizar al envenenador una ejecución pública ante una multitud de cincuenta mil personas.
– ¿Tenía un bigote como el de George?
– Igual que el de George.
– No sabes nada de él, Greenway.
– Sé que fue a tu misma escuela. ¿Estaba en el cuadro de alumnos distinguidos? ¿De los que sacaban mejores notas?
George finge que se tapa los oídos con los pulgares.
– En realidad, Stentson, lo curioso del envenenador es que era inteligentísimo. La acusación fue totalmente incapaz de establecer qué clase de veneno había utilizado.
– Inteligentísimo. ¿Crees que el tal Palmer era un caballero oriental?
– Podría haber sido de Bechuanaland. Sólo por el apellido no siempre se sabe, ¿verdad, George?
– ¿Y oíste decir que Rugeley envió después a una delegación a lord Palmerston, en Downing Street? Querían cambiar el nombre de la ciudad por la deshonra que les había reportado el asesino. El primer ministro reflexionó un momento sobre la petición y respondió: «¿Y qué nombre proponen: Palmerstown?».
Hay un silencio.
– No te sigo.
– No, no Palmerston. Pal-mers-town [5].
– ¡Ah! Muy divertido, Greenway.
– Hasta nuestro amigo Manchú se está riendo. Por debajo del bigote.
Por una vez, George se ha hartado.
– Arremángate la camisa, Greenway.
Este esboza una sonrisita.
– ¿Para qué? ¿Me vas a hacer una quemadura?
– Arremángate la camisa.
A continuación George también se remanga y pone el antebrazo junto al de Greenway, que acaba de volver de quince días tomando el sol en Aberystwyth. La piel de los dos es del mismo color. Greenway no se inmuta y aguarda a que George haga un comentario, pero éste piensa que ya ha dicho bastante y empieza a abrocharse de nuevo el gemelo.
– ¿A qué venía esto? -pregunta Stentson.
– Creo que George intenta demostrar que yo también soy un envenenador.
Arthur
Habían llevado a Connie de viaje por Europa. Era una chica fornida, la única mujer en la travesía de Noruega que resistió al mareo. Tal inmunidad irritó a otras viajeras mareadas. Quizá también les crispase su belleza maciza: Jerome dijo que Connie podría haber posado para Brunilda. Durante aquella gira Arthur descubrió que su hermana, con su ligero paso de baile y su pelo castaño, que le caía por la espalda como la soga de un buque de guerra, atraía a los hombres más inconvenientes: calaveras, tahúres, divorciados untuosos. Arthur se había visto obligado a dar un serio aviso a algunos de ellos.
Al volver a casa pareció que por fin Connie miraba con buenos ojos a un hombre presentable: Ernest William Hornung, de veintiséis años, alto, atildado, asmático, un defensa de criquet decente y lanzador ocasional de bolas con efecto; tenía buenos modales, aunque era propenso a hablar por los codos si le animaban una pizca. Arthur reconoció que le costaría aprobar a alguien que se encariñase de Lottie o Connie, pero en todo caso era su deber como cabeza de familia interrogar a fondo a su hermana.
– Hornung. ¿Qué es, el tal Hornung? Suena mitad mongol, mitad eslavo. ¿No podrías encontrar a alguien cien por cien inglés?
– Nació en Middlesbrough, Arthur. Su padre es abogado. Estudió en Uppingham.
– Tiene algo raro. Lo olfateo.
– Vivió en Australia tres años. Debido a su asma. Quizá lo que hueles sean los gomeros.
Arthur reprimió la risa. Connie era la hermana que más se le enfrentaba; quería más a Lottie, pero a Connie le gustaba desafiarle y sorprenderle. Gracias a Dios que ella no se había casado con Waller. Y lo mismo cabía decir, con mayor motivo, de Lottie.
– ¿Y qué hace en la vida, ese oriundo de Middlesbrough?
– Es escritor. Como tú, Arthur.
– No he oído hablar de él.
– Ha escrito una docena de novelas.
– ¡Una docena! Pero si es sólo un crío.
Un crío diligente, con todo.
– Puedo prestarte una, si quieres juzgarle por eso. Tengo Bajo dos cielos y El jefe de Taroomba. Muchas transcurren en Australia, y me parecen muy logradas.
– ¿De veras, Connie?
– Pero como comprende que es difícil ganarse la vida escribiendo novelas, trabaja también de periodista.
– Bueno, tiene un nombre pegadizo -gruñó Arthur.
Dio permiso a Connie para llevar a su amigo a la casa. De momento, Arthur le concedería el beneficio de la duda no leyendo ninguno de sus libros.
La primavera llegó temprano aquel año y la pista de tenis estuvo señalizada para finales de abril. Desde su estudio Arthur oía el golpe de la raqueta contra la pelota, y el conocido e irritante grito femenino al fallar un golpe fácil. Después salía al exterior y veía a Connie luciendo una falda con vuelo y a Willie Hornung con un sombrero de paja y un pantalón con pinzas de franela blanca. Se fijó en que Hornung no regalaba a Connie ningún punto fácil, pero al mismo tiempo se abstenía de emplear en el juego toda su fuerza. Lo aprobó: así tenía un hombre que jugar al tenis con una chica.