Выбрать главу

En casa descubrió mandamientos complementarios de los diez que había aprendido en la iglesia. Uno era: «Intrépido con los fuertes; humilde con los débiles», y otro: «Ser caballeroso con las mujeres, sean de alcurnia o de casta baja». Los consideraba más importantes, porque procedían directamente de su madre; además, exigían aplicación práctica. Arthur no miraba más allá de las circunstancias inmediatas. El piso era pequeño, el dinero escaso, su madre estaba sobrecargada de trabajo, su padre era imprevisible. Había hecho una precoz promesa infantil y sabía que las promesas siempre había que cumplirlas: «Mamá, cuando seas vieja tendrás un vestido de terciopelo y gafas doradas y te sentarás cómodamente junto al fuego». Arthur veía el principio de la historia -donde él se encontraba- y el final feliz; de momento, sólo le faltaba el medio.

Buscó pistas en su autor favorito, el capitán Mayne Reid, Las buscó en Los fusileros o aventuras de un oficial en el sur de México. Leyó Los jóvenes viajeros y La estela de la guerra y El jinete decapitado. Búfalos y pieles rojas se mezclaban en su cabeza con caballeros en cota de malla y los soldados de infantería de la brigada de Pack. De todos los relatos de Mayne Reid, su preferido era Los cazadores de cabelleras o aventuras románticas en el sur de México. Aún ignoraba cómo se obtenían las gafas doradas y el vestido de terciopelo, pero sospechaba que quizá implicasen un viaje peligroso a México.

George

Su madre le lleva una vez por semana a visitar al tío abuelo Compson. No vive lejos, detrás de un bordillo bajo de granito que a George no le permiten cruzar. Todas las semanas cambian el jarrón de flores. Great Wyrley fue la vicaría del tío Compson durante veintiséis años; ahora su alma está en el cielo y sus restos mortales en el camposanto. Su madre se lo explica mientras saca los tallos marchitos, tira el agua maloliente y pone flores frescas y tersas. A veces le permite a George ayudarla a verter el agua limpia. Ella le dice que un luto excesivo es poco cristiano, pero George no lo entiende.

Después de que el tío abuelo partiese para el cielo, papá lo reemplazó. Un año se casó con mamá, al siguiente consiguió la vicaría y al siguiente nació George. Es la historia que le han contado, y es clara, verídica y feliz, como debería ser todo. Está mamá, con su presencia constante en la vida de George, que le enseña las letras y le desea buenas noches con un beso, y está papá, que a menudo se ausenta porque está visitando a los viejos y enfermos, o escribiendo sus sermones o predicándolos. Está la vicaría, la iglesia, el edificio donde mamá se ocupa de la escuela dominical, el jardín, el gato, las gallinas, la parcela de hierba que atraviesan entre la vicaría y la iglesia, y el cementerio. Es el mundo de George, y lo conoce bien.

Dentro de la vicaría reina el silencio. Hay oraciones, libros, labores de costura. Allí uno no grita, no corre, no se mancha. La lumbre hace ruido algunas veces, así como los cuchillos y los tenedores si uno no los sujeta como es debido; así también es su hermano Horace cuando llega. Pero son excepciones en un mundo que es pacífico y fiable. El que se extiende más allá de la vicaría le parece a George lleno de ruidos y sucesos inesperados. A los cuatro años, le llevan de paseo por los caminos y le muestran una vaca. No es el tamaño del animal lo que le alarma, ni tampoco las ubres infladas que se bambolean a la altura de los ojos de George, sino el bramido ronco y repentino que la fiera emite sin motivo aparente. Sólo puede estar de muy mal humor. George rompe a llorar mientras su padre golpea a la vaca con un palo para castigarla. Entonces el animal se pone de costado, levanta el rabo y se ensucia. George contempla esta emanación petrificado por el extraño ruido de salpicadura que hace al aterrizar en el suelo y por el hecho de que las cosas se hayan descontrolado de pronto. Pero las manos de su madre lo alejan antes de que tenga tiempo de volver a pensar en ello.

No es sólo la vaca -o los muchos amigos de la vaca, como el caballo, las ovejas y el cerdo- lo que despierta en George el recelo ante el mundo que existe al otro lado de la tapia de la vicaría. Casi todo lo que oye de él le inquieta. Está lleno de gente vieja, enferma, pobre, cosas malas todas ellas, a juzgar por la actitud de su padre y el tono bajo de su voz cuando vuelve; y personas llamadas viudas de la mina, lo cual George no comprende. Al otro lado de la tapia hay chicos cuentistas y, peor aún, embusteros redomados. Hay también en las proximidades algo llamado una mina de carbón, que es de donde viene el que hay en la rejilla de la chimenea. No sabe seguro si le gusta el carbón. Huele mal y es polvoriento y ruidoso cuando lo atizan, y le han dicho que no se acerque a sus llamas; además, lo traen a la casa unos hombres feroces, con capuchas de cuero que les caen hasta la espalda. George suele dar un brinco cuando el mundo exterior toca la aldaba. Bien pensado, preferiría quedarse ahí dentro, con mamá, con su hermano Horace y su nueva hermana Maud, hasta que llegue el momento de subir al cielo y reunirse con el tío Compson. Pero sospecha que no se lo consentirán.

Arthur

Siempre se estaban mudando: media docena de veces en los primeros diez años de Arthur. Las viviendas parecían empequeñecerse a medida que la familia se hacía más grande. Además de Arthur, estaba su hermana mayor, Annette, sus hermanas pequeñas Lottie y Connie, su hermanito Innes y después, más adelante, sus hermanas Ida y Julia, a quien llamaban Dodo. Su padre era bueno engendrando niños -hubo otros dos que no sobrevivieron-, pero no tan bueno para sustentarlos. La percatación temprana de que el padre nunca facilitaría a la madre las comodidades propias de la vejez acrecentó la determinación de Arthur de proporcionárselas él mismo.

Su padre -dejando aparte a los duques de Bretaña- procedía de una familia de artistas. Poseía talento y excelentes instintos religiosos, pero era nervioso y de constitución débil. A los diecinueve años se había trasladado a Edimburgo desde Londres; agrimensor auxiliar en la Junta de Obras de Escocia, se vio precipitado a una edad muy temprana a una sociedad que, aunque amable, era a menudo ruda y muy bebedora. No prosperó en la Junta ni tampoco en George Waterman e Hijos, los impresores tipográficos. Era un fracasado de buena familia, con una cara tersa debajo de una barba poblada y suave; tenía un concepto vago del deber y había perdido el rumbo en la vida.

No era violento ni agresivo; era un borracho de los sentimentales, desprendido y propenso a la autocompasión. Le llevaban babeante a casa cocheros cuya insistencia en que les pagaran despertaba a los niños; a la mañana siguiente lamentaba con una sensiblería prolongada su incapacidad de sustentar a quienes amaba tan tiernamente. Un año enviaron a Arthur a una pensión para que no presenciase una nueva etapa del declive paterno; pero vio lo bastante para refrendar su creciente entendimiento de lo que podía o debía ser un hombre. En los cuentos de caballerías y románticos que le contaba su madre había pocos pasajes para ilustradores beodos.

El padre de Arthur pintaba acuarelas y trataba de completar sus ingresos vendiendo sus obras. Pero su carácter generoso se inmiscuía continuamente; regalaba sus pinturas a cualquiera o como mucho las daba por unos cuantos peniques. Sus temas podían ser delirantes y tremendos, y con frecuencia evidenciaban su talante natural. Pero lo que más le gustaba pintar, y por lo que más se recuerdan sus pinturas, eran hadas.

George