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Sentada en un lado, en una tumbona, a Touie la calentaba más el calor de la pareja enamorada que el sol débil de principios de verano. La risueña charla de los jóvenes a ambos lados de la red y su posterior timidez mutua pareció encantarla, y en consecuencia Arthur decidió ceder. En verdad, no le disgustaba el papel de pater familias cascarrabias. Y Hornung se mostraba ocurrente a veces. Quizá demasiado, aunque era un exceso imputable a la juventud. ¿Cuál fue su primera agudeza? Sí, Arthur estaba leyendo las páginas de deportes y comentó una crónica sobre un atleta de quien aseguraban que había corrido cien metros en sólo diez segundos.

– ¿Qué te parece, Hornung?

Y Hornung había respondido, rápido como un rayo:

– Debe de ser una errata de imsprinta.

Aquel agosto invitaron a Arthur a dar una conferencia en Suiza; Touie estaba todavía un poco débil tras el parto de Kingsley, pero le acompañó, por supuesto. Visitaron las cataratas de Reichenbach, espléndidas pero aterradoras, y una tumba digna de Holmes. El personaje se estaba convirtiendo a toda velocidad en un fardo colgado del cuello. Ahora, con la ayuda de un maleante tremebundo se lo sacudiría de encima.

A fines de septiembre, Arthur recorrió con Connie el pasillo de la iglesia, y ella le tiraba del brazo para que él frenase un paso demasiado militar. Al entregarla simbólicamente en el altar, supo que debía estar orgulloso y feliz por su hermana. Pero en medio de las flores de azahar, las palmadas en la espalda y los chistes sobre cosas que impresionan a doncellas, sintió que se venía abajo el sueño de una familia cada vez más numerosa a su alrededor.

Diez días después supo que su padre había muerto en el manicomio de Dumfries. Dijeron que la epilepsia fue la causa de la muerte. Arthur no le había visitado en años y no asistió al funeral; nadie de la familia lo hizo. Charles Doyle había dejado en la estacada a su mujer y condenado a sus hijos a una digna pobreza. Había sido débil y poco viril, incapaz de vencer en su lucha contra el alcohol. ¿Lucha? Apenas había levantado los guantes contra el demonio. En ocasiones se le buscaban excusas, pero Arthur no juzgaba convincente la del temperamento artístico. No era más que autoindulgencia y exculpación. La condición de artista era perfectamente compatible con ser fuerte y responsable.

Touie contrajo una tos otoñal persistente y se quejaba de dolores en el costado. Arthur juzgó intrascendentes los síntomas, pero al final llamó a Dalton, el médico local. Le extrañó pasar de médico a sólo el marido de la paciente; y que le hicieran aguardar en el piso de abajo mientras arriba se decidía su destino. La puerta del dormitorio estuvo cerrada durante un largo rato, y Dalton salió con una cara tan consternada como conocida: Arthur la había puesto demasiadas veces.

– Sus pulmones están gravemente afectados. Tiene todos los indicios de una tuberculosis rápida. En vista de su estado y del historial familiar… -El doctor Dalton no necesitó continuar, excepto para decir-: Querrá un segundo dictamen.

No sólo un segundo, sino el mejor. Douglas Powell, especialista en tisis y enfermedades del pecho en el hospital Brompton, viajó a South Norwood el sábado siguiente. Powell, un hombre pálido y ascético, bien afeitado y correcto, confirmó, a su pesar, el diagnóstico.

– Tengo entendido que es usted médico, ¿verdad, señor Doyle?

– Me reprocho mi negligencia.

– ¿El sistema pulmonar no era su especialidad?

– Los ojos.

– Entonces no tiene nada que reprocharse.

– No, más todavía. Tenía ojos pero no vi. No detecté el maldito microbio. No presté a mi esposa suficiente atención. Estaba demasiado atareado con mi… éxito.

– Pero usted era oftalmólogo.

– Hace tres años fui a Berlín a informar sobre los presuntos descubrimientos de Koch sobre esta misma enfermedad. Escribí un artículo al respecto para Stead, en la Review of Reviews.

– Ya.

– Y, sin embargo, no reconocí un caso de tisis galopante en mi propia esposa. Peor aún, la dejé participar en actividades que la empeoraron. Andábamos en triciclo con cualquier clima, viajábamos a países fríos, practicaba conmigo deportes al aire libre…

– Por otra parte -dijo Powell, y sus palabras levantaron fugazmente el ánimo de Arthur-, en mi opinión hay signos prometedores de un aumento fibrilar alrededor de la sede de la dolencia. Y el otro pulmón se ha ensanchado un poco para compensar. Pero es lo mejor que puedo decir.

– ¡No lo acepto!

Arthur susurró estas palabras porque no podía aullarlas a voz en cuello.

Powell no se ofendió. Estaba acostumbrado a pronunciar las más delicadas y corteses condenas de muerte, y habituado a la reacción de los afectados.

– Por supuesto. Si quisiera el nombre de…

– No. Acepto lo que me ha dicho. Pero no lo que no me ha dicho. Usted daría a mi esposa meses.

– Sabe tan bien como yo, señor Doyle, lo imposible que es predecir…

– Sé tan bien como usted, doctor Powell, las palabras que empleamos para dar esperanzas a los pacientes y a sus familiares. También conozco las que oímos en nuestro fuero interno cuando procuramos levantar el ánimo. Unos tres meses.

– Sí, a mi juicio.

– Le repito, doctor, que no lo acepto. Cuando veo al diablo, lo combato. No se la llevará, no importa adonde tengamos que ir ni lo que tenga que gastar.

– Le deseo toda la suerte del mundo -contestó Powell-. Y estoy a su disposición. Hay, sin embargo, dos cosas que debo decirle. Quizá sea innecesario, pero el deber me obliga. Confío en que no se ofenda.

Arthur enderezó la espalda, como un soldado listo para cumplir órdenes.

– Tengo entendido que tiene hijos.

– Dos, un chico y una chica. De un año y de cuatro.

– No hay posibilidad, debe entenderlo…

– Entiendo.

– No estoy hablando de la capacidad de su esposa de concebir…

– Señor Powell, no soy un idiota. Y tampoco soy un animal.

– Tiene usted que entender que estas cosas hay que dejarlas claras como el cristal. La segunda cuestión es quizá menos obvia. Es el efecto, el efecto probable, sobre la paciente. Sobre la señora Doyle.

– ¿Sí?

– Según nuestra experiencia, la tisis es distinta de otras enfermedades consuntivas. En conjunto, el enfermo sufre muy poco dolor. A menudo la dolencia sigue su curso con menos molestias que un dolor de muelas o una indigestión. Pero lo que la distingue es el efecto que causa sobre los procesos mentales. El paciente es con frecuencia muy optimista.

– ¿Quiere decir que está aturdido? ¿Que delira?

– No, quiero decir optimista. Tranquilo y alegre, diría.

– ¿Gracias a los fármacos que prescribe?

– En absoluto. Está en la naturaleza de la enfermedad. Es independiente de la conciencia que tenga el enfermo de la gravedad de su caso.

– Bueno, es un gran alivio para mí.

– Sí, puede serlo al principio, señor Doyle.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que cuando un paciente no sufre y no se queja y afronta con un semblante alegre su grave enfermedad, el sufrimiento y las quejas tienen que recaer en otra persona.

– Usted no me conoce, señor.

– Es cierto. Pero aun así le deseo el valor necesario.

En lo bueno y en lo malo; en la riqueza y en la pobreza. Había olvidado: en la salud y en la enfermedad.

El manicomio le envió el cuaderno de bocetos de su padre. Los últimos años de Charles Doyle habían sido desdichados, pues nadie le visitaba en su triste y postrer domicilio; pero no murió loco. Algo estaba claro: había seguido dibujando y pintando acuarelas; también llevaba un diario. A Arthur le sorprendió que su padre hubiera sido un artista notable, subestimado por sus iguales y digno, en efecto, de una exposición póstuma en Edimburgo y quizá incluso en Londres. Arthur no pudo por menos de advertir el contraste entre sus respectivos destinos: mientras el hijo disfrutaba del abrazo de la fama y la sociedad, el padre abandonado sólo conocía el abrazo en ocasiones de la camisa de fuerza. Arthur no se sentía culpable; sólo sentía una incipiente compasión filial. Y había una frase en el diario del padre que apenaría el corazón de cualquier hijo: «Creo que me tachan de loco -había escrito- únicamente debido a la idea falsa que los escoceses tienen de las bromas».