En diciembre de aquel año, Holmes encontró la muerte en brazos de Moriarty; la mano impaciente del autor empujó a los dos al abismo. Los periódicos de Londres no habían publicado necrológicas de Charles Doyle, pero abundaron en protestas y consternación por la muerte de un inexistente detective asesor cuya popularidad había empezado a incomodar y hasta asquear a su creador. Arthur pensó que el mundo estaba enloqueciendo: su padre estaba recién sepultado y su mujer desahuciada, pero los jóvenes de la City, al parecer, ataban cintas negras a sus sombreros en señal de luto por Sherlock Holmes.
Otro suceso tuvo lugar durante el final de aquel año funesto. Un mes después de la muerte de su padre, Arthur solicitó el ingreso en la Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas.
George
En los exámenes finales de licenciatura, George obtiene honores de segunda clase y el Colegio de Abogados de Birmingham le concede una medalla de bronce. Abre un bufete en el 54 de Newhall Street con la promesa inicial de que Sangster, Vickery y Speight le cederá los clientes a los que no pueda atender. Tiene veintitrés años y su mundo está cambiando.
A pesar de ser hijo de un vicario, a pesar de una vida de atención filial al púlpito de San Marcos, George ha pensado a menudo que no comprende la Biblia. No toda la Biblia ni todo el tiempo; de hecho, no una comprensión y un tiempo suficientes. Ha sido incapaz de dar ese salto, que siempre es necesario, desde los hechos a la fe, desde el conocimiento a la comprensión. En consecuencia, se siente un farsante. Los principios de la Iglesia anglicana se han ido haciendo preceptos cada vez más lejanos. No los percibe como verdades próximas ni ve sus efectos día tras día, un momento tras otro. Naturalmente, no se lo dice a sus padres.
En la escuela le expusieron más historias y explicaciones de la vida. La ciencia dice esto, la historia esto otro; la literatura dice… George se habituó a responder a preguntas sobre estas cuestiones, aun cuando careciesen de una vivacidad real en su mente. Pero ha descubierto el Derecho y el mundo por fin comienza a tener sentido. Conexiones invisibles hasta entonces -entre personas, entre cosas, entre ideas y principios- se revelan poco a poco.
Por ejemplo, mira un seto por la ventanilla del tren que circula entre Bloxwich y Birchills. No ve lo que verían los demás pasajeros -arbustos entretejidos bajo el soplo del viento, hogar donde anidan pájaros-, sino una frontera formal entre fincas de hacendados, un límite establecido por contrato o largo uso, algo activo, algo capaz de promover concordia o disputa. En la vicaría, mira a la criada que restriega la mesa de la cocina y no ve a una chica tosca y torpe que es probable que le coloque los libros donde no debe, sino que ve un contrato de empleo y un deber de asistencia, un vínculo complejo y delicado, refrendado por siglos de jurisprudencia desconocida por las partes interesadas.
Se siente a gusto y feliz con las leyes. Hay muchas exégesis textuales, explicaciones respecto a que las palabras pueden significar y significan cosas diferentes, y hay casi tantos libros de comentarios sobre Derecho como sobre la Biblia. Pero al final no hay que dar ese último salto. Al final existe un acuerdo, una decisión que debe acatarse, un entendimiento de lo que significa algo. Es un viaje desde la confusión a la claridad. Un marinero borracho escribe sus últimas voluntades y su testamento en un huevo de avestruz; el marinero se ahoga, el huevo sobrevive y por consiguiente la ley aporta coherencia y justicia a las palabras devueltas por las olas.
Otros jóvenes dividen su vida entre el trabajo y el placer; en realidad, cumplen el primero soñando con el segundo. George descubre que el Derecho le proporciona los dos. No siente necesidad ni deseo de practicar deportes, dar un paseo en barca, asistir al teatro; no le interesan el alcohol ni la gula, ni tampoco las carreras de caballos; tiene pocas ganas de viajar. Posee la abogacía y además, como placer, la legislación ferroviaria. Es increíble que las decenas de miles de viajeros que se desplazan en tren a diario no dispongan de una útil guía de bolsillo que les ayude a determinar sus derechos frente a la compañía ferroviaria. Ha escrito a los editores Effingham Wilson, que publican la colección de Libros Jurídicos Prácticos, y previa lectura de un capítulo de muestra han aceptado su propuesta.
A George le han educado para creer en el trabajo duro, la honradez, el ahorro, la caridad y el amor a la familia; también, para creer que la virtud es su propia recompensa. Además, como primogénito, se espera de él que sirva de ejemplo a Horace y Maud. George ve cada vez más claro que, aunque sus padres aman a los tres hijos por igual, sobre él recae el grueso de sus expectativas. Es probable que Maud sea siempre motivo de inquietud. Horace, que en todos los sentidos es un chico estupendo, no está hecho para los estudios. Se ha marchado de casa y, con la ayuda de un primo de su madre, ha conseguido una plaza de funcionario en el peldaño más bajo del escalafón.
Con todo, hay momentos en que George descubre que envidia a su hermano, que ahora vive en una residencia de estudiantes de Manchester y de vez en cuando envía una postal alegre desde un balneario costero. Hay momentos en que desea que Dora Charlesworth existiera de verdad. Pero no conoce chicas. Ninguna visita la casa; Maud no tiene amigas con las que podría entablar relación. A Greenway y Stentson les gusta vanagloriarse de sus experiencias en la materia, pero George duda muchas veces de lo que cuentan y se alegra de haberlos perdido de vista. Cuando come sus bocadillos, sentado en el banco de St. Philip's Place, admira a las muchachas que pasan; a veces recuerda una cara y la ansia de noche, mientras su padre gruñe y resopla a unos pasos de distancia. George conoce bien los pecados de la carne, tal como los enumera el capítulo 5 de la Epístola a los Gálatas: comienzan con el adulterio, la fornicación, la impureza y la lascivia. Pero no cree que sus callados anhelos entren dentro de las dos últimas rúbricas.
Un día se casará. Adquirirá no sólo un reloj con leontina sino también un socio y quizá un pasante, y después una esposa, hijos y una casa en cuya compra utilizará toda su ciencia sobre propiedad inmobiliaria. Ya se ve hablando, durante el almuerzo, de la ley de venta de bienes de 1893 con los socios principales de otros bufetes de Birmingham. Escuchan con respeto el resumen que hace sobre el modo en que se está interpretando esta ley y exclaman «¡El buenazo de George!» cuando extiende la mano hacia la cuenta. No sabe con exactitud cómo se llega de un punto a otro: si adquieres una esposa y después una casa o una casa y después una esposa. Pero se imagina que estas cosas ocurren, en virtud de un proceso que aún no le ha sido revelado. Ambas adquisiciones, por supuesto, exigen su partida de Wyrley. No interroga a su padre al respecto. Tampoco le pregunta por qué sigue cerrando con llave la puerta del dormitorio por la noche.
Cuando Horace se marchó de casa, George confió en trasladarse a la habitación vacía. La mesita instalada para él en el estudio de su padre cuando estudiaba en el Mason College ya no le servía. Pensaba en el cuarto de Horace con su cama y su escritorio; se imaginaba la intimidad. Pero cuando se lo pidió a su madre, ella le explicó con dulzura que consideraban a Maud lo bastante fuerte para dormir sola y que él no querría privarla de esta oportunidad, ¿verdad? Comprendió que era demasiado tarde para poner en evidencia los ronquidos del padre, que habían empeorado y a veces le desvelaban. Así que sigue trabajando y durmiendo a unos palmos del vicario. Sin embargo, le otorgan una mesita contigua a su escritorio donde puede colocar los libros adicionales.