Convenció a Arthur de inmediato. Le revivía la acción, tener un plan urgente que llevar a cabo; aborrecía aguardar y temía la pasividad del exilio. Hindhead era la solución. Había que buscar una parcela y proyectar una casa. Encontró una hectárea y media, boscosa y aislada, cuyo terreno en pendiente desembocaba en un pequeño valle. Gibbet Hill y el Devil's Punchbowl estaban muy cerca, y el campo de golf de Hankley a ocho kilómetros. Le asaltó un tropel de ideas. Debía tener una sala de billar, una pista de tenis y establos; un alojamiento para Lottie y quizá para su suegra, la señora Hawkins, y por supuesto para Woodie, que había firmado un contrato por tiempo indefinido. La casa debía ser imponente pero al mismo tiempo acogedora: la vivienda de un escritor famoso, pero asimismo la de una familia y la de una inválida. Tenía que estar inundada de luz, y la habitación de Touie tendría la mejor vista. En cada puerta debería haber un pomo de push-pull, pues Arthur había intentado calcular una vez el tiempo que perdía la especie humana con el sistema convencional. Sería totalmente factible que la casa tuviera su propio generador eléctrico, y ya que él había alcanzado una determinada eminencia, tampoco estaría de más exhibir las armas de la familia en una vidriera.
Arthur bosquejó un plano de planta y encargó la obra a un arquitecto. No a cualquier arquitecto, sino a Stanley Ball, su viejo amigo telepático de Southsea. Aquellos experimentos tempranos le parecieron ahora un adiestramiento oportuno. Llevaría otra vez a Touie a Davos y se comunicaría con Ball por carta y, si era necesario, por telegrama. Pero ¿quién sabía qué formas arquitectónicas no entablarían una comunicación fluida entre ambos cerebros cuando centenares de kilómetros separaban sus cuerpos?
La vidriera alcanzaría la altura de un recibidor de dos plantas. Arriba del todo, la rosa de Inglaterra y el cardo de Escocia flanquearían las iniciales entrelazadas ACD. Debajo habría tres filas de escudos heráldicos. Primera fila: Purcell de Foulkes Rath, Pack de Kilkenny, Mahon de Cheverney. Segunda fila: Percy de Northumberland, Butler de Ormonde, Colclough de Tintern. Y a la altura del ojo: Conan de Bretaña (sobre banda de plata y gules un león rampante traspuesto), Hawkins de Devonshire (por Touie) y a continuación las armas de Doyle: tres cabezas de ciervo y la mano roja de Ulster. La auténtica divisa de Doyle era Fortitudine vincit, pero aquí, debajo del escudo, puso una variante: Patientia vincit. Es lo que la casa proclamaría al mundo entero y al maldito microbio: con paciencia venzo.
Stanley Ball y los constructores no vieron más que impaciencia. Tras haber instalado su cuartel general en un hotel cercano, Arthur iba continuamente a incordiarles. Pero al final la casa cobró una forma reconocible: una estructura larga, parecida a un granero, de ladrillo rojo, tejado de tejas y sólidos gabletes, que se extendía a lo largo del cuello del valle. Arthur se subió a la terraza recién edificada y pasó revista al césped recién sembrado y sobre el que acababa de pasar el rodillo. Más allá, el terreno descendía formando una V cada vez más estrecha hasta el lindero del bosque. El panorama poseía algo de agreste y mágico: desde el primer momento, a Arthur le pareció que evocaba algún cuento popular alemán. Pensaba plantar rododendros.
El día en que colocaron la vidriera del recibidor, llevó a Touie para que presenciara el acto de descubrirla. Ella recorrió con la mirada los colores y los nombres y después la posó en la divisa de la casa.
– A madre la complacerá -dijo él. Sólo la pequeña pausa antes de que ella sonriera le hizo comprender que había algo que quizá no encajaba-. Tienes razón -dijo él, de inmediato, aunque ella aún no había pronunciado una palabra. ¿Cómo podía haber sido tan botarate? ¿Rendir homenaje a tu propia estirpe ilustre y olvidar nada menos que a la familia de tu madre? Por un momento pensó en ordenar a los operarios que descolgasen toda la vidriera. Más tarde, tras una reflexión contrita, encargó una segunda vidriera más modesta para la curva de la escalera. Su lienzo central ostentaría las armas y el nombre pasados por alto: Foley de Worcestershire.
Decidió llamar a la casa «Undershaw», por la arboleda al pie de la cual se extendía [7]. El nombre infundiría a la construcción moderna una hermosa resonancia anglosajona. Allí la vida podría continuar, aunque cautelosa y dentro de unos límites.
La vida. Con qué facilidad todos, incluido él mismo, decía estas palabras. Todo el mundo aceptaba automáticamente que la vida debía proseguir. Y, sin embargo, cuan pocos se preguntaban qué era y por qué existía, y si era la única vida o el mero anfiteatro de algo muy distinto. A Arthur le maravillaba con frecuencia lo ufana que la gente seguía viviendo…, la despreocupación con que vivía su vida, como si tanto la palabra como la cosa tuvieran un perfecto sentido.
Su antiguo amigo el general Drayson había abrazado los presupuestos espiritistas después de que su hermano difunto le hubiera hablado en una sesión. A partir de entonces, el astrónomo sostuvo que la continuidad de la vida después de la muerte no era sólo una suposición sino un hecho demostrable. Arthur había puesto educadas objeciones en aquella época; no obstante, su lista de libros pendientes de leer aquel año incluía setenta y cuatro sobre el tema del espiritismo. Se los había despachado todos, anotando frases y máximas que le impresionaron. Por ejemplo, la siguiente de Hellenbach: «Hay un escepticismo que supera en estupidez a la estulticia de un patán».
Hasta que se declaró la enfermedad de Touie, había poseído todo lo que el mundo consideraba necesario para que un hombre estuviera satisfecho. Pero no lograba sacudirse la sensación de que todo lo que había conseguido no era más que un comienzo fútil y engañoso; que estaba hecho para otra cosa. Pero ¿qué podría ser? Reanudó el estudio de las religiones del mundo, pero le era tan imposible penetrar en ellas como le hubiera sido entrar en la ropa de un niño. Se afilió a la Asociación Racionalista y juzgó su obra necesaria, pero esencialmente destructiva y, por ende, estéril. La demolición de creencias anticuadas había sido fundamental para el progreso humano, pero ahora que habían sido arrasados aquellos viejos edificios, ¿dónde iba el hombre a encontrar refugio en aquel paisaje devastado? ¿Cómo podía un charlatán decidir que había llegado a su fin lo que la especie, a lo largo de milenios, había convenido en llamar alma? Los seres humanos seguirían desarrollándose y por consiguiente debía desarrollarse también lo que llevaran dentro. Hasta un patán escéptico entendería esto.
A las afueras de El Cairo, donde Touie respiraba profundamente el aire del desierto, Arthur había leído historias de la civilización egipcia y visitado las tumbas de los faraones. Llegó a la conclusión de que si bien los antiguos egipcios sin duda habían elevado las artes y las ciencias a un nivel más alto, su facultad de razonamiento era en muchos sentidos despreciable. En especial en su actitud ante la muerte. La idea de que hubiera que conservar a toda costa el cuerpo muerto, un sobretodo viejo y ajado, que en un tiempo envolvió fugazmente el alma, era no sólo irrisoria, sino la última palabra en materialismo. En cuanto a aquellas cestas de provisiones colocadas en la tumba para alimentar al alma durante su viaje, ¿cómo un pueblo tan refinado podía tener la mente tan mutilada? La fe respaldada por el materialismo: una maldición doble. Y era la misma que asoló a todas las naciones y civilizaciones posteriores que cayeron bajo el gobierno de un sacerdocio.
Pero los argumentos del general Drayson en Southsea no le habían parecido suficientes. Ahora, sin embargo, daban fe de los fenómenos paranormales científicos tan prominentes y de probidad tan manifiesta como William Crookes, Oliver Lodge y Alfred Russel Wallace. Estos nombres significaban que los sabios que mejor comprendían el mundo natural -los grandes físicos y biólogos- también se habían convertido en nuestros guías del mundo sobrenatural.