Wallace, por ejemplo: el codescubridor de la moderna teoría de la evolución, el hombre que estaba al lado de Darwin cuando anunciaron conjuntamente la idea de la selección natural ante la Linnaean Society. Los temerosos y los poco imaginativos habían llegado a la conclusión de que Wallace y Darwin nos habían abandonado a un universo impío y mecanicista, nos habían dejado solos en una llanura crepuscular. Pero consideremos lo que creía Wallace. Este hombre, el más grande de los modernos, mantenía que la selección natural sólo explicaba el desarrollo del cuerpo humano y que el proceso evolutivo tenía que haber sido complementado en algún momento por una intervención sobrenatural en que la llama del espíritu fue insertada en el rudimentario animal en desarrollo. ¿Quién se atrevía a afirmar ahora que la ciencia era enemiga del alma?
George y Arthur
Era una noche fría y despejada de febrero, con media luna y el cielo cuajado de estrellas. A lo lejos, el copete de la mina Wyrley se recortaba débilmente contra el cielo. Cerca estaba la propiedad de Joseph Holmes: casa, granero, dependencias anexas, sin que se viese una luz en ninguna de estas construcciones. Los seres humanos estaban durmiendo y los pájaros aún no habían despertado.
Pero el caballo estaba despierto cuando el hombre atravesó un boquete en el seto, en el extremo alejado del campo. Llevaba un morral en el brazo. En cuanto se percató de que el caballo había advertido su presencia, se detuvo y empezó a hablar en voz muy baja. Las palabras eran un galimatías; lo importante era el tono, relajador e íntimo. Al cabo de unos minutos, el hombre comenzó a avanzar despacio. Cuando había dado unos pocos pasos, el caballo sacudió la cabeza y las crines formaron una breve mancha. Al ver esto, el hombre volvió a pararse.
Continuó, sin embargo, farfullando disparates y mirando directamente hacia el caballo. Bajo sus pies, el suelo era sólido tras varias noches de escarcha y las botas no dejaban huellas en la tierra. Avanzó despacio, pocos metros a la vez, y se detenía a la menor señal de agitación en el caballo. En todo momento hizo su presencia evidente, caminando lo más erguido posible. El morral sobre el brazo era un detalle carente de importancia. Lo importante era la serena persistencia de la voz, la certidumbre del acercamiento, la mirada directa, la suavidad del dominio.
Tardó veinte minutos en cruzar el campo de este modo. Se encontraba ya a unos pocos metros de distancia, enfrente del caballo. No hizo todavía ningún movimiento súbito, siguió como antes, murmurando, mirando, erguido, aguardando. Al final ocurrió lo que había estado esperando: el caballo, al principio a regañadientes, pero después inequívocamente, bajó la cabeza.
Ni siquiera entonces el hombre se acercó de repente. Dejó transcurrir uno o dos minutos y luego recorrió los últimos metros y colgó el morral suavemente del cuello del animal. El caballo mantuvo la cabeza gacha mientras el hombre empezaba a acariciarla, murmurando sin cesar. Le acarició las crines, el lomo, la grupa; a veces sólo descansaba la mano sobre la piel caliente, asegurándose de que no se interrumpiera en ningún momento el contacto entre ambos.
Sin dejar de acariciar y murmurar, el hombre deslizó el morral fuera del cuello del caballo y se lo colgó del hombro. Sin dejar de acariciar y murmurar, rebuscó en el interior de la chaqueta. Sin dejar de acariciar y murmurar, con un brazo sobre la grupa del caballo, le pasó la mano por debajo de la panza.
El caballo apenas se sobresaltó; el hombre por fin detuvo su galimatías y en el nuevo silencio se encaminó a paso lento hacia el boquete en el seto.
George
Todas las mañanas, George toma el primer tren del día a Birmingham. Conoce los horarios de memoria, y los ama. Wyrley y Churchbridge 7.39. Bloxwich 7.48. Birchills 7.53. Birmingham New Street 8.35. Ya no siente la necesidad de esconderse detrás de un periódico; de hecho, de vez en cuando sospecha que algunos de los pasajeros saben que es el autor de Legislación ferroviaria para «el viajero de tren» (237 ejemplares vendidos). Saluda a los revisores y a los jefes de estación y ellos le devuelven el saludo. Tiene un bigote respetable, un maletín, una leontina modesta, y ha complementado su bombín con un sombrero de paja para el verano. También tiene un paraguas. Está bastante orgulloso de esta última pertenencia y muchas veces la lleva, desafiando al barómetro.
En el tren lee el periódico y trata de desarrollar criterios sobre lo que acontece en el mundo. El mes anterior, Chamberlain pronunció en el nuevo ayuntamiento de Birmingham un importante discurso sobre las colonias y los aranceles preferenciales. La postura de George -aunque nadie le haya pedido todavía su opinión al respecto- es de respaldo cauto. El mes siguiente van a entregar las llaves de la ciudad a Roberts de Kandahar, un honor que a ningún hombre razonable se le ocurriría cuestionar.
El periódico le informa de otras noticias más locales, más triviales: han mutilado a otro animal en la zona de Wyrley. George se pregunta brevemente qué sección del código penal sanciona esta clase de actividad: ¿sería la destrucción de propiedades, contemplada por la ley del robo, o quizá alguna ley pertinente que abarque a una u otra especie particular del animal afectado? Se alegra de trabajar en Birmingham, y es sólo cuestión de tiempo que también resida en la ciudad. Sabe que tiene que tomar la decisión; debe hacer frente al ceño del padre, las lágrimas de la madre y la callada, aunque más insidiosa, consternación de Maud. Cada mañana, cuando los campos punteados de ganado dan paso a suburbios bien ordenados, George siente una perceptible elevación del ánimo. Su padre le dijo hace años que los hijos de granjeros y los mozos de labranza eran los humildes a los que Dios amaba y que heredarían la tierra. Bueno, él piensa que sólo algunos de ellos y no según las normas de autenticación con las que está familiarizado.
A menudo hay colegiales en el tren, al menos hasta Walsall, donde se bajan para ir a la escuela secundaria. Su presencia y sus uniformes recuerdan algunas veces a George la época horrible en que le acusaron de robar la llave de la escuela. Pero aquello fue hace años, y casi todos los chicos son muy respetuosos. Hay días en que un grupo viaja en su vagón, y a fuerza de entreoírlos se aprende los nombres: Page, Harrison, Greatorex, Stanley, Ferriday, Quibell. Hasta saluda con un gesto a algunos, al cabo de tres o cuatro años.
Casi todos los días en el 54 de Newhall Street los dedica a los trámites de traspasos de bienes inmuebles, tarea que un experto jurídico superior ha descrito como «desprovista de imaginación y del libre curso del pensamiento». Este menosprecio no molesta a George lo más mínimo; para él es un trabajo preciso, responsable y necesario. También ha redactado unos cuantos testamentos y en los últimos tiempos ha obtenido clientes gracias a su Legislación ferroviaria. Casos relacionados con extravío de equipajes o trenes con un retraso desmedido, y uno en que una señora resbaló y se torció una muñeca en la estación de Snow Hill, después de que un empleado negligente del ferrocarril vertiese aceite cerca de una locomotora. También ha llevado varios casos de atropellos. Por lo visto, las posibilidades de que un ciudadano de Birmingham sea arrollado por una bicicleta, un caballo, un automóvil, un tranvía o incluso un tren son notablemente mayores de lo que habría creído. Quizá George Edalji, licenciado en Derecho, cobrará renombre como el profesional al que acudir cuando un imprudente medio de transporte sorprende al cuerpo humano.
El tren que lleva a George a casa sale de New Street a las 17.25. En el viaje de vuelta rara vez hay escolares. En cambio, a veces hay elementos más grandes y groseros que a George le inspiran aversión. De vez en cuando oye comentarios plenamente innecesarios formulados en su dirección: sobre lejía, sobre que su madre se ha olvidado el ácido fénico, y preguntas sobre si ese día él habrá bajado a la mina. George suele hacer caso omiso de estas palabras, aunque si un joven zafio opta por mostrarse especialmente ofensivo, quizá se vea obligado a recordarle con quién está hablando. Carece de valentía física, pero en ocasiones así siente una calma sorprendente. Conoce las leyes de Inglaterra y sabe que puede contar con su apoyo.