Выбрать главу

Birmingham New Street 17.25. Walsall 17.55. Este tren no para en Birchills, por motivos que George nunca ha podido averiguar. Sigue Bloxwich a las 18.02, Wyrley y Churchbridge a las 18.09. A las 18.10 saluda a Merriman, el jefe de estación -un momento que a menudo le recuerda la sentencia que su señoría, el juez Bacon, dictó en 1899, en el tribunal del condado de Bloomsbury, sobre la retención ilegal de abonos de temporada caducados-, y se cuelga el paraguas de la muñeca izquierda para el trayecto de vuelta a la vicaría.

Campbell

Desde su nombramiento en la policía de Staffordshire dos años atrás, el inspector Campbell había visto un par de veces al capitán Anson, pero no antes de haber sido llamado a Green Hall. La casa de Anson, jefe de la policía, se hallaba en las afueras de la ciudad, entre las vegas que había en la ribera más distante del río Sow, y tenía fama de ser la residencia más espaciosa existente entre Stafford y Shugborough. Cuando subía el camino de grava que arrancaba de Lichfield Road y el tamaño del Hall se le iba revelando, Campbell se preguntó cómo de grande sería Shugborough. Estaba al mando del hermano mayor del capitán Anson. El jefe de la policía, que sólo era un segundón, no tuvo más remedio que conformarse con aquella casa modesta y pintada de blanco: de tres plantas de alto y siete u ocho ventanas de ancho, y un desalentador pórtico de entrada sostenido por cuatro columnas. A la derecha había una terraza y un rosal hundido, y más allá un cenador y una pista de tenis.

Campbell observó todo esto sin detenerse. Cuando la doncella le abrió la puerta, intentó suspender sus naturales hábitos profesionales: ponderar la honradez y los ingresos probables de los ocupantes y memorizar los objetos que valiese la pena robar: en algunos casos, objetos quizá ya robados. Indiferente aposta, se fijó, sin embargo, en los muebles de caoba barnizada, los paneles blancos de la pared, un perchero estrafalario y, a la derecha, una escalera con curiosas barandillas retorcidas.

Le condujeron a una habitación justo a la izquierda de la puerta de entrada. El estudio de Anson, por su aspecto: dos butacas altas de cuero a ambos lados de la chimenea y, encima, la cabeza colgada de un alce europeo o americano. Algo con cuernos, en definitiva; Campbell no era cazador ni aspiraba a serlo. Era un hombre de Birmingham que de mala gana había solicitado el traslado cuando su mujer se hartó de la ciudad y echó de menos el ritmo pausado y el espacio de su infancia. A unos veinticinco kilómetros de la ciudad, pero para Campbell era como el exilio en otro país. Las fuerzas vivas le ninguneaban; los granjeros eran retraídos; los mineros y herreros, gente burda incluso comparada con la de los barrios bajos. Se extinguió rápidamente toda vaga noción de que el campo era romántico. Y los lugareños parecían sentir por la policía una aversión aún mayor que los ciudadanos. Había perdido la cuenta de las veces en que le habían hecho sentirse superfluo. Quizá se hubiese cometido un delito y quizá hasta lo hubieran denunciado, pero sus víctimas se las arreglaban para darte a entender que preferían su propia idea de la justicia a la que ofrecía un inspector cuyo temo y bombín olían todavía a Brummagem.

Anson irrumpió en el cuarto, le estrechó la mano y le pidió que se sentara. Era un hombre menudo y compacto de unos cuarenta y cinco años, con un traje cruzado y el bigote más pulcro que Campbell había visto nunca: sus guías parecían meras ampliaciones de la nariz y el conjunto cuadraba con el triángulo del labio superior, como comprado por catálogo y después de tomar unas medidas exactas. Llevaba la corbata sujeta con un alfiler de oro en forma del nudo de Stafford. Esto proclamaba lo que todos ya sabían: el honorable capitán George Augustus Anson, jefe de la policía desde 1888, lugarteniente del condado desde 1900, era un hombre de Staffordshire de los pies a la cabeza. Campbell, que pertenecía a la hornada más reciente de policías profesionales, no comprendía por qué el jefe de las fuerzas policiales debía ser el único aficionado entre sus huestes; pero muchas cosas en el funcionamiento de la sociedad le parecían arbitrarias, basadas más en prejuicios antiguos que en la sensatez moderna. Con todo, Anson era respetado por sus subordinados; tenía fama de respaldar a sus oficiales.

– Campbell, habrá adivinado por qué le he pedido que venga.

– Supongo que por las mutilaciones, señor.

– En efecto. ¿Cuántas son ya?

Campbell había ensayado esta parte, pero aun así consultó su libreta.

– El 2 de febrero, un caballo valioso, propiedad de Joseph Holmes. El 2 de abril, una jaca del señor Thomas, con un desgarrón idéntico. El 4 de mayo, una vaca de la señora Bungay recibió el mismo trato. Dos semanas después, el 18 de mayo, un caballo de Badger fue terriblemente mutilado, así como cinco ovejas esa misma noche. Y la semana pasada, el 6 de junio, dos vacas propiedad de Lockyer.

– ¿Todos por la noche?

– Todos.

– ¿Alguna pauta reconocible en los sucesos?

– Todos los ataques se produjeron en un radio de cinco kilómetros de Wyrley. Y… no sé si es una pauta, pero todos ocurrieron en la primera semana del mes. Excepto el del 18 de mayo. -Campbell sabía que Anson no le quitaba el ojo de encima, y se apresuró-. El método empleado en todos los ataques, sin embargo, es en gran medida coherente.

– Una coherencia repulsiva, sin duda.

Campbell miró al jefe, inseguro de si quería o no conocer los detalles. Entendió que el silencio entrañaba una afirmación pesarosa.

– Los desgarraron por debajo de la panza. Mediante un corte transversal y, casi siempre, único. Las vacas…, a las vacas también les mutilaron las ubres. Y les infligieron daños en… los genitales, señor.

– Cuesta dar crédito, ¿no le parece, Campbell?, a una crueldad tan sin sentido con animales indefensos.

Campbell hizo como que no estaban sentados debajo del ojo vidrioso y la cabeza cortada de un alce europeo o americano.

– Sí, señor.

– Así que estamos buscando a un maníaco con un cuchillo.

– No es probable que sea un cuchillo, señor. Hablé con el veterinario que se ocupó de las mutilaciones últimas, porque el caballo de Holmes fue tratado por entonces como un incidente aislado, y estaba perplejo en cuanto al instrumento utilizado. Debía de ser muy afilado, pero por otro lado sólo penetraba en la piel y la primera capa de músculo.

– ¿Y por qué no un cuchillo?

– Porque un cuchillo, uno de carnicero, pongamos, habría penetrado más adentro. En algún punto, al menos. Un cuchillo habría abierto las tripas. Ninguno de los animales murió en el ataque. No en el momento. O bien se desangraron o los encontraron en tal estado que hubo que sacrificarlos.

– ¿Y si no fue un cuchillo?

– Algo que corte con facilidad pero no muy profundo. Como una navaja. Pero con más fuerza que una navaja. Podría ser una herramienta de un curtidor de cuero. O algún utensilio de granja. Mi conjetura es que el hombre estaba acostumbrado a tratar con animales.

– El hombre o los hombres. Un malhechor o una banda de malhechores. ¿Ha conocido algún caso parecido?

– No en Birmingham, señor.