– No, en efecto.
Anson esbozó una sonrisa tenue y guardó un breve silencio.
Campbell se permitió pensar en los caballos de la policía en las cuadras de Stafford: lo despiertos y receptivos que eran, el calor y el olor que despedían, el pelaje que casi les volvía peludos; el modo en que movían las orejas y agachaban la cabeza; y los resoplidos que a él le recordaban una tetera cuando rompe a hervir. ¿Qué tipo de ser humano querría hacer daño a un animal así?
– El superintendente Barrett recuerda un caso, hace unos años, de un desdichado que contrajo una deuda y mató a su caballo para cobrar el seguro. Pero una racha asesina como ésta… es tan extraña. En Irlanda, por supuesto, cortar a medianoche el corvejón al ganado del terrateniente casi forma parte del calendario social. Pero pocas cosas me sorprenderán en un feniano.
– Sí, señor.
– Hay que poner fin a esto enseguida. Estas atrocidades están mancillando la reputación de todo el condado.
– Sí, los periódicos…
– Los periódicos me importan un bledo, Campbell. Me preocupa el honor de Staffordshire. No quiero que parezca una guarida de salvajes.
– No, señor.
Pero el inspector pensó que Aston tenía que estar al corriente de determinados editoriales recientes, ninguno encomiástico y algunos personales.
– Le sugeriría que consultase la historia criminal de Great Wyrley y sus alrededores en los últimos años. Ha habido algunos… sucesos singulares. Y le sugiero que trabaje con quienes mejor conozcan la zona. Hay un sargento muy sensato, no recuerdo su nombre. Grande, de cara colorada…
– ¿Upton, señor?
– Eso es, Upton. Es un hombre que tiene los oídos pegados al suelo.
– Muy bien, señor.
– Y también estoy reclutando veinte agentes especiales [8]. Que se presenten al sargento Parsons.
– ¡Veinte!
– Veinte, y al diablo los gastos. Los pagaré de mi bolsillo si hace falta. Quiero un agente debajo de cada seto y detrás de cada arbusto hasta que atrapen a ese hombre.
A Campbell no le inquietaban los gastos. Se preguntaba cómo encubrir la presencia de veinte agentes especiales en una comarca donde el más mínimo rumor viajaba más deprisa que un telegrama. Veinte agentes especiales en un territorio desconocido para la mayoría, contra un lugareño que bien podía optar por quedarse en casa y reírse de ellos. Y, en todo caso, ¿a cuántos animales podían proteger veinte agentes? ¿A cuarenta, sesenta, ochenta? ¿Y cuántos había en la región? Cientos, quizá miles.
– ¿Alguna pregunta más?
– No, señor. Sólo… ¿puedo hacer una no profesional?
– Adelante.
– El pórtico de fuera. Con las columnas. ¿Tienen un nombre? El estilo, me refiero.
Anson le miró como si fuese la pregunta más extraordinaria que le hubiese hecho nunca un policía en activo.
– ¿Columnas? No tengo ni la más remota idea. Mi mujer es la que sabe esas cosas.
Los días siguientes, Campbell repasó los anales criminales de Great Wyrley y sus inmediaciones. Descubrió que respondía a sus expectativas. Un determinado número de robos, sobre todo de ganado; diversos casos de agresión; algunos de vagabundeo y ebriedad pública; un intento de suicidio; una chica condenada por escribir injurias en las paredes de las granjas; cinco casos de incendios provocados; cartas con amenazas y mercancías no solicitadas en la vicaría de Great Wyrley; una agresión sexual y dos comportamientos indecentes. Hasta donde pudo descubrir, no había habido ataques perpetrados contra animales en los últimos diez años.
Tampoco recordaba ninguno el sargento Upton, que había servido en la comarca el doble de tiempo. Pero la pregunta le recordó a un granjero, que ya había pasado a mejor vida -a menos, señor, que resultase peor- y de quien sospechaban que amaba demasiado a su oca, si usted me entiende. Campbell cortó en seco aquellos chismes pueblerinos; enseguida había considerado a Upton uno de los veteranos de la época en que la policía se conformaba con alistar casi a cualquiera que no fuese a todas luces lisiado, cojo y lerdo. Podías consultar a Upton sobre rumores y rencillas locales, pero difícilmente confiarías en su mano sobre una Biblia.
– Entonces, ¿ya lo ha resuelto, señor? -le resolló el sargento.
– ¿Tiene algo concreto que decirme, Upton?
– Yo no diría tanto. Pero un sabueso conoce a otro. Hay que poner uno para pillar a otro. Estoy seguro de que al final lo atrapará, inspector. Siendo como es un inspector de Birmingham. Oh, sí, al final lo atrapará.
Presintió que Upton se congraciaba con astucia y a la vez ponía vagos impedimentos. Algunos de los mozos de labranza eran exactamente iguales. Campbell se sentía más a gusto con los ladrones de Birmingham, que al menos te mentían sin rodeos.
La mañana del 27 de junio, pidieron al inspector que fuese a la mina Quinton, donde dos de los valiosos caballos de la empresa habían sido mutilados durante la noche. Uno se había desangrado y a la otra, una yegua que había sufrido amputaciones adicionales, la estaban sacrificando. El veterinario confirmó que se había utilizado el mismo instrumento de siempre o, por lo menos, con los mismos efectos.
Dos días después, el sargento Parsons llevó a Campbell una carta dirigida al «Sargento, comisaría de Hednesford, Staffordshire». Había sido echada al correo en Walsall y la firmaba un tal William Greatorex.
Tengo cara de intrépido y corro como un gamo, y cuando formaron la banda de Wyrley me obligaron a alistarme. Yo lo sabía todo sobre caballos y animales y la mejor forma de atraparlos. Dijeron que me zurrarían si me entraba el canguelo, así que lo hice y les pillé a los dos tumbados a las tres menos diez, y se despertaron; y luego los rajé a los dos por debajo de la panza, pero no derramaron mucha sangre y uno huyó, pero el otro cayó. Ahora bien, le diré quiénes están en la banda, pero no podrá probar nada sin mí. Hay uno que se llama Shipton y es de Wyrley, y un mozo de estación al que llaman Lee y que ha tenido que quedarse al margen, y está el abogado Edalji. No le he dicho quién es el que les manda a todos y no se lo diré si no me promete que a mí no me hará nada. No es verdad que siempre lo hacemos cuando la luna es joven, y el que mató Edalji el 11 de abril era luna llena. No he estado nunca entre rejas y creo que los demás tampoco, salvo el Capitán, por lo que creo que saldrán bien parados.
Campbell releyó la carta. «Los rajé a los dos por debajo de la panza, pero no derramaron mucha sangre y uno huyó, pero el otro cayó.» Esta información era correcta, pero mucha gente habría podido examinar a los animales muertos. Después de los dos últimos casos, la policía tuvo que montar guardia y expulsar a los visitantes hasta que el veterinario hubo terminado su trabajo. Con todo, «a las tres menos diez…» era una precisión extraña.
– ¿Conocemos a este Greatorex?
– Supongo que es el hijo de Greatorex, de la granja Littleworth.
– ¿Alguna relación? ¿Alguna razón para que escribiera al sargento Hobinson, de Hednesford?
– Ninguna.
– ¿Y qué opina del detalle de la luna?
El sargento Parsons era un hombre fornido y de pelo negro que tenía tendencia a mover los labios mientras pensaba.
– Es lo que algunos han estado diciendo. La luna nueva, ritos paganos y demás. No lo sé. Pero sí sé que no mataron a un animal el 11 de abril. Tampoco una semana después de esa fecha, si no me equivoco.
– No se equivoca.
Parsons era mucho más del gusto de Campbell que alguien como Upton. Pertenecía a la generación siguiente y estaba mejor adiestrado; no era rápido, pero sí reflexivo.
William Greatorex resultó ser un colegial de catorce años cuya letra no se parecía en nada a la de la carta. No había oído hablar de Lee ni de Shipton, pero confesó que conocía a Edalji, que algunas mañanas viajaba en el mismo tren. Nunca había estado en la comisaría de Hednesford y no conocía el nombre del sargento al mando.