Parsons y cinco agentes especiales registraron la granja Littleworth y sus dependencias anejas, pero no encontraron nada prodigiosamente afilado, manchado de sangre o recién limpiado. Cuando se marchaban, Campbell preguntó al sargento qué sabía de George Edalji.
– Pues, señor, es indio, ¿no? Es decir, medio indio. Un hombrecillo. Tiene un aire un poco raro. Abogado, vive en casa, va a Birmingham todos los días. No es que participe mucho en la vida del pueblo, si usted me entiende.
– ¿O sea que no se le conoce como miembro de una banda?
– Lejos de eso.
– ¿Amigos?
– No se le conocen. Son una familia reservada. Creo que la hermana tiene algún problema. Es inválida, retrasada o algo. Y dicen que él sale a pasear todas las tardes. Pero no tiene perro ni nada. Hubo una campaña contra la familia hace años.
– Lo he visto en el diario. ¿Por algún motivo?
– ¿Quién sabe? Hubo cierto… resentimiento cuando le asignaron el puesto al vicario. La gente decía que no querían que un negro les dijera desde el púlpito lo pecadores que eran; ese tipo de cosas. Pero eso fue hace siglos. Yo soy protestante. Somos más acogedores, a mi juicio.
– Ese joven, el hijo, ¿le parece un destripador de caballos?
Parsons se mordió los labios antes de responder.
– Déjeme expresarlo así, inspector. En cuanto haya servido aquí tanto tiempo como yo, descubrirá que nadie parece nada. O, en realidad, que parece cualquier cosa. ¿Me sigue?
George
El cartero muestra a George la leyenda oficial en el sobre: FRANQUEO INSUFICIENTE. La carta procede de Walsall; como su nombre y las señas de su despacho están escritos con una letra clara y decente, George decide pagar el sello. Cuesta dos peniques, el doble del franqueo omitido. Reconoce con agrado el contenido: un pedido de la Legislación ferroviaria. Pero no lo acompañan un cheque o un giro postal. El remitente pide 300 ejemplares y firma como Belcebú.
Tres días después, las cartas empiezan a llegar de nuevo. El mismo género de cartas: difamatorias, blasfemas, lunáticas. Las recibe en su despacho y George las considera una intrusión insolente: allí es donde se siente a salvo y respetable, donde la vida está en orden. Instintivamente tira la primera; guarda las demás en un cajón inferior, como pruebas. Ya no es el adolescente inquieto de las primeras persecuciones; es una persona de provecho ahora, un abogado con cuatro años de ejercicio. Es muy capaz de pasar por alto estas cosas si quiere, o de afrontarlas como es debido. Y la policía de Birminghan es sin duda más eficiente y moderna que la de Staffordshire.
Una tarde, justo después de las 18.10, George acaba de guardarse en el bolsillo el abono de tren y está colgando el paraguas de su antebrazo cuando se percata de que una figura se ha puesto a caminar a su lado.
– ¿Todo va bien, señorito?
Es Upton, más gordo y con la cara más colorada que años atrás, y es probable que también más estúpido. George no se detiene.
– Buenas tardes -dice, bruscamente.
– Disfrutando de la vida, ¿eh? ¿Duerme bien?
En otro tiempo, George quizá se hubiese alarmado o se hubiera detenido para saber qué quería Upton. Pero ya no es aquel chico.
– No soy sonámbulo, de todos modos, espero.
Aviva el paso, deliberadamente, y el sargento se ve obligado a resoplar y jadear para seguirle.
– Sólo que, verá, hemos inundado la comarca de agentes especiales. Inundado. Así que el sonambulismo sería una mala idea, ah, sí, incluso para un a-bo-ga-do.
Sin reducir la marcha, George lanza una mirada despectiva hacia este idiota vacuo y bravucón.
– Oh, sí, un a-bo-ga-do. Espero que le sea útil, señorito. Hombre prevenido vale por dos, dicen, si no es al revés.
George no habla a sus padres de este encuentro. Hay una preocupación más inmediata: en el correo de la tarde ha llegado una carta de Cannock con una letra conocida. Su destinatario es George y el remitente firma «Un amante de la justicia»:
No le conozco, pero a veces le he visto en el ferrocarril, y supongo que si le conociera no me gustaría mucho, porque los indígenas no me gustan. Pero pienso que todo el mundo merece un trato justo y por eso le escribo, porque no creo que tenga nada que ver con los horribles delitos de los que habla todo el mundo. Todos dicen que tiene que ser usted, porque piensan que no es de los nuestros y que le gustaría darles una tunda. Así que la policía empezó a vigilarle, pero no vieron nada y ahora vigilan a otra persona… Si matan a otro caballo dirán que ha sido usted, así que váyase de vacaciones para estar lejos cuando se produzca el próximo crimen. La policía dice que será a final de mes, como el anterior. Váyase antes.
George no pierde la calma.
– Difamación -dice-. A primera vista, yo diría que es difamación criminal.
– Vuelve a empezar -dice su madre, y él advierte que ella está al borde de las lágrimas-. Todo vuelve a empezar. No pararán hasta que nos hayan echado.
– Charlotte -dice Shapurji, con firmeza-. Ni hablar de eso. No nos iremos de la vicaría hasta que vayamos a descansar con el tío Compson. Es voluntad del Señor que suframos durante el viaje terrenal y no nos corresponde cuestionarla.
Hoy día hay momentos en que a George no le falta mucho para cuestionar al Señor. Por ejemplo: ¿por qué su madre, que es la virtud encarnada y socorre a los pobres y enfermos de la parroquia, tiene que sufrir de esta manera? Y si, como sostiene su padre, el Señor es el responsable de todo, entonces lo es también de la policía de Staffordshire y de su notoria incompetencia. Pero George no lo dice; cada vez hay más cosas que ni siquiera insinúa.
También empieza a comprender el mundo un poco mejor que sus padres. Sólo tiene veintisiete años, pero la vida laboral de un abogado de Birmingham ofrece atisbos de la naturaleza humana quizá inaccesibles para un vicario rural. De modo que cuando su padre propone que se quejen una vez más al jefe de la policía, George discrepa. Anson se puso en su contra la vez anterior; a quien hay que dirigirse es al inspector encargado de la investigación.
– Le escribiré -dice Shapurji.
– No, padre, creo que eso me corresponde a mí. E iré a verle yo solo. Si vamos los dos, podría pensar que es una delegación.
Al vicario le sorprende, pero está complacido. Le gustan estas afirmaciones viriles de su hijo y le deja salirse con la suya.
George escribe solicitando una entrevista, de preferencia no en la vicaría, sino en la comisaría que elija el inspector. A Campbell esto le parece un poco extraño. Opta por Hednesford y pide al sargento Parsons que le acompañe.
– Gracias por recibirme, inspector. Le agradezco que me dedique su tiempo. Tengo tres puntos en mi orden del día. Pero antes me gustaría que aceptara esto.
Campbell tiene unos cuarenta años y es un hombre pelirrojo, con cabeza de camello y larga espalda, que parece aún más alto sentado que de pie. Extiende la mano por encima de la mesa y examina el obsequio: un ejemplar de Legislación ferroviaria para «el viajero de tren». Hojea despacio unas páginas.
– El ejemplar doscientos treinta y ocho -dice George.
Le sale un tono más vanidoso de lo que pretendía.
– Muy amable por su parte, señor, pero me temo que el reglamento de la policía prohíbe aceptar regalos del público general.
Campbell desliza el libro de nuevo por encima de la mesa.