– Oh, apenas es un soborno, inspector -dice George, con ligereza-. ¿No lo puede considerar… una nueva adquisición para la biblioteca?
– La biblioteca. ¿Tenemos una biblioteca, sargento?
– Bueno, siempre podríamos empezar una, señor.
– En ese caso, señor Edalji, cuente con mi agradecimiento.
George se pregunta a medias si no se estarán burlando de él.
– Se pronuncia Aydlji. No E-dal-ji.
– Aydlji. -El inspector hace un tosco intento y hace una mueca-. Si no le importa, me contentaré con llamarle señor.
George carraspea.
– El primer punto del orden del día es éste.
– Saca la carta del «Amante de la justicia»-. He recibido otras cinco en mi bufete.
Campbell la lee, se la pasa al sargento, la recoge, la relee. No sabe muy bien si es una carta de denuncia o de apoyo. O lo primero disfrazado de lo segundo. Si es una denuncia, ¿por qué la llevaría alguien a la policía? Si es de apoyo, ¿por qué presentarla, a menos que ya haya sido acusado? Campbell encuentra el motivo de George casi tan interesante como la propia carta.
– ¿Alguna idea de quién puede ser?
– No está firmada.
– Me he dado cuenta, señor. ¿Puedo preguntarle si tiene intención de seguir el consejo del remitente? «¿Váyase de vacaciones»?
– La verdad, inspector, eso parece tomar el rábano por las hojas. ¿No considera esta carta una difamación criminal?
– No lo sé, señor, para ser sincero. Son los abogados como usted los que deciden lo que es legal y lo que no lo es. Desde el punto de vista policial, yo diría que alguien se está divirtiendo a su costa.
– ¿Divirtiendo? ¿No le parece que si esta carta se difundiera, con las acusaciones que finge desmentir, yo correría peligro frente a los mozos de labranza y los mineros?
– No lo sé, señor. Lo único que puedo decir es que no recuerdo que una carta anónima haya dado pábulo a una agresión en esta comarca desde que estoy aquí. ¿Y usted, Parsons?
El sargento niega con la cabeza.
– ¿Y qué opina de la frase, hacia la mitad…, «piensan que no es de los nuestros»?
– ¿Qué opina usted?
– Pues verá, es algo que no me han dicho nunca.
– Muy bien, inspector, lo que yo «opino» es que casi con toda certeza constituye una referencia al hecho de que mi padre es de origen parsi.
– Sí, supongo que podría referirse a eso.
Campbell inclina de nuevo la cabeza pelirroja sobre la carta, como si la examinara en busca de un sentido más completo. Procura dilucidar las dudas sobre este hombre y su querella, si se trata de una queja sin ambages o de algo más complicado.
– ¿Podría, podría? ¿Qué otra cosa puede significar?
– Pues podría significar que usted no encaja.
– ¿Se refiere a que no juego en el equipo de criquet de Great Wyrley?
– ¿No juega, señor?
George se siente cada vez más exasperado.
– Y a que tampoco frecuento las tabernas.
– ¿No, señor?
– Ni tampoco fumo tabaco.
– ¿No, señor? Pues tendremos que esperar a preguntarle el sentido al redactor de la carta. Si le atrapamos, y cuando lo hagamos. ¿No ha dicho que había otra cosa?
El segundo punto en la lista de George es presentar una queja contra el sargento Upton, tanto por su actitud como por sus insinuaciones. Sólo que, al repetirlas el inspector, de algún modo dejan de serlo: Campbell las convierte en los comentarios torpones de un miembro no muy brillante de la policía a un denunciante algo pedante e hipersensible.
George está ya bastante confuso. Se esperaba gratitud por el libro, conmoción por la carta, interés por su aprieto. El inspector ha sido correcto pero lento; a George se le antoja que su cortesía estudiada es una especie de grosería. No obstante, tiene que exponer el tercer punto.
– Tengo una sugerencia. Para su investigación. -George hace una pausa, como proyectaba hacer, a fin de reclamar plena atención-. Sabuesos.
– ¿Cómo dice?
– Sabuesos. Como seguro que sabe, poseen un excelente olfato. Si adquiriese un par de sabuesos adiestrados, sin duda le conducirían directamente desde la escena de la próxima mutilación hasta el culpable. Siguen un rastro con una precisión asombrosa, y en esta comarca no hay grandes arroyos o ríos que el criminal pueda vadear para despistarlos.
La policía de Staffordshire no parece acostumbrada a recibir sugerencias prácticas de particulares.
– Sabuesos -repite Campbell-. En efecto, un par de ellos. Parece algo salido de un novelón barato. «¡Señor Holmes, eran las huellas de un perro gigantesco!»
Parsons suelta una risa y Campbell no le ordena que guarde silencio.
Todo ha salido horriblemente mal, sobre todo esta última parte que George ha concebido por su cuenta y de la que ni siquiera ha hablado con su padre. Está abatido. Al salir de la comisaría, los dos policías observan su marcha desde la entrada. Oye al sargento comentar, con una voz audible: «Quizá podamos guardar a los sabuesos en la biblioteca».
Estas palabras parecen acompañarle durante todo el trayecto de regreso a la vicaría, donde les hace a sus padres una crónica abreviada de la entrevista. Decide que si la policía rechaza sus propuestas, les ayudará a pesar de todo. Publica un anuncio en el Lichfield Mercury y otros periódicos en el que describe la campaña reanudada de cartas y ofrece una recompensa de 25 libras pagaderas en el caso de que se condene al culpable. Recuerda que el anuncio de su padre, hace muchos años, tuvo un mero efecto inflamatorio, pero confía en que esta vez la oferta de dinero dé su fruto. Declara que es abogado.
Campbell
Cinco días después, el inspector fue convocado de nuevo en Green Hall. Esta vez se mostró menos tímido a la hora de fisgar. Se fijó en un reloj de pie que exhibía las fases de la luna, un grabado a media tinta de una escena bíblica, una alfombra turca descolorida y una chimenea atestada de leños en previsión del otoño. En el estudio le alarmó menos el alce de ojo vidrioso y vio los volúmenes encuadernados del Field y Punch. El aparador albergaba un pez grande disecado en una pecera, y una vitrina con tres licoreras.
El capitán Anson indicó con un gesto a Campbell que se sentara y se quedó de pie: una artimaña de hombres bajos en presencia de otros más altos, como el inspector sabía bien. Pero no tuvo tiempo de reflexionar sobre las estratagemas de la autoridad. El talante de la misma, en esta ocasión, no era cordial.
– Nuestro hombre ha empezado a provocarnos. Esas cartas de Greatorex… ¿Cuántas hemos recibido ya?
– Cinco, señor.
– Y anoche le llegó esta otra a Rowley, en Bridgetown. Anson se puso las gafas y empezó a leer:
Señor, un individuo cuyas iniciales adivinará llevará un gancho nuevo en el tren de Walsall la noche del miércoles, y lo llevará guardado en un bolsillo especial debajo del abrigo, y usted o sus colegas lo verán si logran abrírselo un poco, pues es casi cuatro centímetros más largo que el que tiró lejos de la vista cuando oyó que alguien le seguía los pasos esta mañana. Llegará después de las cinco o las seis, o si no vuelve a casa mañana lo hará el jueves y cometerá usted un error si no tiene a mano a todos sus agentes de paisano. Los ha despachado demasiado pronto. Vaya, piense nada más en que actuó cerca de donde ellos estuvieron escondidos hace sólo unos días. Pero señor, él tiene ojo de águila y los oídos tan afilados como una cuchilla, y es tan rápido de pies como un zorro e igual de silencioso, y repta a gatas hasta donde están los pobres animales, los acaricia un rato y después los destripa con el gancho y las tripas se les salen antes de darse cuenta de que están heridos. Necesita cien detectives para pillarle con las manos en la masa, porque es más listo que el hambre y se conoce cada recoveco. Usted sabe quién es, y puedo demostrarlo; pero hasta que ofrezcan una recompensa de cien libras no diré ni pío.