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Anson miró a Campbell, invitándolo a hacer comentarios.

– Ninguno de mis hombres vio tirar algo, señor. Y no han encontrado nada que se parezca a un gancho. Quizá mutile o no a los animales de ese modo, pero las entrañas no se les salen, como sabemos. ¿Quiere que vigile los trenes de Walsall?

– Cuesta pensar que después de esta carta vaya a aparecer un tipo con un abrigo largo en medio del verano, invitando a que le registren.

– No, señor. ¿Cree que las cien libras que pide es una respuesta intencionada a la recompensa que ofrece el abogado?

– Es posible. Aquello fue una burda impertinencia.

Anson hizo una pausa y cogió otra hoja de papel de su escritorio.

– Pero es peor la otra carta, la dirigida al sargento Robinson, de Hednesford. Juzgue usted mismo.

Anson se la entregó.

Habrá jolgorio en Wyrley en noviembre, cuando empiecen con niñas, porque liquidarán a veinte mozas como a los caballos antes del próximo marzo. No piense que va a pillarlos destripando a las bestias; son demasiado silenciosos y no se mueven durante horas, hasta que sus hombres se han ido… Edalji, al que dicen que encerraron, va a ir a Brum el domingo por la noche a ver al Capitán, cerca de Northfield, para hablar de cómo van a hacerlo con tantos detectives por ahí sueltos, y creo que van a despacharse algunas vacas a la luz del día en vez de por la noche… Creo que pronto matarán animales más cerca de aquí, y sé que las granjas Cross Keys y West Cannock son las dos primeras de la lista… A ti, canalla abotagado, te volaré esa cabezota de un tiro con la pistola de tu padre si te cruzas en mi camino o andas espiando a alguno de mis amigos.

– Esto es malo, señor. Muy malo. Más vale que no se sepa. Cundiría el pánico en todos los pueblos. Veinte mozas… La gente ya está bastante preocupada con su ganado.

– ¿Tiene hijos, Campbell?

– Un chico. Y una niña.

– Sí. Lo único bueno de esta carta es la amenaza de muerte al sargento Robinson.

– ¿Eso es bueno, señor?

– Oh, quizá no para el propio Robinson. Pero significa que nuestro hombre se ha propasado. Amenazar de muerte a un oficial de policía. Si incluimos eso en la acusación le caerá cadena perpetua.

«Si atrapamos al remitente de la carta», pensó Campbell.

– Northfield, Hednesford, Walsall… Intenta dispersarnos en todas direcciones.

– Sin duda. Inspector, permítame resumir, si no tiene objeciones, y dígame si discrepa de mi análisis.

– Sí, señor.

– Pues bien, usted es un oficial competente…, no, no discrepe todavía. -Anson esbozó la más leve de las sonrisas de su repertorio-. Un oficial muy competente. Pero esta investigación empezó hace tres meses y medio, y hubo tres semanas en las que tuvo a su mando a veinte agentes especiales. No hemos acusado a nadie ni detenido a nadie; ni siquiera hemos convocado a nadie para interrogarlo. Y las mutilaciones han continuado. ¿Estamos?

– Estamos.

– La cooperación local, que sé que usted compara desfavorablemente con su experiencia en la gran ciudad de Birmingham, ha sido mejor que de costumbre. Por una vez, existe un interés más grande del normal en ayudar a la policía. Pero las mejores sospechas que hemos obtenido hasta ahora proceden de denuncias anónimas. Ese misterioso «Capitán», por ejemplo, que ofrece el inconveniente de vivir en el otro lado de Birmingham. ¿Debe tentarnos? Yo creo que no. ¿Qué motivos podría tener un capitán que reside a kilómetros de distancia para mutilar animales a cuyos dueños no conoce? Aunque sería una pobre labor policial no hacer una visita a Northfield.

– De acuerdo.

– Así que estamos buscando a lugareños, como siempre hemos supuesto. O a un lugareño. Yo me inclino por la idea de más de uno. Tres o cuatro, quizá. Sería más lógico. Me imaginaría uno que escribe las cartas, un chico recadero que viaja a distintas localidades, una persona diestra en manejar animales y el que planea y los dirige a todos. Una banda, en otras palabras. A cuyos miembros no les gusta la policía. Que se recrean, de hecho, en intentar despistarnos. Que son jactanciosos.

»Dicen nombres para confundirnos. Por supuesto. Pero aun así, hay uno mencionado una y otra vez. Edalji. Edalji, que va a reunirse con el Capitán. Edalji, al que dicen que encerraron. Edalji, el abogado de la banda. Siempre he tenido mis sospechas, pero hasta ahora he creído oportuno reservármelas. Le dije que consultara los expedientes, Campbell. Hubo una campaña de cartas anónimas, sobre todo contra el padre. Bromas, patrañas, pequeños robos. Por poco le atrapamos entonces. Al final di al vicario un aviso bastante serio de que sabíamos quién andaba detrás de todo aquello, y no mucho después cesó. QED [9], diría usted, pero por desgracia no era suficiente para condenarle. Con todo, aunque no confesó, puse fin al asunto. Durante ¿cuánto? Siete, ocho años.

»Ahora ha empezado de nuevo y en el mismo lugar. Y el nombre de Edalji surge en todas partes. La primera carta de Greatorex menciona tres nombres, pero el único de los tres al que conoce el chico es Edalji. Por consiguiente, Edalji conoce a Greatorex. E hizo lo mismo la vez anterior: se incluyó en las denuncias. Sólo que ahora ha crecido y no se contenta con cazar mirlos y retorcerles el cuello. Esta vez busca cosas más grandes, literalmente. Vacas, caballos. Y como él no es un arquetipo físico, recluta a otros para que le ayuden en sus fechorías. Y ahora ha subido la puja y nos amenaza con veinte mozas. Veinte zagalas, Campbell.

– En efecto, señor. ¿Me permite una o dos preguntas?

– Sí.

– Para empezar, ¿por qué denunciarse él mismo?

– Para borrar el rastro. Incluye adrede su nombre en listas de personas que sabemos que no tienen nada que ver con este asunto.

– ¿Y también ofrece una recompensa por su propia captura?

– De ese modo sabe que no la reclamará nadie más que él. -Anson lanzó una risita seca, pero Campbell no pareció apreciar el chiste-. Y, por descontado, es otra provocación a la policía.

Mira cómo mete la pata, y entretanto un pobre ciudadano honrado tiene que aportar dinero para esclarecer el delito. Puestos a pensarlo, ese anuncio podría estar redactado como una difamación contra nosotros…

– Pero… disculpe, señor: ¿por qué un abogado de Birmingham reuniría a una banda de vándalos locales con objeto de mutilar a animales?

– Usted lo conoce, Campbell. ¿Qué impresión le causó?

El inspector repasó sus impresiones.

– Inteligente. Nervioso. Bastante afanoso de agradar, al principio. Un poco rápido en ofenderse. Se brindó a aconsejarnos y no mostramos mucho interés. Sugirió que probáramos a utilizar sabuesos.

– ¿Sabuesos? ¿Seguro que no dijo rastreadores nativos?

– No, señor, sabuesos. Lo raro fue que, al escuchar su voz…, una voz educada, la voz de un abogado, en un momento dado me sorprendí pensando que, si cerrabas los ojos, le tomarías por un inglés.

– ¿Mientras que, si los dejabas abiertos, no le confundirías precisamente con un miembro de la Guardia Real?

– Podríamos decirlo así, señor.

– Sí. Es como si la impresión que le causó, cerrados o abiertos los ojos, fuera la de alguien que se siente superior. ¿Cómo diría? Alguien que cree que pertenece a una casta superior, ¿no?

– Es posible. Pero ¿por qué una persona así destriparía caballos, en vez de demostrar, por ejemplo, que es inteligente y superior desfalcando grandes sumas de dinero?

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[9] Quod erat demonstrandum («que es lo que se quería demostrar»). (N. del T.)