– ¿Quién sabe si no lo planea también? Francamente, Campbell, el porqué me interesa mucho menos que el cómo, el cuándo y el qué.
– Sí, señor. Pero si me está pidiendo que detenga a ese hombre, ayudaría tener una pista sobre sus móviles.
A Anson le disgustaba esta clase de preguntas, que a su juicio se hacían cada vez con más frecuencia en la labor policial. Había una pasión por ahondar en la mente del criminal. Lo que había que hacer era pillar a un individuo, detenerle, acusarle y ponerlo a buen recaudo durante unos años, cuantos más mejor. Carecía de interés sondear el funcionamiento mental de un malhechor cuando disparaba su pistola o te rompía la ventana. El jefe de la policía estaba a punto de decir todo esto cuando Campbell le señaló:
– Al fin y al cabo, podemos descartar el móvil del lucro. No está destruyendo su patrimonio con idea de que alguien reclame el seguro.
– Un hombre que pega fuego al almiar del vecino no lo hace con ánimo de lucro. Lo hace por maldad. Por el placer de ver llamas en el cielo y el miedo en la cara de la gente. En el caso de Edalji quizá haya un odio profundo a los animales. Usted sin duda hará averiguaciones a este respecto. O si hay alguna pauta fija en el horario de los ataques, si la mayoría ocurren a comienzos de mes, podría haber algún principio expiatorio. Quizá el instrumento misterioso que andamos buscando sea un cuchillo ritual de origen indio. Un kukri o algo así. Tengo entendido que el padre de Edalji es parsi. ¿No adoran el fuego?
Campbell reconoció que los métodos profesionales no habían sido fructíferos hasta entonces, pero era reacio a que los suplantaran elucubraciones caprichosas. Y si los parsis adoraban el fuego, ¿no sería de esperar que el hombre fuese un pirómano?
– A propósito, no le estoy pidiendo que detenga al abogado.
– ¿No, señor?
– No. Lo que le pido, le ordeno, es que concentre sus recursos en él. Vigile la vicaría discretamente durante el día, haga que le sigan hasta la estación, asígnele un hombre en Birmingham, por si almuerza con el misterioso Capitán, y tenga la casa totalmente vigilada de noche. Hágalo de tal manera que no pueda salir a escupir por la puerta trasera sin topar con un agente especial. Hará algo, sé que hará algo.
George
George procura continuar su vida normal; en definitiva, es su derecho de inglés nacido libre. Pero resulta difícil cuando notas que te espían; cuando oscuras siluetas allanan los terrenos de la vicaría por la noche; cuando hay que ocultar cosas a Maud e incluso, en ocasiones, a la madre. El padre reza oraciones con la misma energía que siempre y las mujeres las repiten con la misma inquietud que antes. George confía cada vez menos en la protección del Señor. El único momento del día en que se siente a salvo es cuando su padre cierra con llave la puerta del dormitorio.
A veces tiene ganas de descorrer las cortinas, abrir la ventana y lanzar palabras sarcásticas a los vigilantes que sabe que merodean ahí fuera. «Qué absurdo despilfarro de dinero público», piensa. Para su sorpresa, descubre que está empezando a poseer carácter. Más aún le sorprende que le haga sentirse casi un adulto. Una noche en que, como de costumbre, recorre los caminos, ve a un agente especial que le sigue a cierta distancia. Se da media vuelta de golpe y aborda a su perseguidor, un hombre con cara zorruna y un traje de tweed, que da la impresión de que estaría más a gusto en una tasca mugrienta.
– ¿Puedo orientarle? -pregunta George, con un tono que raya en la descortesía.
– Sé cuidarme, gracias.
– ¿No es usted de por aquí?
– Soy de Walsall, ya que pregunta.
– Por aquí no se va a Walsall. ¿Por qué recorre los caminos de Great Wyrley a esta hora?
– También yo podría hacerle esa pregunta. «El tipo es insolente», piensa George.
– Me está siguiendo por orden del inspector Campbell. Está más claro que el agua. ¿Me toma por un idiota? El único punto interesante es si Campbell le ordenó que se dejara ver en todo momento, en cuyo caso su conducta puede considerarse una obstrucción de la vía pública, o bien le encargó que se mantuviera oculto, en cuyo caso es usted un agente especial totalmente incompetente.
El hombre se limita a sonreír entre dientes.
– Eso es cosa de él y mía, ¿no le parece?
– Me parece, amigo mío -dice George, y su ira es ya intensa-, que usted y sus colegas son un notable desperdicio del presupuesto público. Llevan semanas rondando por el pueblo y no han hecho nada, absolutamente nada de provecho.
El policía se limita a sonreír de nuevo.
– Tranquilo, tranquilo -dice.
Durante la cena, el vicario sugiere que George lleve a Maud a pasar el día en Aberystwyth. Lo dice con tono de mando, pero George se niega en redondo: tiene mucho trabajo y no quiere tomarse un día libre. No da su brazo a torcer hasta que Maud se suma a la súplica, y accede de mala gana. El martes están ausentes desde el amanecer hasta tarde por la noche. El sol brilla; el trayecto en tren -los casi doscientos kilómetros en el ferrocarril de Great Wyrley- es agradable y sin contratiempos; hermana y hermano experimentan una extraña sensación de libertad. Dan un paseo por el muelle, inspeccionan la fachada del University College y llegan hasta la punta del espigón (entrada, dos chelines). Es un hermoso día de agosto en que sopla un viento suave, y están plenamente de acuerdo en que no quieren navegar por la bahía en un barco de recreo; tampoco imitar a los acuclillados que recogen guijarros en la playa. Prefieren tomar el tranvía desde el extremo norte del paseo hasta los Cliff Gardens de Constitution Hill. A medida que el tranvía sube, y después, cuando baja, tienen una bella panorámica de la ciudad y de la bahía de Cardigan. Todas las personas con las que hablan en este lugar turístico son corteses, incluido el policía uniformado que les recomienda que almuercen en el hotel Belle Vue, o en el Waterloo si son abstemios estrictos. Comen pollo asado y tarta de manzana mientras hablan de temas seguros, como Horace y la tía abuela Stoneham, y la gente que ocupa otras mesas. Después de comer suben al castillo, que George describe jocosamente como un atentado contra la ley de venta de bienes, ya que sólo se compone de unas cuantas torres y fragmentos en ruinas. Un transeúnte señala allí, justo a la izquierda de Constitution Hill, la cumbre de Snowdon. Maud está encantada, pero George no logra divisarla. Ella promete que un día le comprará un par de prismáticos. En el tren de vuelta pregunta a su hermano si el tranvía de Aberystwyth se regirá por las mismas leyes que el ferrocarril; luego le ruega que le ponga una adivinanza como solía hacer en el aula. Él hace lo que puede, porque quiere a su hermana, que por una vez parece casi feliz; pero lo hace sin ganas.
Al día siguiente llega una postal a Newhall Street. Es una inmunda efusión que le acusa de mantener relaciones culpables con una mujer de Cannock: «Señor. ¿Le parece correcto que un hombre de su posición tenga relaciones todas las noches con la hermana de ____________________ ____________________, sabiendo que ella va a contraer matrimonio con Frank Smith, el socialista?». Huelga decir que no ha oído hablar de ninguno de los dos. Mira el matasellos: Wolverhampton, 12.30 del 4 de agosto de 1903. Estaban urdiendo esta calumnia asquerosa en el preciso momento en que él y Maud almorzaban en el hotel Belle Vue.
La postal le despierta sentimientos de envidia de Horace, que es ya un chupatintas despreocupado en el Ministerio de Hacienda en Manchester. Parece deslizarse indemne por la vida; pasan los días y toda su ambición se cifra en un lento ascenso de la escala, y su felicidad deriva de la compañía femenina, sobre la cual deja caer insinuaciones primarias. Ante todo, Horace ha huido de Great Wyrley. Más que nunca George considera una maldición haber sido el primogénito, así como estar dotado de una mayor inteligencia y de menos seguridad en sí mismo que su hermano. Horace tiene todos los motivos para dudar de sí mismo; a George, a pesar de su éxito académico y sus cualificaciones profesionales, le paraliza la timidez. Cuando explica las leyes detrás efe un escritorio sabe ser claro y hasta autoritario. Pero carece de la facultad de hablar con ligereza o frivolidad; no sabe cómo hacer que la gente se sienta a gusto; es consciente de que algunos le consideran raro.