El lunes, 17 de agosto de 1903, toma el tren de las 7.39 a New Street, como de costumbre; vuelve a las 17.25, como de costumbre, y llega a la vicaría poco antes de las seis y media. Trabaja un rato y luego se pone un abrigo y se va caminando a ver al botero, John Hands. Regresa a la vicaría un poco antes de las 21.30, cena y se retira a la habitación donde duerme con su padre. Las puertas de la vicaría están cerradas con llave y cerrojo, así como la puerta del dormitorio, y George duerme sin interrupciones, como ha hecho en las últimas semanas. A la mañana siguiente se despierta a las 6, la llave de la puerta del dormitorio se abre a las 6.40 y coge el tren de las 7.39 a New Street.
No se percata de que son las últimas veinticuatro horas normales de su vida.
Campbell
Llovió pertinazmente la noche del 17 y sopló un viento de borrasca. Al alba había escampado, y cuando los mineros se pusieron en marcha para el turno temprano en la mina de Great Wyrley había en el aire el frescor que sucede a una lluvia de verano. Un muchacho minero llamado Henry Garrett cruzaba un campo en su trayecto al trabajo cuando advirtió que un pony del pozo se hallaba maltrecho. Al acercarse vio que a duras penas se tenía en pie y que sangraba mucho.
Los gritos del chico atrajeron a un grupo de mineros que atravesaron chapoteando el campo para examinar el largo corte practicado en el abdomen del pony, y el charco rojo sobre el barro removido de debajo. En menos de una hora, Campbell había llegado con media docena de agentes especiales y habían mandado a buscar a Lewis, el veterinario. Campbell preguntó quién era el encargado de patrullar por aquel sector. El agente Cooper contestó que había pasado por aquel campo hacia las once y que el animal parecía en buen estado. Pero la noche era oscura y no se había acercado al pony.
Era el octavo caso en seis meses, y el decimosexto animal mutilado. Campbell pensó un poco en el pony y en el afecto que hasta los mineros más rudos mostraban por aquellas criaturas; pensó un poco en el capitán Aston y en su preocupación por el honor de Staffordshire; pero lo que más ocupó su pensamiento al mirar el tajo rezumante y observar cómo se tambaleaba el pony fue la carta que le había enseñado el jefe de la policía. «Habrá jolgorio en Wyrley en noviembre -recordó. Y después-: porque liquidarán a veinte mozas como a los caballos antes del próximo marzo.» Y otra palabra: «niñas».
Campbell era un oficial competente, como había dicho Anson; era diligente y equilibrado. No tenía ideas preconcebidas sobre los criminales; tampoco era dado a teorías demasiado precipitadas o a intuiciones autocomplacientes. Aun así, el campo donde había tenido lugar la salvajada se extendía directamente entre la mina y Great Wyrley. Si trazabas una línea recta desde el campo hasta el pueblo, la primera casa que encontrabas era la vicaría. La lógica ordinaria, así como el jefe de la policía, instaban a una visita.
– ¿Alguien estuvo vigilando la vicaría anoche?
El agente Judd se identificó y habló un poco más de la cuenta sobre el tiempo de perros que hacía y la lluvia que se le metía en los ojos, lo que quizá delatase que se había pasado la mitad de la noche guarecido debajo de un árbol. A Campbell no se le ocurría pensar que los policías estuviesen exentos de flaquezas humanas. En todo caso, Judd no había visto llegar ni marcharse a nadie; las luces se habían apagado a las diez y media, la hora de siempre. Pero había sido una noche de lo más destemplada, inspector…
Campbell consultó el reloj: las 7.15. Envió a Markew, que conocía al abogado, a que le detuviera en la estación. Dijo a Cooper y a Judd que aguardaran al veterinario y que espantasen a los mirones, y emprendió con Parsons y los restantes agentes el itinerario más directo hacia la vicaría. Había un par de setos por los que colarse y había que cruzar la vía de tren por el paso subterráneo, pero lo hicieron sin dificultades en menos de quince minutos. Bastante antes de las ocho, Campbell había apostado a un policía en cada esquina de la casa mientras él y Parsons hacían retumbar la aldaba. No eran sólo las veinte mozas; había también la amenaza de un balazo en la cabeza de Robinson con la pistola de alguien.
La criada acompañó a los dos policías a la cocina, donde la mujer y la hija del vicario estaban terminando el desayuno. Parsons juzgó que la mujer parecía asustada y su hija mestiza enfermiza.
– Me gustaría hablar con su hijo George.
La mujer del vicario era delgada y de complexión menuda; tenía casi todo el pelo blanco. Habló en voz baja, con un acusado acento escocés.
– Ya se ha marchado para su oficina. Toma el tren de las siete y treinta y nueve. Es abogado en Birmingham.
– Sé todo eso, señora. Tengo que pedirle que me enseñe la ropa de su hijo. Toda la ropa, sin excepción.
– Maud, ve a buscar a tu padre.
Parsons preguntó con un mero giro de la cabeza si debía seguir a la chica, pero Campbell le indicó que no. Alrededor de un minuto después apareció el vicario: un hombre bajo, fornido, de piel clara, sin ninguna de las rarezas de su hijo. Tenía el pelo blanco, pero Campbell pensó que era apuesto, dentro de su estilo hindú.
El inspector repitió su petición.
– Debo preguntarle cuál es el motivo de su investigación y si trae una orden de registro.
– Han encontrado a un pony de la mina… -Campbell titubeó un instante, a causa de la presencia de mujeres- en un campo cercano… Alguien lo ha herido.
– Y usted sospecha que ha sido mi hijo George.
La madre rodeó con un brazo a su hija.
– Digamos que sería muy útil para excluirle de la investigación, si es posible.
«La vieja mentira», pensó Campbell, casi avergonzado de volver a utilizarla.
– Pero ¿tiene usted una orden de registro?
– No la llevo conmigo en este momento, señor.
– Muy bien. Charlotte, enséñale la ropa de George.
– Gracias. Y supongo que no pondrá reparos a que mis agentes registren la casa y las inmediaciones.
– No, si eso ayuda a excluir a mi hijo de su investigación.
«Hasta ahora todo bien», pensó Campbell. En las barriadas de Birmingham, el padre le habría atacado con un atizador, la madre habría vociferado y la hija habría intentado arrancarle los ojos. No obstante, en algunos sentidos era más fácil, pues equivalía casi a una confesión de culpa.
Dijo a sus hombres que buscaran todo tipo de cuchillos o cuchillas, utensilios agrícolas u hortícolas que habrían podido utilizarse en la agresión, y fue con Parsons al piso de arriba. La ropa del abogado estaba extendida en la cama, incluidas camisas y ropa interior, como había pedido. Parecía limpia y seca al tacto.
– ¿Esto es toda su ropa?
La madre hizo una pausa antes de contestar.
– Sí -dijo. Y, al cabo de unos segundos-: Aparte de la que lleva puesta.
«Por supuesto -pensó Parsons-, ya imagino que no se habrá ido al trabajo desnudo. Qué declaración más rara.»
– Necesito ver su cuchillo -dijo, como de pasada.
– ¿Su cuchillo? -Ella le miró, interrogante-. ¿Se refiere al que usa para comer?
– No, al suyo. Todos los jóvenes tienen uno.
– Mi hijo es abogado -dijo el vicario, con cierta brusquedad-. Trabaja en una oficina. No se pasa el día afilando palos.