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– No sé cuántas veces me han dicho que su hijo es abogado. Lo sé muy bien. Y sé también que todos los jóvenes tienen un cuchillo.

Tras unos susurros, la hija salió y volvió con un objeto corto y grueso que entregó con un ademán desafiante.

– Es su navaja botánica -dijo.

Campbell vio enseguida que aquel objeto no habría podido infligir el daño del que había sido testigo un rato antes. Fingió, sin embargo, un notable interés, llevando la navaja a la ventana y girándola a la luz.

– Hemos encontrado esto, señor.

Un policía sostenía un estuche que contenía cuatro navajas. Una de ellas parecía mojada. Otra tenía manchas rojas en el reverso.

– Son mis navajas de afeitar -dijo enseguida el vicario.

– Una está mojada.

– Sin duda porque me he afeitado con ella hace apenas una hora.

– Y su hijo… ¿con qué se afeita? Hubo una pausa.

– Con una de ellas.

– Ah. Así que no son, estrictamente hablando, sus navajas, señor, ¿no?

– Al contrario. Siempre han sido mías. Las tengo desde hace veinte años o más, y cuando llegó el momento de que mi hijo se afeitase le permití utilizar una.

– ¿Y lo sigue haciendo?

– Sí.

– ¿No se fía de él si utiliza navajas propias?

– No las necesita.

– Pero ¿por qué no puede tener navajas suyas?

Campbell lo pronunció como si fuera una pregunta a medias, a la espera de que alguien optara por responderla. No, pensó que no. Había algo ligeramente extraño en la familia, aunque no supiera concretar qué era. No se estaban negando a cooperar, pero al mismo tiempo no los sentía nada francos.

– Su hijo salió anoche.

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

– No lo sé exactamente. Una hora, quizá más. ¿Charlotte?

De nuevo, la mujer pareció emplear un tiempo desmesurado en ponderar una pregunta sencilla.

– Una hora y media, hora y tres cuartos -susurró al final. Tiempo de sobra para ir al campo y volver, como Campbell acababa de demostrar.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Entre las ocho y las nueve y media -respondió el vicario, aunque Parsons había dirigido la pregunta a la mujer- Fue al botero.

– No, me refiero a después de eso.

– Después de eso no salió.

– Pero le he preguntado si salió por la noche y me ha dicho que sí.

– No, inspector, usted me ha preguntado si salió anoche, no por la noche.

Campbell asintió. No era lerdo, aquel clérigo.

– Bueno, me gustaría ver sus botas.

– ¿Sus botas?

– Sí, las botas con que salió. Y enséñeme el pantalón que llevaba.

Estaba seco, pero cuando Campbell volvió a examinarlo vio barro negro alrededor de los dobladillos. Cuando le mostraron las botas vio que también tenían costras de barro y que estaban aún húmedas.

– También he encontrado esto, señor -dijo el sargento que había llevado las botas-. A mí me parece húmedo.

Entregó un abrigo de sarga azul.

– ¿Dónde estaba esto? -El inspector pasó la mano por el abrigo-. Sí, está húmedo.

– Colgado al lado de la puerta de atrás, justo encima de las botas.

– Déjeme palparlo -dijo el vicario. Pasó una mano por la manga y dijo-: Está seca.

– Está húmedo -repitió Campbell, y pensó: «Y lo que es más, yo soy policía»-. ¿A quién pertenece?

– A George.

– ¿A George? Les he dicho que me enseñaran toda su ropa. Sin excepción.

– Se la hemos enseñado. -Esta vez era la madre-. Lo que yo considero su ropa es todo esto. Eso no es más que un abrigo viejo que nunca se pone.

– ¿Nunca?

– Nunca.

– ¿Se lo pone otra persona?

– No.

– Es de lo más misterioso. Un abrigo que nadie se pone pero que está colgado oportunamente junto a la puerta de atrás. Empecemos otra vez. Este abrigo es de su hijo. ¿Cuándo se lo puso por última vez?

Los padres se miraron. Al final, la madre dijo:

– No lo sé. Está demasiado astroso para que salga a la calle con él, y no hay motivo para que lo use en casa. Quizá se lo pone para la jardinería.

– Déjeme ver -dijo Campbell, levantando la prenda hacia la luz de la ventana-. Sí, aquí hay un pelo. Y… otro. Y… sí, otro más. ¿Parsons?

El sargento echó un vistazo y asintió.

– Déjeme ver, inspector. -El vicario fue autorizado a examinar el abrigo-. Esto no es un pelo. No veo ningún pelo.

La madre y la hija se sumaron al examen, tirando de la sarga azul, como en un bazar. El inspector las alejó con un gesto y depositó el abrigo en la mesa.

– Aquí -dijo, señalando el pelo más obvio.

– Es una liña -dijo la hija-. No es un pelo, es una liña.

– ¿Qué es una liña?

– Una hebra, una hebra suelta. Todo el mundo lo ve, cualquiera que haya cosido alguna vez.

Campbell no había cosido en su vida, pero detectaba el pánico en la voz de una muchacha.

– Y mire estas manchas, sargento.

En la manga derecha había dos regueros separados, uno blanquecino, el otro tirando a oscuro. Ni el inspector ni Parsons hablaron, pero los dos estaban pensando lo mismo. Blanquecina, la saliva del pony; oscura, su sangre.

– Ya le he dicho que no es más que un abrigo viejo. Nunca saldría con él. No, desde luego, para ir a ver al botero.

– ¿Entonces por qué está húmedo?

– No está húmedo.

La hija adujo otra explicación provechosa para su hermano.

– Quizá a usted le parece húmedo sólo porque estaba colgado junto a la puerta trasera.

Nada impresionado, Campbell recogió el abrigo, las botas, el pantalón y otras prendas que consideraron habían sido usadas la noche anterior; también se llevó las navajas. Ordenó a la familia que no estableciera contacto con George hasta que la policía les autorizase. Apostó un hombre fuera de la vicaría y a los demás les ordenó que se repartieran el terreno. Después volvió con Parsons al campo, donde Lewis había concluido su examen y solicitaba permiso para sacrificar al pony. Campbell tendría el informe del veterinario al día siguiente. El inspector le pidió que le cortara una tira de piel al animal muerto. El agente Cooper habría de llevarla, junto con la ropa, al doctor Butter en Cannock.

En la estación de Wyrley, Markew informó de que el abogado, cortante, había desobedecido su petición de que esperase. Por consiguiente, Campbell y Parsons tomaron el primer tren disponible a Birmingham: el de las 9.53.

– Extraña familia -dijo el inspector, cuando cruzaban el canal entre Bloxwich y Walsall.

– Muy extraña. -El sargento se mordió el labio un rato-. Si me permite decírselo, señor, parecen bastante sinceros.

– Sé lo que quiere decir. Es algo que los criminales harían bien en estudiar.

– ¿Qué, señor?

– No mentir más de lo que necesitan.

– Eso será cuando las ranas críen pelo -se rió Parsons-. Con todo, hay que compadecerles, en un sentido. Que le ocurra a esa clase de familia. Una oveja negra, si me permite la expresión.

– Claro que se la permito.

Poco después de las once de la mañana, los dos policías se presentaron en el 54 de Newhall Street. Era una oficina pequeña, de dos habitaciones, con una secretaria que custodiaba la puerta del abogado. George Edalji estaba sentado pasivamente ante su escritorio, y tenía mala cara.

Campbell, alerta ante cualquier movimiento súbito del hombre, dijo:

– No queremos registrarle aquí, pero tendrá que entregarme su pistola.

Edalji le miró sin expresión.