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– No tengo pistola.

– ¿Qué es eso, entonces?

El inspector señaló con un gesto un objeto largo y reluciente que George tenía delante, sobre la mesa. El abogado habló con una voz cansadísima.

– Eso, inspector, es la llave de la puerta de un vagón de tren.

– Era una broma -contestó Campbell. Pero estaba pensando: «llaves». La llave de la escuela de Walsall de tantos años atrás, y ahora había otra. Intuía en aquel hombre algo muy raro.

– La uso como pisapapeles -explicó el abogado-. Como quizá recuerde, soy una autoridad en materia de legislación ferroviaria.

Campbell asintió. Después informó de sus derechos al abogado y le detuvo. En el trayecto en coche hacia el calabozo de Newton Street, Edalji dijo a los oficiales:

– Esto no me sorprende. Lo llevo esperando desde hace algún tiempo.

Campbell miró de soslayo a Parsons, que tomó nota en el acto de aquellas palabras.

George

En Newton Street le quitaron el dinero, el reloj y una navaja pequeña. También intentaron quitarle el pañuelo, por si trataba de estrangularse. George objetó que era de lo más inadecuado para semejante propósito y le permitieron conservarlo.

Le tuvieron una hora en una celda clara y limpia y luego fueron a buscarlo para llevarlo en el tren de las 12.40 de New Street a Cannock. George pensó: «13.08: salida de Walsall. Birchills: 13.12. Bloxwich: 13.16. Wyrley y Churchbridge: 13.24. Cannock: T3.29». Los dos policías dijeron que no le esposarían durante el trayecto, y George se lo agradeció. Aun así, cuando el tren llegó a Wyrley, bajó la cabeza y levantó una mano hasta la mejilla por si Merriman o el maletero se fijaban en el uniforme del sargento y divulgaban la noticia.

En Cannock le trasladaron a la comisaría en un carruaje. Allí midieron su estatura y tomaron nota de sus datos personales. Le examinaron en busca de manchas de sangre. Un oficial le pidió que se quitara los gemelos y luego le inspeccionó los puños. Dijo:

– ¿Llevaba esta camisa en el campo anoche? Tiene que habérsela cambiado. Aquí no hay sangre.

George no contestó. No le vio sentido. Si respondía que no, daría pie al oficial para que dijera: «Así que admite que estuvo en el campo anoche. ¿Qué camisa llevaba?». George pensó que hasta aquel momento había cooperado en todo; en adelante contestaría únicamente a preguntas que fueran necesarias y no capciosas.

Le encerraron en una celda con poca luz y menos aire, y que olía como un urinario público. Hasta carecía de agua para lavarse. Le habían quitado el reloj pero calculó que serían alrededor de las dos y media. «Quince días antes -pensó-, sólo quince días, Maud y yo habíamos terminado nuestro pollo asado y la tarta de manzana en el Belle Vue y caminábamos por Marine Terrace hacia los jardines del castillo, donde hice una pequeña observación sobre la ley de venta de bienes y un transeúnte intentó señalar el Snowdon.» Ahora estaba sentado en el catre de un calabozo, respirando lo más brevemente que podía y a la espera de lo que se avecinara. Al cabo de un par de horas le llevaron a la sala de interrogatorios, donde le aguardaban Campbell y Parsons.

– Bien, señor Edalji, ya sabe por qué estamos aquí.

– Sé por qué está usted aquí. Y se pronuncia Aydlji, no E-dal-ji.

Campbell hizo caso omiso. Pensó: «Te llamaré como quiera a partir de ahora, señor abogado».

– ¿Yconoce sus derechos legales?

– Creo que sí, inspector. Conozco las normas del procedimiento policial. Conozco las leyes de pruebas y el derecho de los acusados a guardar silencio. Conozco las reparaciones previstas en casos de detención ilegal y prisión errónea. Conozco, en efecto, las leyes de la difamación. Y también conozco el plazo de que dispone para acusarme y el plazo con que cuenta después para presentarme ante los instructores.

Campbell había esperado cierto grado de desafío, aunque no del tipo normal, que muchas veces había que reducir con ayuda de un sargento y de varios agentes.

– Bueno, eso también nos facilita las cosas a nosotros. Sin duda nos informará de si rebasamos la raya. Entonces ya sabe por qué está aquí.

– Estoy aquí porque usted me ha detenido.

– Señor Edalji, no sirve de nada hacerse el listo conmigo. He lidiado con casos mucho más duros que usted. Ahora dígame por qué está aquí.

– Inspector, no tengo intención de responder a los comentarios de orden general que con toda seguridad usted emplea para embaucar a delincuentes comunes. Tampoco responderé si usted emprende lo que la judicatura desestimaría como un tanteo del terreno. Contestaré, con la mayor veracidad posible, a cualquier pregunta específica y pertinente que quiera formular.

– Muy amable por su parte. Hábleme del Capitán.

– ¿Qué capitán?

– Dígamelo usted.

– No conozco a nadie llamado el Capitán. A no ser que se refiera al capitán Aston.

– No me venga con impertinencias, George. Sabemos que visita al Capitán en Northfield.

– No he estado en Northfield en mi vida, que yo sepa. ¿En qué fechas se supone que visité Northfield?

– Hábleme de la banda de Great Wyrley.

– ¿La banda de Great Wyrley? Ahora es usted el que habla como en un novelón barato, inspector. Nunca he oído hablar de esa banda.

– ¿Cuándo conoció a Shipton?

– No conozco a nadie que se llame Shipton.

– ¿Cuándo conoció al mozo de estación Lee?

– ¿Mozo de estación? Maletero, querrá decir.

– Pues maletero, si es eso lo que hace.

– No conozco a ninguno que se llame Lee. Aunque, que yo sepa, puede que haya saludado a maleteros sin saber su nombre, y uno de ellos podría llamarse Lee. El maletero que hay en Wyrley y Churchbridge se llama Janes.

– ¿Cuándo conoció a William Greatorex?

– No conozco a ningún… ¿Greatorex? ¿Aquel chico del tren? ¿El que va a la escuela de Walsall? ¿Qué tiene que ver con esto?

– Dígamelo usted.

Silencio.

– ¿Así que Shipton y Lee son miembros de la banda de Great Wyrley?

– Inspector, mi respuesta a esto está plenamente implícita en mis respuestas anteriores. Por favor, no insulte a mi inteligencia.

– Su inteligencia es importante para usted, ¿verdad, señor Edalji?

Silencio.

– Es importante para usted ser más inteligente que otras personas, ¿verdad? Silencio.

– ¿Es usted el Capitán?

Silencio.

– Dígame exactamente sus movimientos de ayer.

– Ayer. Fui a trabajar como siempre. Estuve en mi bufete de Newhall Street todo el día, salvo cuando fui a comer mis bocadillos en St. Philip's Place. Volví como siempre, a eso de las seis y media. Resolví unos asuntos…

– ¿Qué asuntos?

– Asuntos jurídicos que me había llevado del bufete. La tramitación del traspaso de una pequeña propiedad.

– ¿Y después?

– Después salí de casa y fui andando a ver a Hands, el botero.

– ¿Por qué?

– Porque me está haciendo un par de botas.

– ¿Hands también está metido en esto?

Silencio.

– ¿Y?

– Y hablé con él mientras me hacía una prueba. Después estuve paseando un rato. Volví a cenar poco antes de las nueve y media.

– ¿Por dónde dio el paseo?

– Por allí. Por los caminos. Paseo todos los días. No suelo fijarme mucho.

– ¿De modo que caminó hacia la mina?

– No, creo que no.

– Vamos, George, usted sabe hacerlo mejor. Ha dicho que paseó en todas direcciones pero que no se acuerda de cuál siguió. Una de las direcciones desde Wyrley lleva a la mina. ¿Por qué no habría de caminar hacia allí?