– Si me permite un momento. -George se apretó la frente con los dedos-. Ahora me acuerdo. Fui por la carretera a Churchbridge. Luego giré a la derecha, hacia Watling Street Road, después a Walk Mill y luego recorrí el camino hasta por lo menos la granja de Green.
A Campbell le maravilló que fuera tan concreto alguien que no se acordaba de hacia dónde caminaba.
– ¿Ya quién vio en la granja de Green?
– A nadie. No entré. No conozco a los dueños.
– ¿Ya quién vio en su paseo?
– A Hands.
– No. A Hands lo vio antes del paseo.
– No estoy seguro. ¿No me ha estado siguiendo uno de sus agentes especiales? Sólo necesita consultarle para tener un informe completo de mis movimientos.
– Oh, lo tendré, sí, lo tendré. Y no sólo el de él. De modo que después cenó. Y luego volvió a salir.
– No. Después de cenar me fui a la cama.
– ¿Y luego se levantó y salió?
– No, ya le he dicho cuándo salí.
– ¿Qué ropa llevaba?
– ¿Qué llevaba? Botas, pantalón, chaqueta y abrigo.
– ¿Qué tipo de abrigo?
– Uno de sarga azul.
– ¿El que está colgado junto a la puerta de la cocina, donde deja las botas?
George frunció el ceño.
– No, ése es uno viejo que uso en casa. Llevaba otro que dejo en el perchero.
– ¿Entonces por qué estaba húmedo el abrigo colgado junto a la puerta trasera?
– No lo sé. No lo he tocado desde hace semanas, si no meses.
– Se lo puso anoche. Podemos demostrarlo.
– Entonces tendrá que hacerlo ante el tribunal.
– La ropa que se puso anoche tenía adheridos pelos de animal.
– No es posible.
– ¿Está llamando mentirosa a su madre?
Silencio.
– Pedimos a su madre que nos enseñara la ropa que se puso anoche. Ella nos la enseñó. Algunas prendas tenían pelos de animal. ¿Cómo lo explica?
– Bueno, vivo en el campo, inspector. Por mis pecados.
– ¿Por sus pecados? Pero no ordeña vacas ni hierra caballos, ¿no?
– Eso es evidente. Quizá me apoyé en la cancilla de un prado donde había vacas.
– Anoche llovió y sus botas estaban mojadas esta mañana.
Silencio.
– Es una pregunta, señor Edalji.
– No, inspector, es una declaración tendenciosa. Ha examinado mis botas. No me sorprende que estuviesen mojadas. Los caminos lo están en esta época del año.
– Pero los campos están más mojados, y anoche llovió.
Silencio.
– ¿Así que no niega que salió de la vicaría entre las nueve y media de la noche y el alba?
– Después del alba. Salí de casa a las siete y veinte.
– Pero no tiene manera de probarlo.
– Al contrario. Mi padre y yo dormimos en la misma habitación. Todas las noches cierra la puerta con llave.
El inspector paró en seco. Miró a Parsons, que aún estaba escribiendo las últimas palabras. Había oído algunas coartadas chapuceras en su vida, pero la verdad…
– Perdone, pero ¿puede repetir lo que acaba de decir?
– Mi padre y yo dormimos en la misma habitación. Todas las noches cierra la puerta con llave.
– ¿Desde cuándo tienen ese… hábito?
– Desde que yo tenía diez años.
– ¿Y ahora tiene?
– Veintisiete.
– Ya veo. -Campbell no lo veía en absoluto-. Y su padre…, cuando cierra con llave…, ¿sabe dónde la guarda?
– No la guarda en ningún sitio. La deja en la cerradura.
– O sea que para usted es facilísimo salir de la habitación.
– No necesito salir.
– ¿Una necesidad natural?
– Hay un orinal debajo de la cama. Pero nunca lo uso.
– ¿Nunca?
– Nunca.
– Muy bien. La llave está siempre en la cerradura. Entonces no le hace falta buscarla.
– Mi padre tiene un sueño muy ligero y actualmente sufre de lumbago. Se despierta con facilidad. La llave produce un chirrido muy fuerte cuando gira.
Campbell hizo lo que pudo para no reírse en la cara de George. ¿Por quién les tomaba?
– Todo eso parece muy práctico, si me permite decirlo, señor. ¿Nunca ha pensado en aceitar la cerradura?
Silencio.
– ¿Cuántas navajas tiene?
– ¿Cuántas navajas? No tengo ninguna.
– Pero usted se afeita, supongo, ¿no?
– Me afeito con una de mi padre.
– ¿Por qué no le dejan utilizar una propia?
Silencio.
– ¿Qué edad tiene usted, señor Edalji?
– Hoy ya he contestado a esa pregunta tres veces. Le sugiero que consulte sus notas.
– Un hombre de veintisiete años al que no le permiten utilizar una navaja propia y al que su padre, que tiene el sueño muy ligero, encierra en su dormitorio todas las noches. ¿Se da cuenta de que es usted un individuo extraordinariamente raro?
Silencio.
– Extraordinariamente raro, yo diría. Y… hábleme de los animales.
– Eso no es una pregunta, sino un palo de ciego.
George advirtió la incongruencia de su respuesta y no pudo evitar sonreír.
– Discúlpeme. -El inspector estaba cada vez más irritado. Hasta entonces había tratado con suavidad al chico. Bueno, no sería muy difícil convertir a un abogado engreído en un escolar llorica-. Pues aquí va una pregunta. ¿Qué piensa de los animales? ¿Le gustan?
– ¿Qué pienso de los animales? ¿Si me gustan? No, en general no me gustan.
– Era de esperar.
– No, inspector, déjeme explicarme. -George había intuido que Campbell endurecía su actitud y le pareció una buena táctica relajar sus normas de combate-. Cuando tenía cuatro años me llevaron a ver una vaca. Se ensució encima. Es casi mi primer recuerdo.
– ¿El de una vaca que se ensucia?
– Sí. Creo que desde aquel día desconfío de los animales.
– ¿Desconfía?
– Sí. De lo que pueden hacer. No son fiables.
– Ya veo. ¿Y dice que es su primer recuerdo?
– Sí.
– Y desde entonces desconfía de los animales. De todos.
– Bueno, no del gato que tenemos en casa. Ni del perro de la tía Stoneham. Les tengo mucho cariño.
– Ya veo. Pero no a los animales grandes. Como las vacas.
– Exacto.
– ¿Los caballos?
– Sí, los caballos no son de fiar.
– ¿Las ovejas?
– Las ovejas sólo son estúpidas.
– ¿Los mirlos? -pregunta el sargento Parsons.
Son las primeras palabras que ha dicho.
– Los mirlos no son animales.
– ¿Los monos?
– No hay monos en Staffordshire.
– De eso estamos segurísimos, ¿eh?
George siente que su ira crece. Aguarda adrede antes de contestar.
– Inspector, permítame decirle que las tácticas de su sargento son desatinadas.
– Oh, no creo que sean tácticas, señor Edalji. El sargento Parsons es un buen amigo del sargento Robinson, de Hednesford. Alguien ha amenazado al sargento Robinson con pegarle un tiro en la cabeza.
Silencio.
– Alguien ha amenazado también con cortar en rodajas a veinte mozas del pueblo donde usted vive.
Silencio.
– Bueno, no parece que le inmuten estas informaciones, sargento. Por lo visto no son una gran sorpresa.
Silencio. George pensó: «Es un error darle algo. Todo lo que no sea una respuesta directa a una pregunta directa es darle algo. No lo hagas».
El inspector consultó una libreta que tenía delante.
– Cuando le hemos detenido ha dicho: «No me sorprende. Lo llevo esperando desde hace algún tiempo». ¿Qué quería decir?