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– Quería decir lo que he dicho.

– Bueno, déjeme que le diga cómo he interpretado yo lo que ha dicho, y cómo lo ha interpretado el sargento Parsons, y cómo lo interpretaría el hombre de la calle. Que al fin le han atrapado y que es un alivio que lo hayan hecho.

Silencio.

– Entonces, ¿por qué cree que está aquí?

Silencio.

– Quizá piense que es porque su padre es indio.

– Mi padre, en realidad, es parsi.

– Sus botas están manchadas de barro.

Silencio.

– Su navaja tiene rastros de sangre.

Silencio.

– Su abrigo tiene pelos de caballo.

Silencio.

– No le ha sorprendido que le detuvieran.

Silencio.

– No creo que nada de esto tenga que ver con el hecho de que su padre sea indio, parsi u hotentote.

Silencio.

– Bueno, parece que se ha quedado sin palabras, sargento. Debe de guardarlas para los instructores de Cannock.

George fue conducido de nuevo a su celda, donde le esperaba un plato de comida fría. La desdeñó. Cada veinte minutos oía el chirrido de la mirilla; cada hora -o eso calculó- abrían la puerta y un policía le inspeccionaba.

En su segunda visita, el carcelero, que a todas luces se ajustaba a un guión, dijo:

– Bueno, señor Edalji, lamento que esté aquí, pero ¿cómo se las arregló para burlar a todos nuestros colegas? ¿A qué hora destripó al caballo?

Como George nunca le había visto, la expresión conmiserativa le hizo poca mella y no le arrancó una respuesta. Una hora después, el policía dijo:

– Francamente, mi consejo, señor, es que descubra el pastel. Porque si no usted, alguien se verá obligado a hacerlo.

En la cuarta visita, George preguntó si aquellas comprobaciones constantes continuarían durante toda la noche.

– Las órdenes son órdenes.

– ¿Y tiene orden de mantenerme despierto?

– Oh, no, señor. Tengo orden de mantenerle vivo. Me juego el cuello si usted se causa algún daño.

George comprendió que con protestas no conseguiría que cesaran las interrupciones cada hora. El agente prosiguió:

– Desde luego, si se internara sería más fácil para todos, incluido usted mismo.

– ¿Internarme? ¿Dónde?

El carcelero se removió ligeramente.

– En un lugar seguro.

– Ah, ya -dijo George, recobrando de repente la cólera-. Quiere que diga que soy un chiflado.

Empleó la palabra aposta, recordando claramente la censura de su padre.

– Suele ser más fácil para toda la familia. Piénselo, señor. Piense en cuánto afectará a sus padres. Tengo entendido que son algo mayores.

La puerta de la celda se cerró. Tumbado en el catre, George estaba tan exhausto y furioso que no podía dormir. Volvió con el pensamiento a la vicaría, al aldabonazo y la casa llena de policías. Pensó en su padre, su madre, Maud. En su bufete de Newhall Street, ahora vacío y cerrado con llave; en la secretaria, enviada a su casa hasta nuevo aviso. En su hermano Horace abriendo un periódico a la mañana siguiente. En sus colegas de Birmingham comunicándose por teléfono la noticia.

Pero por debajo de la extenuación, la ira y el miedo, descubrió otro sentimiento: alivio. Por fin le había sobrevenido: tanto mejor. Había podido hacer bien poco contra los bromistas, los acosadores y los remitentes de basura anónima, y no mucho más cuando la policía empezó a desbarrar: sólo pudo ofrecerles un consejo sensato que ellos habían menospreciado. Pero sus torturadores y las pifias policiales le habían conducido a un lugar seguro. A su segundo hogar, las leyes de Inglaterra. Ahora sabía dónde estaba. Aunque su trabajo rara vez le llevaba a un tribunal, los conocía como una parte de su territorio natural. Había atendido suficientes casos para haber visto a particulares con la boca reseca de pánico, apenas capaces de testificar en presencia del solemne esplendor de la ley. Había visto a policías, al principio todo botones de latón y aplomo, reducidos a botarates mentirosos por un defensor medianamente decente. Y había observado -no, más que observado, presentido, casi tocado- aquellos hilos invisibles, irrompibles, que unían a todos los que tenían por oficio impartir justicia. Jueces, instructores, abogados, actuarios, ujieres: aquello era su feudo, donde hablaban entre sí una lingua franca que a menudo otros apenas entendían.

Claro que el asunto no llegaría hasta los jueces y los abogados de rango superior. La policía no tenía pruebas en su contra y él disponía de la coartada más sólida que se podía tener. Un clérigo de la Iglesia anglicana juraría sobre la Santa Biblia que su hijo dormía como un leño en un dormitorio cerrado con llave a la hora en que se estaba cometiendo el delito. En vista de lo cual, los instructores [10] se mirarían unos a otros y ni siquiera se molestarían en retirarse a deliberar. El inspector Campbell recibiría un severo rapapolvo y ahí quedaría todo. Por descontado, él tendría que contratar al abogado idóneo, y para aquel asunto pensó en Litchfield Meek. Caso sobreseído, costas concedidas, liberado sin una mancha en su reputación, la policía acerbamente criticada.

No, se estaba exaltando. Además, iba muy por delante de los acontecimientos, como cualquier espectador ingenuo. En todo momento debía pensar como un abogado. Tenía que prever lo que la policía alegaría, lo que su defensor necesitaba saber, lo que el tribunal admitiría. Tenía que recordar con absoluta certeza dónde estaba, qué hizo y qué dijo, y qué le dijo quién, a lo largo del período completo de la supuesta actividad delictiva.

Repasó sistemáticamente los dos últimos días y se aprestó a demostrar, más allá de toda duda razonable, el suceso más simple y menos controvertido. Enumeró los testigos que quizá necesitase: su secretaria, el botero Hands, el jefe de estación Merriman. Cualquiera que le hubiese visto hacer algo. Como Markew. Ya sabía a quién apelar si Merriman no corroboraba el hecho de que había tomado el tren de las 7.39 a Birmingham. George estaba de pie en el andén cuando Joseph Markew le abordó y le sugirió que tomase otro tren posterior, porque el inspector Campbell deseaba hablarle. Markew era un ex policía que en la actualidad poseía una posada; era muy posible que le hubieran contratado como agente especial, pero él no lo dijo. George había preguntado qué quería Campbell, pero Markew dijo que no lo sabía. George, al cavilar sobre la decisión que tomaría, se preguntó también qué estarían pensando de aquella conversación los demás pasajeros, y entonces Markew había adoptado una actitud intimidatoria y había dicho algo como… no, no era eso, porque de golpe recordó las palabras textuales. Markew había dicho: «Oh, vamos, señor Edalji, ¿no puede tomarse un día libre?». Y George había pensado, la verdad, amigo mío, es que ya me lo tomé hace dos semanas exactas, y fui a Aberystwyth con mi hermana, pero en materia de vacaciones seguiré mi propio consejo, o el de mi padre, y no el de la policía de Staffordshire, cuya conducta en las últimas semanas no puede decirse que se haya distinguido por su extrema urbanidad. Así que le había explicado que un asunto urgente le aguardaba en Newhall Street, y cuando llegó el tren de las 7.39 dejó plantado a Markew en el andén.

George rememoró otras conversaciones, hasta las más triviales, con la misma minuciosidad. Al final se durmió; o más bien fue menos consciente del chirrido de la mirilla y las intrusiones del carcelero. Por la mañana le llevaron un cubo de agua, un pedazo de jabón moteado y un trapo a modo de toalla. Le permitieron ver a su padre, que le llevaba el desayuno de la vicaría. También le consintieron escribir dos breves cartas explicando a los clientes por qué habría algún retraso en sus casos inmediatos.

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[10] En inglés, magistrates: no es posible traducirlo como «jueces» porque, como se verá más adelante, en el sistema jurídico inglés son una especie de tribunal de primera instancia constituido por meros funcionarios, en ocasiones miembros de la policía, que ejercen funciones judiciales limitadas y que deciden en una vista previa, como en este caso, sobre si procede o no el enjuiciamiento de un acusado. (N. del T.)