Como una hora más tarde llegaron dos agentes para conducirle a la sala de la audiencia. Mientras esperaban para ponerse en marcha, los guardianes no le prestaron atención y hablaron a grito pelado de un caso que claramente les interesaba mucho más que el de George. Se trataba de la misteriosa desaparición de una médico en Londres.
– Uno setenta y cinco, nada menos.
– Difícil no verla, entonces.
– Eso parece, ¿no?
Le escoltaron a lo largo de los ciento cincuenta metros de distancia desde la comisaría, y a través de un gentío en cuya actitud prevalecía, al parecer, la curiosidad. En un momento dado, una anciana gritó insultos incoherentes, pero se la llevaron. En la sala le aguardaba el señor Litchfield Meek: un letrado de la vieja escuela, flaco y de pelo blanco, tan conocido por su cortesía como por su obstinación. A diferencia de George, no esperaba un sobreseimiento inmediato del caso.
Aparecieron los instructores: J. Williamson, J. T. Hatton y el coronel R. S. Williamson. George Ernest Thompson Edalji fue acusado del acto ilegal y deliberado de herir el 17 de agosto a un caballo propiedad de la empresa minera de Great Wyrley. El acusado se declaró inocente y el inspector Campbell fue convocado para presentar las pruebas de la policía. Testificó que hacia las siete de la mañana le habían llamado a un campo cercano a la mina, y que había encontrado a un pony malherido al que en última instancia hubo que sacrificar. Se dirigió desde el campo a la casa del preso, donde encontró un abrigo con manchas de sangre en los puños, manchas blanquecinas de saliva en las mangas y pelos en las mangas y el pecho. Había un chaleco con un reguero de saliva. El bolsillo del abrigo contenía un pañuelo con las iniciales SE y una mancha pardusca en una esquina que podría haber sido sangre. Después, acompañado por el sargento Parsons, fue al lugar de trabajo del preso en Birmingham, donde le detuvo y le condujo a Cannock para interrogarlo. El acusado negó que la ropa que le habían descrito fuera la que llevaba la noche anterior; pero al decirle que su madre había confirmado este punto, confesó el hecho. Luego le interrogaron sobre los pelos en la ropa. Al principio negó que los hubiese, pero después sugirió que quizá se le hubiesen adherido al recostarse en una cancilla.
George miró a su defensor: aquello no era en absoluto el contenido de su conversación con el inspector la tarde de la víspera. Pero a Meek no le interesaba intercambiar miradas con su cliente. En lugar de eso, se levantó y le hizo a Campbell unas preguntas que a George le parecieron inocuas, cuando no directamente amistosas.
Después Meek llamó al reverendo Shapurji Edalji, al que describió como un «clérigo que ha recibido las órdenes sagradas». George observó cómo su padre esbozaba, de una forma precisa pero con pausas bastante largas, las disposiciones a la hora de acostarse en la vicaría; que siempre cerraba con llave la puerta del dormitorio; que costaba trabajo girar la llave, y que chirriaba; que tenía el sueño muy ligero y que en los últimos meses le mortificaban los dolores de lumbago, y que sin duda se habría despertado si alguien hubiese girado la llave; y que en ningún caso había dormido hasta más tarde de las cinco de la mañana.
El comisario Barrett, un hombre rechoncho, con una corta barba blanca, la gorra sujeta contra la prominencia de su panza, dijo al tribunal que el jefe de la policía le había encomendado que se opusiera a la fianza. Tras una breve consulta, los instructores dictaminaron que el preso comparecería de nuevo ante ellos el lunes siguiente, fecha en que oirían los argumentos para la fianza. Entretanto sería trasladado a la cárcel de Stafford. Y eso fue todo. Meek prometió visitar a George al día siguiente, probablemente por la tarde. George le pidió que le llevara un periódico de Birmingham. Necesitaba saber lo que les estaban contando a sus colegas. Prefería la Gazette, pero el Post sería suficiente.
En la cárcel de Stafford le preguntaron a qué religión pertenecía y también si sabía leer y escribir. A continuación le dijeron que se desvistiera y le ordenaron que se colocase en una postura humillante. Fue conducido a presencia del director, el capitán Synge, que le dijo que se alojaría en el ala del hospital hasta que hubiera una celda disponible. Después le explicaron sus privilegios como preso preventivo: estaba autorizado a vestir su propia ropa, a hacer ejercicio, escribir cartas, recibir periódicos y revistas. Le permitirían mantener con su abogado conversaciones privadas que observaría un celador desde el otro lado de una puerta de cristal. Todas las demás entrevistas serían vigiladas.
A George le habían detenido con su ligero traje de verano y sólo un sombrero de paja para la cabeza. Pidió permiso para mandar que le enviaran una muda. Le dijeron que lo prohibía el reglamento. Era un privilegio de un recluso preventivo vestir su propia ropa, pero no había que entender que esto implicaba el derecho de reunir un vestuario privado en su celda.
LA SENSACIÓN DE GREAT WYRLEY, leyó George la tarde siguiente. PROCESADO EL HIJO DEL VICARIO. «La sensación que causó la noticia en todo el distrito de Cannock Chase fue puesta de manifiesto por la multitud que ayer pobló las carreteras que llevan a la vicaría de Great Wyrley, donde residía el acusado, y al juzgado de la policía y la comisaría de Cannock.»
A George le consternó la idea de que asediaran la vicaría. «La policía fue autorizada a registrar sin una orden. Que se sepa con certeza hasta ahora, el resultado del registro han sido cierto número de prendas manchadas de sangre, una serie de navajas y un par de botas encontradas en un campo cercano al escenario de la última mutilación.»
– Encontradas en un campo -le repitió a Meek-. ¿Encontradas en un campo? ¿Alguien puso mis botas en un campo? ¿Cierto número de prendas manchadas de sangre? ¿Un número?
Meek mostró una calma asombrosa ante todo esto. No, no tenía intención de interrogar a la policía sobre el presunto hallazgo de un par de botas en un campo. No, no se proponía pedir a la Daily Gazette de Birmingham que publicara una retractación relativa al número de prendas manchadas de sangre.
– Si me permite una sugerencia, señor Edalji.
– Por supuesto.
– Como podrá imaginar, he tenido muchos clientes en situaciones similares a la suya, e insisten sobre todo en leer las crónicas de prensa sobre su caso. A veces se sulfuran un poco al leerlas. Cuando eso ocurre, siempre les aconsejo que lean la columna siguiente. A menudo les ayuda.
– ¿La columna siguiente?
George desplazó la mirada cinco centímetros a la izquierda. El titular era MÉDICO DESAPARECIDA. Y debajo: SIN PISTAS SOBRE LA SEÑORITA HICKMAN.
– Léalo en voz alta -dijo Meek.
– «Aún no hay pistas sobre la desaparición de la señorita Sophie Frances Hickman, médico del Royal Free Hospital…»
Meek pidió a George que le leyera la columna entera. Escuchó con atención, suspirando y moviendo la cabeza, y hasta succionó aire de vez en cuando.
– Pero señor Meek -dijo George al final-, ¿cómo voy a saber si algo de todo esto es cierto, después de ver lo que dicen sobre mí?
– Ése es mi argumento.
– Aun así… -Los ojos de George se desviaban como atraídos por imanes hacia el artículo sobre él-. Aun así. «El acusado, como da a entender su nombre, es de origen oriental.» Es como si dijeran que soy chino.
– Le prometo, señor Edalji, que si alguna vez dicen que es usted chino, tendré unas palabras a solas con el redactor jefe.
El lunes siguiente, George fue trasladado otra vez de Stafford a Cannock. En esta ocasión el gentío en el trayecto a la audiencia pareció más turbulento. Unos hombres corrieron junto al coche, dando saltos para mirar dentro; otros daban golpes en las portezuelas y agitaban palos en el aire. George se alarmó, pero los agentes de escolta actuaron como si aquello fuera normal.