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En esta ocasión estuvo presente el capitán Anson; George reparó en la figura autoritaria que le miraba con ferocidad. Los instructores anunciaron que exigirían tres fiadores distintos, dada la gravedad del cargo. El padre de George dudó de que pudiera encontrar tantos. En consecuencia, los instructores pospusieron la vista al mismo día de la semana siguiente, en Penkridge.

Allí especificaron más los términos de la fianza. Las sumas exigidas eran las siguientes: 200 libras George, 100 su padre, otras 100 su madre y roo más de un tercero. Pero eso suponía cuatro fiadores, no los tres que habían decretado en Cannock. A George le pareció una mascarada. Sin esperar a Meek, se levantó.

– No deseo una fianza -dijo a los instructores-. He recibido varias ofertas, pero prefiero no tener fianza.

Así pues, la vista se fijó para el jueves siguiente, 3 de septiembre, en Cannock. El martes, Meek fue a verle con malas noticias.

– Van a añadir una segunda acusación, la de amenazar de muerte mediante un disparo al sargento Robinson de Hednesford.

– ¿Han encontrado una pistola al lado de mis botas en el campo? -preguntó George, incrédulo-. ¿Disparo? ¿Matar de un disparo al sargento Robinson? Señor Meek, ¿no están en sus cabales? ¿Qué demontres quiere decir esto?

– Quiere decir -contestó Meek, como si el arrebato de su cliente hubiera sido una pregunta sencilla y mesurada-, quiere decir que los instructores están decididos a que le procesen. Por débiles que sean las pruebas, es muy improbable que ahora pudieran exculparle.

Más tarde, George estaba sentado en su cama del ala del hospital. La incredulidad aún le quemaba como una dolencia. ¿Cómo podían hacerle aquello? ¿Cómo podían pensar tales cosas? ¿Cómo eran capaces de empezar a creerlo? Enfurecerse era para él algo tan nuevo que no sabía contra quién dirigir su furia:

¿Campbell, Birmingham, Anson, el abogado de la policía, los instructores? Bueno, por el momento se cebaría en estos últimos. Meek había dicho que iban a decretar su enjuiciamiento: como si no tuvieran capacidad mental, como si fueran marionetas o autómatas. Pero en suma, ¿qué eran aquellos instructores? Apenas miembros cualificados de la profesión jurídica. La mayoría no eran más que aficionados fatuos, investidos de una breve y pequeña autoridad.

Le estremecieron sus palabras despectivas y de inmediato le avergonzó su agitación. Por eso la cólera era un pecado: conducía a la falsedad. Sin duda, los instructores de Cannock no eran mejores ni peores que los de otros sitios; tampoco recordaba que hubieran proferido una palabra de la que él disintiera por completo. Y cuanto más pensaba en ellos, tanto más empezaba a imponerse su condición de abogado. La incredulidad se atenuó hasta convertirse en una mera decepción intensa, y luego en un pragmatismo resignado. Era a todas luces mucho mejor que su caso lo viera un tribunal superior. Eran necesarios letrados acreditados y un entorno más grave para administrar la justicia y la reprensión debidas. La audiencia de Cannock era el marco más inapropiado. Para empezar, apenas era más grande que el aula de la vicaría. Ni siquiera había un banquillo propiamente dicho: los presos se veían obligados a sentarse en una silla en medio de la sala.

Allí lo colocaron la mañana del 3 de septiembre; se sintió observado desde todos los ángulos, sin saber si aquella posición le daba un mayor aspecto de ser el listo o el burro de la clase. El inspector Campbell testificó por extenso, pero se apartó poco de lo que había declarado anteriormente. La primera declaración nueva de la policía fue del agente Cooper, que refirió que en las horas que siguieron al descubrimiento del animal herido había tomado posesión de una de las botas del prisionero, que tenían un tacón singularmente gastado. Lo había comparado con las huellas en el campo donde habían encontrado al pony, y asimismo con las marcas cercanas a una pasarela de madera próxima a la vicaría. Había apretado el tacón de la bota del señor Edalji contra la tierra mojada y descubrió, al retirar la bota, que las huellas coincidían.

El sargento Parsons admitió a continuación que estaba al mando del grupo de veinte agentes especiales desplegados para perseguir a la banda de mutiladores. Declaró que durante el registro del dormitorio de Edalji había hallado un estuche de cuatro navajas. Una de ellas estaba mojada, tenía manchas pardas y uno o dos pelos adheridos a la hoja. El sargento se la había enseñado al padre de Edalji, que comenzó a limpiarla con los pulgares.

– ¡Eso no es cierto! -gritó el vicario, poniéndose de pie.

– No debe interrumpir -dijo el inspector Campbell, antes de que los instructores pudieran reaccionar.

El sargento Parsons continuó su declaración y describió el momento en que el preso fue introducido en el calabozo de Newton Street, en Birmingham. Edalji se había vuelto hacia él y le había dicho: «Esto es un poco obra de Loxton, supongo. Me las pagará antes de que acaben conmigo».

La mañana siguiente, la Daily Gazette de Birmingham escribió de George:

Tiene veintiocho años pero parece más joven. Vestía un traje de cuadros blancos y negros que le quedaba pequeño, y su cara atezada, de ojos llenos y oscuros y boca prominente, tenía poco del típico abogado. Su aspecto impasible es esencialmente oriental, y aparte de una leve sonrisa no se le escapó el menor signo de emoción mientras se iba revelando la historia extraordinaria de la acusación. Su anciano padre indio y su madre inglesa y de pelo blanco estaban en la sala y siguieron la sesión con un interés patético.

– Tengo veintiocho años pero parezco más joven -le comentó a Meek-. Quizá sea porque tengo veintisiete. Mi madre no es inglesa, es escocesa. Mi padre no es indio.

– Le advertí que no leyera los periódicos.

– Pero no es indio.

– Para la Gazette se aproxima bastante.

– Pero señor Meek, ¿y si yo le dijera a usted que es galés?

– No le diría que se equivoca, porque mi madre tenía sangre galesa.

– ¿O irlandés?

Meek le sonrió, nada ofendido, quizá hasta con un aire un poco irlandés.

– ¿O francés?

– Ahí, señor, va demasiado lejos. Ahí sí me provoca.

– Y yo soy impasible -continuó George, leyendo de nuevo el periódico-. ¿No es eso algo bueno? ¿No es así como debería ser el típico abogado? Y sin embargo no soy el típico abogado. Soy el típico oriental, sea lo que sea esto. En cualquier caso soy típico, ¿no? Si fuera excitable, seguiría siendo el típico oriental, ¿verdad?

– Ser impasible es bueno, señor Edalji. Y al menos no le han llamado inescrutable. O artero.

– ¿Qué significa eso?

– Oh, lleno de una astucia ruin y endemoniada. Nos gusta evitar lo endemoniado. También lo diabólico. La defensa se contentará con impasible.

George le sonrió.

– Discúlpeme, señor Meek. Y gracias por su sentido común. Me temo que tal vez necesite un poco más del que tengo.

El segundo día de la vista testificó William Greatorex, de catorce años, alumno de la escuela secundaria de Walsall. Se leyeron en la sala numerosas cartas firmadas con su nombre. Él negó tanto la autoría como el conocimiento de las mismas, y hasta pudo demostrar que había estado en la isla de Man cuando dos de ellas habían sido echadas al correo. Dijo cine tenía por costumbre tomar el tren todas las mañanas desde Hednesford a Walsall, donde estudiaba. Otros chicos que solían viajar con él eran Westwood Stanley, hijo del famoso representante de los mineros; Quibell, hijo del vicario de Hednesford; Page, Harrison y Ferriday. Los nombres de todos estos chicos se mencionaban en las cartas que acababan de leer en voz alta.