– Si tal cosa ocurriera, señor Edalji, pues sí, en efecto.
– Entiendo.
– Una cosa más. ¿Le dice algo el nombre de Darby? ¿Capitán Darby?
– Darby. Darby. Creo que no. El inspector Campbell me preguntó por alguien llamado el Capitán. Quizá sea él. ¿Por qué?
– Han enviado más cartas. A todo el mundo, por lo visto. Incluso una al ministro del Interior. Todas firmadas «Darby, capitán de la banda de Great Wyrley». Diciendo que las mutilaciones continuarán. -Meek vio la expresión de la mirada de George-. Pero no, señor Edalji, esto sólo significa que el fiscal tiene que aceptar que casi con toda certeza usted no las ha escrito.
– Señor Meek, parece usted decidido a desalentarme esta mañana.
– No es mi intención. Pero debe aceptar que iremos a juicio. Y en vista de ello hemos contratado los servicios del señor Vachell.
– Oh, una excelente noticia.
– Creo que no nos defraudará. Y le secundará el señor Gaudy.
– ¿Y quién es el fiscal?
– El señor Disturnal, me temo. Y Harrison.
– ¿Disturnal es malo para nosotros?
– Para serle sincero, yo habría preferido a otro.
– Señor Meek, ahora me toca a mí darle ánimos. Por competente que sea, un letrado no puede hacer ladrillos sin paja.
Litchfield Meek le dirigió una sonrisa desencantada.
– En mis años de práctica, señor Edalji, he visto hacer ladrillos con toda clase de materiales. De algunos ni siquiera conocía la existencia. La falta de paja no supondrá un escollo para Disturnal.
A pesar de esta amenaza inminente, George pasó las semanas que faltaban en un estado de ánimo sereno en la cárcel de Stafford. Le trataban con respeto y el orden regía sus jornadas. Recibía periódicos y correo, preparaba el juicio con Meek; aguardaba novedades en el caso Green; y disponía de libros. Su padre le había llevado una Biblia, su madre un volumen de Shakespeare y otro de Tennyson. Leyó estos dos últimos; después, por ociosidad, algunos novelones que le pasó un carcelero. El hombre también le prestó una edición barata y hecha jirones de El perro de los Baskerville. A George le pareció excelente.
Abría el periódico todas las mañanas con menos aprensión, puesto que su nombre había desaparecido temporalmente de sus páginas. En cambio, leyó con interés que había nuevos nombramientos para el gobierno en Londres: que el último oratorio de Elgar se había estrenado en el festival de música de Birmingham; que Buffalo Bill hacía una gira por Europa.
Una semana antes del juicio, George conoció a Vachell, un abogado jovial y corpulento con veinte años de ejercicio en la jurisdicción de Midland.
– ¿Cómo ve mi caso, señor Vachell?
– Lo veo bien, señor Edalji, muy bien. Es decir, considero que la acusación es escandalosa y en gran parte desprovista de fundamento. Claro que no diré esto. Me concentraré en los que me parecen los puntos más sólidos de su caso.
– ¿Y cuáles son, a su entender?
– Lo expresaré del siguiente modo, señor Edalji. -El abogado le dirigió una sonrisa que casi se limitó a mostrar los dientes-. No hay pruebas de que usted cometiese este delito. No hay móvil para que usted lo cometiese. Y no hay oportunidad de que lo cometiese. Lo adornaré un poco para presentarlo al juez y al jurado. Pero eso será en esencia mi defensa.
– Tal vez sea una lástima -medió Meek- que estemos en el tribunal B.
El tono con que lo dijo desinfló el momentáneo júbilo de George.
– ¿Por qué una lástima?
– El tribunal A lo preside lord Hatherton. Que al menos posee formación jurídica.
– ¿Quiere decir que voy a ser juzgado por alguien que no conoce las leyes?
Vachell intervino.
– No le alarme, señor Meek. En mi época actué ante los dos tribunales. ¿A quién tenemos en el B?
– A sir Reginald Hardy.
La expresión de Vachell no se alteró.
– Excelente. En algunos sentidos considero una ventaja que no estemos a merced de un rigorista que aspira al Tribunal Supremo. Puedes sacar más provecho. No te paran a cada paso con rimbombantes exposiciones de ciencia procesal. En conjunto, me parece una ventaja para la defensa.
George intuyó que Meek discrepaba, pero le impresionó Vachell, con independencia de que fuera o no plenamente sincero.
– Caballeros, tengo una petición que hacerles. -Meek y Vachell cruzaron una breve mirada-. Es respecto a mi apellido. Es Aydlji. Aydlji. El señor Meek lo pronuncia más o menos correctamente, pero debería haberle mencionado antes esta cuestión, señor Vachell. A mi entender, la policía ha hecho lo imposible por desdeñar toda corrección que yo les haya propuesto. ¿Podría sugerirles que el señor Vachell hiciera un anuncio al principio del juicio sobre el modo correcto de pronunciar mi nombre? Decirle al tribunal que no es E-dal-ji, sino Aydlji.
Vachell impartió con un gesto instrucciones a Meek, que dijo:
– George, ¿cómo lo diría? Por supuesto que es su apellido, y por supuesto que el señor Vachell y yo nos esforzaremos en pronunciarlo correctamente. Cuando estemos aquí con usted. Pero en el tribunal…, en el tribunal… Creo que el argumento sería: allá donde fueres… Hacer ese anuncio sería empezar con mal pie con sir Reginald Hardy. No es probable que logremos dar lecciones de pronunciación a la policía. En cuanto a Disturnal, sospecho que disfrutaría mucho de la confusión.
George miró a los dos hombres.
– No sé si les sigo.
– Estoy diciendo, George, que deberíamos reconocer el derecho del tribunal a decidir el nombre de un acusado. No está escrito en ninguna parte, pero es más o menos un hecho establecido. Lo que para usted es una pronunciación incorrecta, para mí sería… anglicanizar más su apellido.
George tomó aliento.
– ¿Y que sea menos oriental?
– Menos oriental, sí, George.
– Entonces les pediría que tuvieran la bondad de pronunciar mal mi apellido en todo momento, para que me vaya acostumbrando.
Estaba previsto que el juicio diera comienzo el 20 de octubre. El 19, cuatro chicos que jugaban cerca de la plantación Sidmouth, en Richmond Park, descubrieron un cuerpo en avanzado estado de descomposición. Resultó ser el de la señorita Sophie Frances Hickman, la médico del Royal Free Hospital. Al igual que George, frisaba los treinta años. «Y -pensó él-, ella sólo estaba una columna más allá.»
La mañana del 20 de octubre de 1903, George fue trasladado de la cárcel de Stafford a Shire Hall. Fue conducido al sótano y le introdujeron en la celda provisional donde solían custodiar a los presos. Como un privilegio, le permitirían ocupar una sala amplia y de techo bajo, con una mesa de madera y una chimenea; allí podría conferenciar con Meek bajo la vigilancia del agente Dubbs. Estuvo sentado a la mesa durante veinte minutos mientras Dubbs, un hombre musculoso, con aire fúnebre y una barba con la forma de la correa de una gorra que pasa por debajo del mentón, evitaba con firmeza su mirada. Después, a una señal, George fue conducido a través de pasillos sinuosos y en penumbra, mal iluminados por lámparas de gas, hasta una puerta que daba al pie de una escalera estrecha. Dubbs le dio un empujón suave y él subió hacia la luz y el ruido. Al surgir ante la vista del tribunal B, el ruido se tornó silencio. George, tímidamente de pie en el banquillo, parecía un actor arrastrado por la fuerza al escenario a través de una trampilla.
A continuación, en presencia del presidente auxiliar sir Reginald Hardy, de dos magistrados que le flanqueaban, del capitán Anson, de los miembros de un jurado inglés que ya habían prestado el juramento prescrito, de representantes de la prensa y del público y de tres familiares de George, se leyeron los cargos. George Ernest Thompson Edalji fue acusado de herir a un caballo, propiedad de la empresa minera de Great Wyrley, el 17 o 18 de agosto; además, de enviar una carta, el 11 de julio o alrededor de esta fecha, al sargento Robinson de Cannock en la que le amenazaba de muerte.