Disturnal era un personaje alto y atildado, de ademanes rápidos. Tras una breve alocución inaugural, llamó al inspector Campbell y volvió a empezar toda la historia: el hallazgo del pony mutilado, el registro de la vicaría, la ropa manchada de sangre, los pelos en el abrigo, las cartas anónimas, la detención del preso y las declaraciones ulteriores. George sabía que era pura fábula, algo urdido con retazos, coincidencias e hipótesis; sabía también que era inocente; pero algo en la repetición de la historia por una autoridad con peluca y toga le confería una verosimilitud adicional.
George pensó que la declaración de Campbell había terminado, cuando Disturnal dio su primera sorpresa.
– Inspector Campbell, antes de concluir, hay un asunto que causa una gran inquietud pública y que creo que usted puede esclarecernos. Tengo entendido que el 21 de septiembre encontraron un caballo mutilado en la granja de un tal señor Green.
– Así es, señor.
– ¿La granja de Green está muy cerca de la vicaría de Great Wyrley?
– Sí.
– ¿Y la policía ha realizado una investigación sobre esta barbarie?
– En efecto. Como una cuestión urgente y prioritaria.
– ¿Y esa investigación ha tenido éxito?
– Lo ha tenido, señor.
Disturnal apenas necesitaba la pausa rebuscada que introdujo; toda la sala aguardaba como un niño boquiabierto.
– ¿Y dirá al tribunal el resultado de su investigación?
– John Harry Green, que es el hijo del granjero en cuya granja tuvo lugar el ataque, y que a sus diecinueve años es soldado de caballería del regimiento del condado, ha confesado que cometió la acción contra su propio caballo. Ha firmado una confesión a estos efectos.
– ¿Admitió una responsabilidad plena y única?
– Sí, señor.
– ¿Y usted le interrogó sobre cualquier posible conexión entre este acto y otros similares en la comarca?
– Sí, señor, lo sometimos a un interrogatorio exhaustivo.
– ¿Y qué declaró él?
– Que había sido un acto aislado.
– ¿Y sus investigaciones confirmaron que el acto perpetrado en la granja de Green no tenía absolutamente nada que ver con ningún otro acto similar en las cercanías?
– Lo confirmaron.
– ¿Ninguna conexión?
– Ninguna en absoluto, señor.
– ¿Y está hoy en esta sala John Harry Green?
– Sí, señor.
George, como todo el mundo en la sala atestada, empezó a mirar alrededor en busca de un soldado de caballería de diecinueve años que reconocía haber mutilado a su propio caballo sin que al parecer hubiera declarado a la policía ninguna buena razón para hacer semejante cosa. Pero en aquel momento sir Reginald Hardy decidió que era su hora de almorzar.
Los primeros deberes de Meek fueron para con Vachell; sólo después fue a la sala donde George estaba retenido durante el aplazamiento. Su porte era lúgubre.
– Señor Meek, nos avisó respecto a Disturnal. Sabíamos que tramaría algo. Y por lo menos podremos sonsacarle algo a Green esta tarde.
El abogado movió la cabeza tristemente.
– Nada de eso.
– ¿Por qué?
– Porque es un testigo de ellos. Si no le proponen ellos, no podemos interrogarlo. Y no podemos correr el riesgo de convocarlo a ciegas, ya que no sabemos lo que diría. Podría ser devastador. Pero lo presentan en el tribunal para dar la impresión de que están siendo abiertos con todo el mundo. Es inteligente. Típico de Disturnal. Debería habérmelo esperado, pero no sabía nada de esa confesión. Es adversa.
George pensó que era su deber animar al abogado.
– Sé que es frustrante, señor Meek, pero ¿de verdad nos perjudica? Green y la policía han dicho que no tenía nada que ver con ningún otro acto.
– Ahí está lo malo. No es lo que dicen; es la impresión que causa. ¿Por qué un hombre habría de destripar a un caballo, a su propio caballo, sin motivo alguno? Respuesta: para ayudar a un amigo y vecino acusado de un delito similar.
– Pero él no es amigo mío. Dudo de que siquiera le reconociera.
– Sí, lo sé. Y se lo dirá usted a Vachell cuando asumamos el riesgo calculado de sacarle al estrado. Pero seguro que da la impresión de que está usted negando una imputación que en realidad nadie ha hecho. Es inteligente. Vachell acosará al inspector esta tarde, pero no creo que debamos concebir muchas esperanzas.
– Señor Meek, me he dado cuenta de que Campbell, en su declaración, ha dicho que la ropa mía que encontró, el abrigo que yo no había usado desde hacía semanas, estaba mojado. Lo ha dicho dos veces. En Cannock se limitó a decir que estaba húmedo.
Meek esbozó una sonrisa blanda.
– Es un placer trabajar con usted, señor Edalji. Es una de esas cosas que nosotros advertimos pero que no solemos mencionar al cliente para no desalentarle. Seguro que la policía hará más cambios de este tipo.
Aquella tarde, Vachell sacó poco provecho del inspector, que se desenvolvía bien en el estrado de testigos. En su primer encuentro, en la comisaría de Hednesford, George había juzgado a Campbell algo lento de mente y un tanto impertinente. En Newhall Street y en Cannock se había mostrado más alerta y abiertamente hostil, aunque su pensamiento no siempre fuera coherente. Ahora su actitud era comedida y sombría; por otra parte, su estatura y su uniforme parecían desprender lógica y a la vez autoridad. George reflexionó que si su historia iba cambiando sutilmente a su alrededor, también lo hacían algunos de los personajes.
Vachell tuvo más éxito con el agente Cooper, que describió, al igual que había hecho en la vista de Cannock, su cotejo del tacón de la bota de George con las huellas en el barro.
– Agente Cooper -empezó Vachell-, ¿puedo preguntarle quién le ordenó proceder como lo hizo?
– No estoy del todo seguro, señor. Creo que fue el inspector, pero podría haber sido el sargento Parsons.
– ¿Y dónde, en particular, le dijeron que mirase?
– En cualquier punto del camino que el culpable podría haber seguido entre el campo y la vicaría.
– ¿Suponiendo que el culpable viniese de la vicaría? ¿Y que volviese a ella?
– Sí, señor.
– ¿En cualquier punto?
– Sí, señor.
George pensó que Cooper no aparentaba más de unos veinte años: un muchacho patoso y de orejas coloradas que procuraba imitar el aplomo de sus superiores.
– ¿Y supuso que el culpable, como usted lo llama, tomó el camino más directo?
– Sí, supongo que sí, señor. Es lo que suelen hacer cuando abandonan el escenario del crimen.
– Ya veo, agente. ¿Así que usted no buscó en más sitios que en la vía más directa?
– No, señor.
– ¿Y cuánto duró su búsqueda?
– Una hora o más, calculo.
– ¿Y qué hora era?
– Supongo que empecé a buscar a las nueve y media, más o menos.
– ¿Y el pony fue descubierto a las seis y media, aproximadamente?
– Sí, señor.
– Tres horas antes. En ese lapso de tiempo cualquiera podría haber recorrido ese camino. Mineros que iban a la mina, curiosos atraídos por la noticia del hecho. Policías.
– Es posible, señor.