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– ¿Y quién le acompañó, agente?

– Estaba solo.

– Ya veo. Y encontró unas huellas de tacón que a su entender coincidían con la bota que llevaba en la mano.

– Sí, señor.

– ¿Y entonces volvió a informar de su descubrimiento?

– Sí, señor.

– ¿Y qué ocurrió después?

– ¿Qué quiere decir, señor?

A George le complació detectar un ligero cambio en el tono de Cooper, como si supiera que le estaban llevando a algún sitio, pero aún no divisara adonde.

– Me refiero, agente, a qué ocurrió después de que informase de lo que había descubierto.

– Me ordenaron registrar los terrenos de la vicaría, señor.

– Ya veo. Pero en algún momento, agente, volvió y enseñó a alguien de rango superior las huellas que había encontrado.

– Sí, señor.

– ¿Y cuándo fue eso?

– A media tarde.

– A media tarde. ¿Con lo cual se refiere a las tres, las cuatro de la tarde?

– Más o menos, señor.

– Ya.

Vachell frunció el ceño y se entregó a una meditación algo teatral, en opinión de George.

– Seis horas más tarde, en otras palabras.

– Sí, señor.

– ¿Tiempo durante el cual la zona estuvo vigilada y acordonada para impedir que otras personas la pisaran?

– No exactamente.

– No exactamente. ¿Eso significa sí o no, agente?

– No, señor.

– Ahora bien, tengo entendido que lo más normal en estos casos habría sido obtener un molde de yeso de las huellas. ¿Puede decirme si hicieron ese molde?

– No, señor, no lo hicieron.

– Tengo entendido que otra técnica sería fotografiar esas huellas. ¿Hicieron fotografías?

– No, señor.

– Tengo entendido que otra técnica consiste en extraer del suelo el tepe correspondiente y someterlo a un análisis forense. ¿Se hizo esto?

– No, señor. La tierra estaba demasiado blanda.

– ¿Desde cuándo es agente de policía, señor Cooper?

– Desde hace quince meses.

– Quince meses. Muchísimas gracias.

George tuvo ganas de aplaudir. Miró a Vachell, como había hecho antes, pero no se topó con su mirada. Quizá fuese el protocolo del tribunal; o quizá Vachell sólo pensaba en el próximo testigo.

El resto de la tarde pareció discurrir bien. Leyeron en voz alta una serie de cartas y a George le pareció evidente que nadie en su sano juicio podría imaginar siquiera que él las había escrito. Por ejemplo, la del «Amante de la justicia» que le había dado a Campbelclass="underline" «George Edalji: No le conozco, pero a veces le he visto en el ferrocarril, y supongo que si le conociera no me gustaría mucho, porque los indígenas no me gustan». ¿Cómo demonios podría él haber escrito esto? Le seguía una atribución de autoría aún más grotesca. Leyeron una carta describiendo la conducta de la denominada «banda de Wyrley» que habría podido salir del folletín más vulgar: «Todos hacen un temeroso juramento de secreto y lo repiten después del Capitán, y cada uno dice: "Que me muera si alguna vez me chivo".». George pensó que podía contar con que el jurado entendiese que aquélla no era la forma de expresarse de un abogado.

Hodson, el dueño del almacén, testificó que había visto a George cuando éste se dirigía a ver al botero Hands de Bridgetown, y que llevaba su abrigo viejo de casa. Pero después el propio Hands, que había estado con George alrededor de una hora, aseguró que su cliente no llevaba puesta dicha prenda. Otros dos testigos declararon que habían visto a George, pero no recordaban cómo iba vestido.

– Presiento que van a cambiar de estrategia -dijo Meek, después de que levantaran la sesión de aquel día-. Presiento que traman algo.

– ¿Qué puede ser? -preguntó George.

– En Cannock se basaron en que usted fue al campo durante su paseo antes de la cena. Por eso llamaron a tantos testigos que le habían visto en un sitio u otro. Aquella pareja besuqueándose, ¿se acuerda? No la han llamado esta vez, y no son los únicos no convocados. La otra cosa es que la única fecha mencionada en la vista fue el 17 de agosto. Pero el sumario habla del 17 o el 18. Así que se están cubriendo las espaldas. Intuyo que van a elegir la opción de la hora de la noche. Quizá tengan algo que ignoramos.

– Señor Meek, no importa lo que tramen ni por qué lo hacen. Si quieren optar por la noche, no tienen un solo testigo que me viera rondando cerca del campo. Y además tienen que enfrentarse al testimonio de mi padre.

Meek no prestó atención a su cliente y siguió pensando en voz alta.

– Claro que no tienen por qué optar por un camino u otro. Pueden limitarse a sugerir posibilidades al jurado. Pero esta vez han hecho más hincapié en las huellas de las botas. Y esas huellas sólo son valiosas si eligen la segunda opción, debido a que llovió esa noche. Y que su abrigo haya pasado de estar húmedo a mojado también confirma mi conjetura.

– Tanto mejor -dijo George-. El policía Cooper ha perdido todo crédito desde el interrogatorio del señor Vachell esta tarde. Y si Disturnal quiere seguir esa línea, tendrá que afirmar que un clérigo de la Iglesia de Inglaterra no dice la verdad.

– Señor Edalji, si me permite… No vea las cosas tan claras y netas.

– Pero lo son.

– ¿Diría usted que su padre es fuerte? Desde un punto de vista mental, me refiero.

– Es el hombre más fuerte que he conocido. ¿Por qué lo pregunta?

– Sospecho que necesitará serlo.

– Le sorprendería lo fuertes que pueden ser los indios.

– ¿Y su madre? ¿Y su hermana?

La mañana del segundo día comenzó con la declaración de Joseph Markew, posadero y antiguo policía. Refirió que el inspector Campbell le había enviado a la estación de tren de Great Wyrley y Churchbridge y que el preso había rechazado su petición de que aguardase a un tren posterior.

– ¿Le dijo cuál era el asunto tan importante que le obligaba a desatender el requerimiento urgente de un inspector de policía? -preguntó Disturnal.

– No, señor.

– ¿Repitió usted su petición?

– Sí, señor. Le sugerí que por una vez podía tomarse un día libre. Pero se negó a cambiar de idea.

– Entiendo. Y, señor Markew, ¿sucedió algo en aquel momento?

– Sí, señor. Un hombre que estaba en el andén se acercó y dijo que había oído que esa noche habían destripado a otro caballo.

– Y cuando el hombre dijo eso, ¿adonde miraba usted?

– Miraba directamente a la cara del preso.

– ¿Y quiere describirnos cómo reaccionó él?

– Sí, señor. Sonrió.

– Sonrió. Sonrió al enterarse de que habían destripado a otro caballo. ¿Está seguro de lo que dice, señor Markew?

– Oh, sí. Segurísimo. Sonrió.

George pensó: «Pero si no es verdad. Sé que no lo es. Vachell tiene que demostrar que no es cierto».

Vachell descartó cuestionar la declaración directamente. Se concentró, en cambio, en la identidad del hombre que en teoría se había acercado a Markew y George. ¿De dónde era y qué clase de hombre, y adonde fue? (Y, lo cual quedaba implícito, ¿por qué no estaba en la sala?) Vachell logró expresar, mediante insinuaciones y pausas y, por último, una declaración directa, un asombro considerable por el hecho de que un posadero y ex policía, con un vasto conocimiento de la comarca, fuera incapaz de identificar al útil pero misterioso desconocido que podría ratificar su afirmación descabellada y tendenciosa. Pero la defensa no pudo sacar más partido de Markew.

A continuación, Disturnal hizo que el sargento Parsons repitiera los comentarios del acusado sobre que esperaba que le detuvieran, y su presunta declaración en el calabozo de Birmingham de que ajustaría las cuentas a Loxton antes de verse perdido. Nadie intentó explicar quién podría ser el tal Loxton. ¿Otro miembro de la banda de Wyrley? ¿Un policía al que también George había amenazado con dispararle en la cabeza? El nombre quedó en el aire para que el jurado hiciera con él lo que pudiese. Un policía llamado Meredith, cuya cara y nombre George no recordaba, citó algo inofensivo que George había dicho sobre la fianza, pero se las ingenió para que sonara como una incriminación. Después William Greatorex, el saludable chico inglés de porte agradable, repitió su relato de que George había mirado por la ventanilla del vagón y mostrado un interés inexplicable por los caballos muertos del señor Blewitt.