Lewis, el veterinario, describió el estado del pony de la mina, la forma en que sangraba, la longitud y la naturaleza de la herida y la deplorable necesidad de sacrificar al animal. Disturnal le preguntó qué conclusiones habría podido sacar sobre la hora en que la mutilación tuvo lugar. Lewis declaró que en su opinión profesional la incisión había sido practicada dentro de las seis horas precedentes al examen que él realizó del pony. En otras palabras, no antes de las dos y media de la mañana del día 18.
Para George, esto fue la primera buena noticia de la jornada. La disputa sobre la ropa que llevaba cuando visitó al botero era ahora intrascendente. La fiscalía se había cerrado una de sus vías. Se habían obstruido el paso.
La conducta de Disturnal, sin embargo, no dio indicios de tal cosa. Su actitud daba a entender que el diligente trabajo de la policía y la acusación habían despejado ya alguna ambigüedad inicial del caso. Ya no alegamos que en algún momento de un plazo de doce horas…, ahora podemos alegar que eran muy cerca de las dos y media de la mañana cuando… Y Disturnal se las apañó para que esta precisión creciente transmitiera una confianza cada vez mayor en que el acusado estaba en el banquillo por los motivos que figuraban en el sumario.
En la última parte de la sesión testificó Thomas Henry Gurrin, que corroboró su condición de experto en grafología con diecinueve años de experiencia en la identificación de escrituras falsificadas y anónimas. Confirmó que el Ministerio del Interior contrataba sus servicios con frecuencia, y que su actuación pericial más reciente había sido en calidad de testigo en el juicio por el asesinato de Meat Farm. George no sabía qué aspecto cabía esperar de un experto en grafología; quizá seco y doctoral, con una voz como una pluma que chirría. Gurrin, con su tez rubicunda y sus patillas de boca de hacha, podría haber sido hermano de Greensill, el carnicero de Wyrley.
Haciendo abstracción de su fisonomía, Gurrin tomó posesión de la sala. Presentaron fotografías ampliadas de muestras de la escritura de George. Presentaron fotografías ampliadas de muestras de las cartas anónimas. Unos documentos originales fueron descritos y entregados a los miembros del jurado, que se tomaron lo que a George le pareció una eternidad en examinarlos, y que se interrumpían una y otra vez para mirar un largo rato al acusado. Gurrin señaló con un puntero de madera determinadas espirales, garfios y cruces; y de algún modo la descripción desembocó en inferencia, de ahí se convirtió en probabilidad teórica y por fin se transformó en absoluta certeza. En suma, el dictamen experto y ponderado del grafólogo Gurrin fue que el acusado era el autor tanto de las cartas anónimas como de las que patentemente había escrito con su propia mano sobre su propia firma.
– ¿De todas esas cartas? -preguntó Disturnal, agitando la mano alrededor de la sala, que parecía haberse transformado en un scriptórium.
– No, señor, no todas.
– ¿Hay algunas que en su opinión no fueron escritas por el acusado?
– Sí, señor.
– ¿Cuántas?
– Una, señor.
Gurrin indicó la única carta cuya autoría no imputaba a George. Éste comprendió que la excepción tuvo por efecto refrendar lo que el experto había asegurado sobre todas las demás. Era una astucia disfrazada de cautela.
Acto seguido, Vachell dedicó un tiempo a disertar sobre la diferencia entre una opinión personal y una prueba científica, entre pensar algo y saberlo; pero Gurrin probó que era un testigo inquebrantable. Se había visto en aquella situación muchas veces. Vachell no era el primer abogado que insinuaba que sus procedimientos no eran más rigurosos que los de un adivino con su bola de cristal, un lector del pensamiento o un médium de espiritismo.
Después, Meek aseguró a George que el segundo día era a menudo el peor para la defensa, pero que el tercero, cuando presentasen sus propios testimonios, sería el mejor. George así lo esperaba; estaba luchando contra la sensación de que, poco a poco pero de un modo irrevocable, le estaban despojando de su versión de los hechos. Temía que fuese demasiado tarde cuando llegara el turno de la defensa. La gente -y, en particular, el jurado-reaccionaría pensando: «Pero no, ya nos han contado lo que ocurrió. ¿Por qué vamos a cambiar de criterio ahora?».
A la mañana siguiente, obedeció a Meek y puso en práctica el método que había inventado de ver su caso desde otra perspectiva. ASESINATO A MEDIANOCHE. TRAGEDIA EN UN CANAL DE BIRMINGHAM. DETENIDOS DOS GABARREROS. Por una vez, este ardid no surtió el habitual efecto. Recorrió la página hasta TRAGEDIA AMOROSA EN TIPTON, sobre un pobre diablo que por el amor de una mala mujer había acabado arrojándose al canal. Pero estas crónicas no despertaron su interés y su mirada volvía una y otra vez a los titulares. Descubrió que le amargaba el hecho de que un sórdido asesinato en un canal, así como un desdichado suicidio, fuesen una TRAGEDIA, mientras que su caso había sido desde el principio una ATROCIDAD.
Y entonces, casi con alivio, encontró la MUERTE DE LA MÉDICO. Le pareció casi un deber social seguir el caso de la señorita Hickman, cuyo cuerpo en descomposición aún guardaba sus secretos. Había sido su compañera de infortunio desde la instrucción del sumario. Según el Post, la víspera habían descubierto un bisturí o lanceta cerca de la plantación Sidmouth, en Richmond Park. El periódico conjeturaba que se había caído de la ropa de la mujer mientras trasladaban su cadáver. George no lo juzgó muy verosímil. Encontrabas el cuerpo de una médico desaparecida y, en el momento de trasladarlo, ¿se le caían cosas de los bolsillos y ni siquiera te dabas cuenta? No estaba seguro de que él se lo creyera si estuviese en el jurado del juez de instrucción.
El Post sugería además que el bisturí o lanceta había sido propiedad de la difunta, y que podría haber sido utilizado para cortar una arteria que hubiera causado su muerte por desangramiento. En otras palabras, un suicidio: otra TRAGEDIA. «Pues bien -pensó George-, había una explicación posible. Aunque Great Wyrley hubiera estado en Surrey en vez de en Staffordshire, la policía habría fabricado una teoría más convincente: que el hijo del vicario se había fugado de una habitación cerrada con llave, adquirido una lanceta que nunca en su vida había visto, seguido a la pobre mujer hasta la plantación y allí, sin ningún motivo imaginable, la había matado.»
Esta pequeña dosis de amargura le había revivido. Y al imaginar su participación fantástica en el caso Hickman se acordó también de las garantías que Vachell le había dado en su primera entrevista. ¿Mi defensa, señor Edalji? Simplemente que no hay pruebas de que usted cometiese el delito, ningún motivo para cometerlo ni tampoco oportunidad alguna. Por supuesto, lo adornaré un poco para presentarlo al juez y al jurado, pero eso será en esencia mi defensa.
Sin embargo, antes hubo que afrontar el testimonio del doctor Butter. Este testigo no era como Gurrin, que a George se le antojó un charlatán que impostaba una ciencia. El médico de la policía era un caballero de pelo canoso, sereno y cauto, que venía de un mundo de tubos de ensayo y microscopios y que sólo se ocupaba de los detalles. Explicó a Disturnal los procedimientos que había seguido para examinar las navajas, la chaqueta, el chaleco, las botas, el pantalón y el abrigo de estar por casa. Describió las manchas halladas en diversas prendas e identificó cuáles cabía clasificar como sangre de un mamífero. Había contado los pelos recogidos de la manga y del bolsillo del pecho izquierdo de la chaqueta: había veintinueve en total, todos cortos y de color rojo. Los había comparado con los pelos de una tira de piel cortada del pony muerto de la mina. Eran asimismo cortos y rojos. Los había examinado al microscopio y dictaminado que eran «de longitud, color y textura similares».