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– Eso no es en absoluto cierto. No se nos acercó nadie.

– ¿Y luego tomó el tren?

– No vi motivo alguno para no hacerlo.

– Entonces, ¿no es verdad que usted sonrió al enterarse de que habían mutilado a un animal?

– No es cierto. No se nos acercó ningún hombre. Y yo no sonreiría por semejante cosa. La única vez en que quizá sonriese fue cuando Markew me sugirió que me tomase un día libre. En el pueblo sabemos que es un haragán y por eso la sugerencia encajaba muy bien en sus labios.

– Ya. Ahora avancemos un poco hasta más entrada la mañana, cuando el inspector Campbell y el sargento Parsons fueron a su bufete para detenerle. En el trayecto al calabozo, afirman que usted dijo: «No me sorprende. Lo llevo esperando desde hace algún tiempo». ¿Dijo estas palabras?

– Sí.

– ¿Nos explicará qué quería decir?

– Desde luego. Desde hacía algún tiempo, había habido una campaña de rumores contra mí. Había recibido cartas anónimas que enseñé a la policía. Era de lo más evidente que estaban siguiendo mis movimientos y vigilando la vicaría. Unos comentarios que hizo un policía me indicaron que sentían animadversión por mí. Y una semana o dos antes incluso había circulado el rumor de que me habían detenido. La policía parecía decidida a probar algo en mi contra. De modo que no, no me sorprendió.

Vachell le citó a continuación el supuesto comentario sobre el misterioso Loxton; George negó tanto que lo hubiese hecho como que alguna vez hubiese conocido a alguien llamado Loxton.

– Pasemos a otra observación que se supone que usted hizo. En la vista celebrada en Cannock, se le ofreció una fianza que usted rechazó. ¿Dirá a esta sala por qué?

– Desde luego. Los términos eran sumamente onerosos, no sólo para mí sino para mi familia. Además, yo estaba entonces en el hospital de la cárcel y mi situación era confortable. Me contentaba con seguir allí hasta mi juicio.

– Entiendo. El policía Meredith ha declarado que mientras le custodiaba usted le dijo: «No quiero fianza, así, cuando destripen al próximo caballo, no podrán decir que fui yo». ¿Dijo estas palabras?

– Sí.

– ¿Y qué quería decir?

– Nada más que lo que dije. Antes de mi detención, hacía semanas y meses que se cometían agresiones a animales, y como yo no tenía nada que ver con ellas, supuse que continuarían. Y si continuaban quedaría establecida mi inocencia.

– Verá, señor Edalji, se ha insinuado, y sin duda se volverá a insinuar, que hubo una razón siniestra de por qué rechazó la fianza. La suposición es que la banda de Great Wyrley, sobre cuya existencia hay alusiones constantes, pero que todavía nadie ha probado, iba a acudir en su rescate mutilando a propósito a otro animal para probar su inocencia.

– Lo único que puedo decir en respuesta es que si hubiera sido tan inteligente como para idear un plan tan astuto, también habría tenido la suficiente inteligencia para no confesarlo de antemano a un agente de la policía.

– Claro, señor Edalji, claro.

Tal como George esperaba, Disturnal fue sarcástico y poco respetuoso en su interrogatorio. Le pidió que explicara muchas cosas que George ya había explicado, con el fin exclusivo de exhibir una incredulidad teatral. Su estrategia iba encaminada a mostrar que el acusado era sumamente astuto y artero, pero que se incriminaba sin cesar. George sabía que debía dejar que Vachell señalara este punto. No debía permitir que le provocaran; tenía que tomarse su tiempo para responder; debía ser impasible.

Disturnal, por supuesto, no omitió sacar a colación el hecho de que George hubiese llegado andando hasta la granja de Green la noche del 17, y no dejó de preguntarse por qué a George, en su declaración, se le había olvidado mencionarlo. El fiscal se mostró asimismo implacable al abordar, como era inevitable, la cuestión de los pelos en la ropa de George.

– Señor Edalji, en su testimonio bajo juramento ha dicho que los pelos se le adhirieron a la ropa al apoyarse contra la cancilla de un prado donde había vacas pastando.

– Dije que podía ser un modo de que llegaran a mi ropa.

– Pero el doctor Butter recogió veintinueve pelos de su ropa que luego examinó al microscopio y descubrió que su longitud, color y textura eran idénticos a los pelos de la tira de piel cortada al pony muerto.

– No ha dicho idénticos. Ha dicho similares.

– ¿Sí? -Disturnal se desconcertó un instante y fingió que consultaba sus papeles-. En efecto. «De longitud, color y textura similares.» ¿Cómo explica esta similitud, señor Edalji?

– No puedo hacerlo. No soy un experto en pelos de animales. Sólo puedo sugerir cómo podrían haber aparecido los pelos en mi ropa.

– Longitud, color y textura, señor Edalji. ¿Está pidiendo seriamente a la sala que crea que los pelos de su abrigo procedían de una vaca en un cercado, cuando tenían la longitud, el color y la textura de los de un pony destripado a poco más de un kilómetro de su casa la noche del 17?

George no respondió nada a esto.

Vachell llamó a Lewis al estrado de testigos. El veterinario de la policía reiteró su declaración de que el pony, a su entender, no podía haber sido herido antes de las dos y media. A continuación le preguntaron qué tipo de instrumento habría podido infligir aquel daño. Un arma curva y con los lados cóncavos. ¿Pensaba el señor Lewis que la herida habría podido causarla una navaja doméstica? No, Lewis no creía que una navaja hubiera podido causar la herida.

Vachell llamó después a Shapurji Edalji, clérigo ordenado, que repitió su testimonio sobre sus hábitos a la hora de acostarse, la puerta, la llave, su lumbago y la hora en que despertaba. George pensó que su padre, por primera vez, empezaba a parecer un anciano. Su voz era menos imperiosa, sus certezas menos obviamente irrefutables.

George se puso nervioso cuando Disturnal se levantó para su turno de preguntas al vicario de Great Wyrley. El fiscal exudaba cortesía y aseguró al testigo que no le retendría mucho tiempo. Esto, sin embargo, resultó ser una promesa burdamente falsa. Disturnal tomó cada detalle minúsculo de la coartada de George y lo exhibió delante del jurado, como si aquilatara por primera vez su peso y valor exactos.

– ¿Cierra usted con llave por la noche la puerta de su dormitorio?

El padre de George pareció sorprendido de que le volvieran a preguntar algo a lo que ya había respondido. Hizo una pausa más larga de lo normal. Después dijo:

– Sí.

– ¿Y la abre con la llave por la mañana?

De nuevo, una pausa anormal.

– Sí.

– ¿Y dónde guarda la llave?

– La llave se queda en la cerradura.

– ¿No la esconde?

El vicario miró a Disturnal como miraría a un colegial impertinente.

– ¿Por qué demonios debería esconderla?

– ¿Nunca la esconde? ¿Nunca la ha escondido?

El padre de George pareció totalmente perplejo.

– No comprendo por qué me hace esta pregunta.

– Sólo trato de establecer si la llave está siempre en la cerradura.

– Pero si ya se lo he dicho.

– ¿Siempre a la vista? ¿Nunca escondida?

– Pero si ya se lo he dicho.

Cuando el padre de George testificó en Cannock, las preguntas habían sido directas y el estrado de los testigos bien podría haber sido un púlpito desde donde el vicario atestiguaba la misma existencia de Dios. Ahora, sometido al interrogatorio de Disturnal, él -y el mundo con él- empezaba a parecer más falible.

– Ha declarado que la llave chirría cuando gira en la cerradura.

– Sí.

– ¿Es algo reciente?