Disturnal estimuló aquella efusión de orgullo materno. Le preguntó si quería decir algo más.
– Sí. -La señora Edalji miró a su hijo en el banquillo-. Siempre ha sido amable y servicial con nosotros, y desde niño siempre fue cariñoso con los animales. Incluso si no hubiéramos sabido que él no estaba fuera de casa, habría sido imposible que hubiese mutilado o herido a ninguno.
Por el modo en que Disturnal le dio las gracias, casi se habría podido pensar que él también era hijo de ella; es decir, un hijo profundamente indulgente con la bondad ciega y la ingenuidad de su anciana madre de pelo blanco.
Después llamaron a Maud para que declarase sobre el estado de la ropa de George. Su voz fue serena y su testimonio lúcido; aun así, George se quedó petrificado cuando Disturnal se levantó, asintiendo para sí.
– Su testimonio, señorita Edalji, es exactamente, hasta en el más mínimo detalle, el mismo que el de sus padres.
Maud le devolvió una mirada ecuánime y aguardó para ver si aquello era una pregunta o el heraldo de alguna ofensiva mortífera. Tras lo cual, Disturnal volvió a sentarse, con un suspiro.
Más tarde, en la mesa de madera del sótano de Shire Hall, George estaba exhausto y descorazonado.
– Señor Meek, creo que mis padres no han sido buenos testigos.
– Yo no diría tal cosa, señor Edalji. Lo que ocurre es que las mejores personas no son necesariamente los mejores testigos. Cuanto más escrupulosas son, cuanto más honradas, tanto más se detienen en cada palabra de la pregunta y dudan de sí mismas por pura modestia, y tanto más puede jugar con ellas un fiscal como Disturnal. Le aseguro que no es la primera vez que sucede. ¿Cómo lo diría? Es una cuestión de fe. Lo que creemos, por qué lo creemos. Desde un punto de vista puramente jurídico, los mejores testigos son aquellos a los que más cree el jurado.
– De hecho, han sido malos testigos.
A lo largo de todo el juicio, George había albergado la esperanza de que el testimonio de su padre le granjearía una exoneración instantánea. El ataque del fiscal se estrellaría contra la roca de la integridad paterna, y Disturnal se retiraría como un feligrés descreído y regañado por una calumnia vana. Pero el ataque no se había producido o no, al menos, en la forma que George había previsto; y su padre le había fallado, no había sabido manifestarse como una divinidad olímpica cuya declaración jurada era irrebatible. En cambio, se había mostrado pedante, quisquilloso y en ocasiones confundido. George habría querido explicar a la sala que si de niño hubiese cometido la menor fechoría, su padre le habría llevado a la comisaría y exigido un castigo ejemplar: cuanto mayor el deber, mayor el pecado. Pero había prevalecido la impresión opuesta: la de que sus padres eran unos tontos indulgentes y fáciles de embaucar.
– Han sido malos testigos -repitió, consternado.
– Han dicho la verdad -contestó Meek-. Y no deberíamos haber esperado otra cosa de ellos, o que actuaran de una manera que no es la suya. Confiemos en que el jurado lo vea. Vachell tiene confianza en la sesión de mañana; y nosotros también debemos tenerla.
Y a la mañana siguiente, cuando George fue trasladado por última vez de la cárcel de Stafford a Shire Hall, mientras se disponía a escuchar el relato de su historia en su versión definitiva y cada vez más divergente, recobró el buen ánimo. Era el viernes 23 de octubre. Al día siguiente estaría de vuelta en la vicaría. El domingo asistiría al oficio religioso bajo la quilla volcada de San Marcos. Y el lunes, el tren de las 7.39 le llevaría a Newhall Street, a su escritorio, a su trabajo, a sus libros. Festejaría su libertad suscribiéndose a Leyes de Inglaterra, de Halsbury.
Cuando salió al banquillo por la estrecha escalera, la sala parecía aún más concurrida que los días anteriores. La emoción era palpable y, para George, alarmante; se parecía más a una vulgar expectación teatral que a la grave expectativa de la justicia. Vachell le miró y le sonrió: era la primera vez que hacía abiertamente un gesto semejante. George no supo si devolverle el saludo de la misma forma, pero optó por una ligera inclinación de cabeza. Miró al jurado, doce hombres justos de Staffordshire, cuyo semblante le había parecido desde el principio decente y serio. Advirtió la presencia del capitán Anson y del inspector Campbell, sus acusadores gemelos. Aunque no los auténticos: éstos estarían quizá en Cannock Chase, regodeándose de lo que habían hecho, e incluso ahora afilando lo que a juicio de Lewis era un arma curva y con los lados cóncavos.
A invitación de sir Reginald Hardy, Vachell inició su alegato final. Pidió a los miembros del jurado que pasaran por alto los aspectos sensacionales del caso -los titulares de prensa, la histeria pública, los rumores y acusaciones- y se concentraran en los hechos escuetos. No había la más mínima prueba de que George Edalji hubiera salido de la vicaría -un edificio estrechamente vigilado desde varios días antes por la policía de Staffordshire- la noche del 17 al 18 de agosto. No había la más mínima prueba que le vinculase con el delito de que le acusaban: las minúsculas manchas de sangre encontradas podían proceder de cualquier otra fuente y eran totalmente incompatibles con la agresión violenta infligida al pony de la mina; en cuanto a los pelos supuestamente hallados en la ropa del acusado, existía una discrepancia completa de testimonios y, aunque tales pelos hubieran existido, había otras explicaciones posibles de su presencia. Luego estaban las cartas anónimas que denunciaban a George Edalji y que la acusación sostenía que habían sido escritas por el propio acusado, una sugerencia absurda que estaba en completa discordancia tanto con la lógica como con la mente delictiva; en cuanto al testimonio del señor Gurrin, no era más que una opinión de la que el jurado tenía derecho a desvincularse, como en realidad era de esperar que lo hiciese.
A renglón seguido abordó las diversas insinuaciones formuladas en contra de su cliente. Su negativa a aceptar una fianza había nacido de sentimientos razonables, por no decir admirables: el deseo filial de aliviar el fardo de sus padres febles y ancianos. Había que analizar también el turbio asunto de John Harry Green. La fiscalía había intentado salpicar por asociación a George Edalji; sin embargo, no se había establecido ni el más mínimo vínculo entre su defendido y el señor Green, cuya ausencia en el estrado de testigos era harto elocuente enesto, así como en otros aspectos, el sumario no era más que una madeja de jirones y remiendos, de vislumbres, indirectas e insinuaciones inconexas entre sí. «¿Qué nos queda? -preguntó en su perorata el defensor-. ¿Qué nos queda al cabo de cuatro días en esta sala, excepto las teorías de la policía, que se derrumban, se desinflan y se despedazan?»
George estaba complacido cuando Vachell regresó a su asiento. Había sido un alegato claro, bien razonado y sin los falsos llamamientos emocionales a que recurrían otros letrados; y había sido más profesionaclass="underline" es decir, George había anotado los pasajes donde Vachell se tomó más libertades de expresión y deducciones de las que quizá le hubiese permitido el tribunal A, presidido por lord Hatherton.
Disturnal no se apresuró; aguardó un rato de pie, como dejando que se disipara el efecto de las palabras finales de Vachell. Luego empezó a recoger los jirones y remiendos a los que había aludido su adversario y pacientemente volvió a coserlos hasta tejer una capa que colgara alrededor de los hombros de George. Pidió al jurado que primero considerase la conducta del preso y reflexionara sobre si era o no la conducta de un hombre inocente. La negativa a esperar al inspector Campbell y la sonrisa en el andén de la estación; el hecho de que su detención no le sorprendiese; la pregunta acerca de los caballos muertos de Blewitt; la amenaza al misterioso Loxton; el rechazo de la fianza y el confiado pronóstico de que la banda de Great Wyrley actuaría de nuevo para forzar su liberación. ¿Era éste el comportamiento de un hombre inocente?, preguntó Disturnal, al mismo tiempo que reunía cada uno de estos eslabones para apreciación del jurado.