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– ¿Acomodándote? -preguntó, con tono alegre.

– Parece que el director cree que sólo pienso en fugarme.

– Sí, sí, se lo dice a todo el mundo. Que quede entre nosotros: creo que le gusta que haya alguna que otra fuga. La bandera negra izada, el retumbar del cañón, el registro a fondo de los barracones. Y siempre gana la partida; eso también le gusta. Nadie se escapa de aquí. Si los soldados no atrapan a un fugado, lo hacen los ciudadanos. Dan una recompensa de cinco libras por entregar a un fugitivo, con lo que no hay incentivo para hacer la vista gorda. Después le meten en una celda de castigo y le privan de la remisión. No vale la pena.

– Y la otra cosa que me ha dicho el director es que no puedo cambiar de religión.

– En efecto.

– Pero ¿por qué querría cambiar?

– Ah, eres un preso estrella, claro. Todavía no conoces los entresijos. Verás, en Portland sólo hay protestantes y católicos. La proporción es de seis a uno. Pero no hay ningún judío. Si fueras judío te enviarían a Parkhurst.

– Pero no soy judío -dijo George, tozudo.

– No. No lo eres. Pero si fueras un veterano, un ordinario, y decidieras que Parkhurst es un alojamiento más llevadero que Portland, podrían liberarte de Portland este año como un ardiente anglicano y, para la próxima vez que la policía te enganchara, haberte hecho judío. Entonces te mandarían a Parkhurst. Pero han decretado que no se puede cambiar de religión en medio de una condena. De lo contrario los presos, sólo por hacer algo, se cambiarían cada seis meses.

– El rabino de Parkhurst debe de llevarse algunas sorpresas.

El capellán se rió.

– Es curioso cómo una vida delictiva puede convertir a un hombre en judío.

George descubrió que no sólo a los judíos los llevaban a Parkhurst; también despachaban a los inválidos y a los que pasaban por no estar del todo en sus cabales. Tal vez no se pudiese cambiar de religión en Portland, pero sí podían trasladar a alguien que se derrumbase física o mentalmente. Se decía que algunos reclusos se herían adrede los pies con las piquetas o simulaban haber perdido la chaveta -aullaban como perros y se arrancaban el pelo a puñados- en un intento de conseguir el traslado. La mayoría, sin embargo, iba a parar al calabozo y a lo sumo obtenían un par de días a pan y agua.

«Portland disfruta de una situación muy saludable -escribió George a sus padres-. El aire es muy sano y tonificante, y no hay muchas enfermedades.» Era como si les estuviese escribiendo una postal desde Aberystwyth. Pero lo que escribía era cierto, y había que consolarlos con todo lo que pudiera.

Pronto se habituó a su estrecho hospedaje y decidió que Portland era mejor que Lewes. Había menos burocracia y no existían reglas estúpidas sobre el afeitado y los cortes del pelo a la intemperie. Además, eran más relajadas las normas que regulaban la conversación entre prisioneros. También la comida era mejor. Pudo informar a sus padres de que había una cena distinta cada noche y dos clases de sopa. El pan era integral; «mejor que el del panadero», escribió, no para intentar eludir la censura ni para congraciarse, sino porque era una opinión sincera. Y les daban verduras y lechuga. El cacao era excelente, aunque el té no valía gran cosa. Con todo, si uno no quería té, podía tomar dos tipos de gachas, y a George le sorprendió que muchos se empeñaran en preferir un té de calidad inferior que algo más nutritivo.

Pudo decir a sus padres que tenía mucha ropa interior caliente, así como jerséis, leotardos y guantes. La biblioteca era incluso mejor que la de Lewes, y las condiciones de préstamo más generosas: cada semana podía sacar dos libros «de biblioteca», amén de cuatro educativos. Las principales revistas eran asequibles en forma de volumen, aunque las autoridades de la cárcel habían expurgado los libros y las publicaciones de todo material indeseable. Al pedir una historia del arte británico reciente, George descubrió que todas las ilustraciones de la obra de sir Lawrence Alma-Tadema habían sido pulcramente recortadas por las tijeras del censor. La portada del volumen ostentaba la advertencia escrita en todos los libros de la biblioteca: «No doblar las páginas». Debajo, un gracioso de la cárcel había escrito: «Tampoco arrancarlas».

La higiene en Portland no era mejor que en Lewes, aunque tampoco peor. Si alguien quería un cepillo de dientes tenía que solicitarlo al director, que al parecer respondía sí o no de acuerdo con algún baremo personal y arbitrario.

Una mañana en que necesitaba un limpiametales, George preguntó a un carcelero si había alguna posibilidad de conseguir una marca fabricada en Bath.

– ¡Un limpiametales, D462! -contestó el celador, elevando las cejas hacia la gorra-. ¡Un limpiametales! Vas a arruinar a la empresa. Luego pedirás perfumes.

Y no se volvió a hablar del asunto.

George cosechaba todos los días fibras de cáscara y pelos; hacía ejercicio, según estaba prescrito, aunque sin gran entusiasmo; pedía a la biblioteca su lote entero de libros. En Lewes se acostumbró a comer con sólo un cuchillo de hojalata y una cuchara de madera, y se habituó a que el cuchillo a menudo fuese insuficiente para la carne de vacuno o de cordero. Ya no notaba la falta de un tenedor, como tampoco la de periódicos. En realidad, consideraba una ventaja la ausencia de diarios: careciendo de aquel acicate cotidiano del mundo exterior se adaptaba con más facilidad al paso del tiempo. Los sucesos que acontecían en su vida ocurrían dentro de los muros de la cárcel. Una mañana, un recluso -el C183, que cumplía una condena de ocho años por robo- consiguió trepar al tejado y desde allí proclamó a los cuatro vientos que era el hijo de Dios. El capellán se brindó a subir por una escalera para hablar de las repercusiones teológicas del hecho, pero el director decretó que era sólo otra intentona de lograr un traslado a Parkhurst. Al final el hombre sucumbió a la inanición y lo pusieron a la sombra. C183 terminó reconociendo que era hijo de un ceramista y no de un carpintero.

Cuando George llevaba unos meses en la cárcel, hubo un intento de fuga. Dos hombres -C202. y B178- se las ingeniaron para esconder una palanca en su celda; rompieron el techo, bajaron al patio con ayuda de una cuerda y escalaron un muro. La siguiente vez que resonó la orden «¡Gorras al suelo!» hubo un alboroto: faltaban dos gorras. Se hizo otro recuento, seguido del de personas. Izaron la bandera negra, dispararon el cañón y encerraron a los presos entretanto. A George no le importó la reclusión, aunque no compartiese la agitación general ni participara en las apuestas cruzadas sobre el desenlace.

Los dos hombres contaban con un par de horas de ventaja, pero a juicio de los «ordinarios» tendrían que esconderse hasta la caída de la noche y sólo entonces aventurarse a huir. Cuando soltaron a los perros en los terrenos de la cárcel, B178 fue descubierto enseguida, guarecido en un taller y maldiciendo el tobillo que se había roto al saltar desde un tejado. Tardaron más en encontrar a C202. Apostaron centinelas en todos los cerros de Chesil Beach; patrullaron en barcas por si el fugitivo había decidido ganar a nado la playa; pusieron una barrera de soldados en Weymouth Road. Registraron las canteras y las fincas periféricas. Pero a C202 no lo encontraron soldados ni celadores; lo llevó, atado con una cuerda, el dueño de una posada que lo había localizado en su bodega y lo había reducido con la ayuda de un carretero. El hombre insistió en entregarlo al funcionario responsable de la cárcel para recibir por la captura un pagaré por la suma de cinco libras.

El barullo entre los presos degeneró en decepción, y el registro de celdas se volvió más frecuente durante una temporada. Era una faceta que a George le parecía más fastidiosa que en Lewes, y no sólo porque los registros eran en su caso absolutamente inútiles. Primero les ordenaban «desabrocharse»; después los celadores «restregaban» al preso para cerciorarse de que no ocultaba nada entre la ropa. Le palpaban todo el cuerpo, le examinaban el bolsillo y hasta desdoblaban el pañuelo. Era bochornoso para el recluso y George pensaba que sería odioso para los funcionarios, pues las ropas de muchos presos estaban sucias y grasientas a causa del trabajo. Algunos carceleros hacían cacheos muy minuciosos, mientras que otros no se enteraban de que un preso tenía un martillo y un cincel escondidos encima.