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Luego estaba el «patas arriba», que parecía consistir en la sistemática destrucción de una celda, en derribar libros de las superficies que ocupaban, deshacer la cama y buscar los potenciales escondrijos que George jamás habría imaginado. Lo peor de todo, sin embargo, era el cacheo del «baño seco». Te llevaban a los baños y te ponían de pie sobre los listones de madera. Te quitabas toda la ropa, excepto la camisa. Los celadores inspeccionaban cada prenda a conciencia. Después te sometían a humillaciones: levantar las piernas, agacharte, abrir la boca, sacar la lengua. Había veces en que estos cacheos eran generales y otras en que eran aleatorios. George calculó que sufría esta vejación por lo menos tantas veces como sus compañeros. Quizá cuando expresó su reluctancia a fugarse lo habían tomado por un farol.

Y así pasaron los meses y después el primer año y después gran parte del segundo. Cada seis meses sus padres hacían el largo viaje desde Staffordshire y pasaban una hora con su hijo bajo la vigilancia de un guardián. Estas visitas eran atroces para George, no porque no amase a sus padres, sino porque detestaba ver su sufrimiento. Por entonces su padre parecía hundido y su madre ni siquiera se atrevía a examinar el sitio donde habían encarcelado a su hijo. A George le costaba encontrar el tono justo para hablar con ellos: si era alegre pensarían que estaba fingiendo; si triste, les entristecería aún más. Así pues, adoptaba una voz neutra, servicial pero inexpresiva, como la de una taquillera.

Al principio estimaron que Maud era demasiado sensible para estas visitas; pero un año reemplazó a su madre. Tuvo poca ocasión de decir algo, pero cada vez que George la miraba, topaba con aquella mirada serena e intensa que recordaba de la sala de Stafford. Era como si Maud intentase infundirle fuerzas, comunicarse con la mente de George sin la mediación de palabras o gestos. Más tarde él se preguntó si no se habría -y se habrían-equivocado creyendo en la supuesta fragilidad de Maud.

El vicario no lo advirtió. Estaba abstraído informando a George de que, a la luz del cambio de gobierno -una cuestión de la que George apenas sabía nada-, el infatigable Yelverton iba a reanudar su campaña. Voules proyectaba una nueva serie de artículos en Truth; el vicario, a su vez, se proponía publicar un folleto propio sobre el caso. George simuló que se sentía animado, pero en su fuero interno el entusiasmo de su padre le parecía una necedad. Podrían recabar más firmas, pero la esencia de su caso no cambiaría y, por ende, ¿por qué habría de cambiar la respuesta de las autoridades? Él, como abogado, lo veía.

También sabía que el Ministerio del Interior estaba inundado de peticiones de todas las cárceles del país. Recibía cuatro mil memorándum al año, y otros mil enviados desde otras fuentes en favor de presos. Pero el ministerio no disponía de medios ni de la potestad de volver a juzgar un caso; no podía entrevistar a testigos ni escuchar a abogados. Lo único que estaba en su mano era examinar el papeleo y aconsejar en consonancia a la Corona. Esto se traducía en que un indulto era una rareza estadística.

Quizá la situación fuera distinta si hubiese la posibilidad de recurrir a un tribunal que asumiera un papel más activo en reparar una injusticia. Pero tal como estaban las cosas, George juzgaba ingenuo el convencimiento del vicario de que una frecuente reiteración de su inocencia, secundada por el poder de las oraciones, conseguiría la liberación del hijo.

Le apenaba admitirlo, pero George pensaba que las visitas de su padre no servían de nada. Perturbaban el orden y la calma de su vida, cosas ambas sin las cuales no creía que pudiese sobrevivir a la condena. Otros presos contaban los días que faltaban hasta su excarcelación futura; George, para sobrellevar la reclusión, necesitaba pensar que era la única vida que tenía o podría haber tenido. Sus padres, así como la optimista confianza de su padre en Yelverton, trastornaban esta ilusión. Quizá Maud le infundiese fuerzas si la dejaban visitarle sola, pero sus padres sólo le producían inquietud y vergüenza. Sabía, de todos modos, que no permitirían que Maud fuese sin ellos.

Los registros continuaban, los restregones y los baños secos. Leía más historia de la que pensaba que existía, se había despachado todos los clásicos y ahora acometía los autores menores. También se había leído series enteras del Cornhill Magazine y del Strand. Empezaba a preocuparle la posibilidad de agotar el catálogo de la biblioteca.

Una mañana le llevaron al despacho del capellán, le fotografiaron de frente y de perfil y le ordenaron que se dejase crecer la barba. Le dijeron que al cabo de tres meses volverían a fotografiarle. George dedujo por sí mismo la finalidad del trámite: que la policía tuviese su ficha si algún día les daba motivos para buscarle.

No le gustó que le obligaran a dejarse barba. Había llevado bigote desde que lo permitió la naturaleza, pero en Lewes le mandaron afeitárselo. No le gustaba el picor diario que se le esparcía por las mejillas y por debajo del mentón: añoraba el tacto de la navaja. Tampoco le agradaba su aspecto con barba: le daba un semblante criminal. Los carceleros hicieron comentarios de que ahora tenía un nuevo escondrijo. Seguía trabajando con las fibras de coco y leyendo a Oliver Goldsmith. Le quedaban cuatro años de condena.

Y de repente las cosas se volvieron confusas. Le llevaron a hacerle fotografías de frente y de perfil. Después le mandaron afeitarse. El barbero le dijo que tenía suerte de que no estuviesen en Strangeways, donde le cobrarían dieciocho peniques por el servicio. Cuando regresó a su celda, le dijeron que recogiera sus pocas pertenencias y que se aprestase para un traslado. Le condujeron a la estación y le subieron a un tren con una escolta. A duras penas se atrevió a mirar el campo, cuya existencia parecía burlarse de él, al igual que todos los caballos y vacas. Comprendió que los hombres enloqueciesen a falta de las cosas corrientes.

Cuando el tren llegó a Londres, le subieron en un coche y le llevaron a Pentonville. Allí le dijeron que se preparase para su liberación. Pasó un día encerrado solo; en retrospectiva, el día más desdichado de los tres años completos que había pasado en la cárcel. Sabía que debería ser feliz; por el contrario, le desconcertaba tanto su puesta en libertad ahora como antaño la detención. Llegaron dos detectives y le entregaron papeles; le ordenaron que se presentara en Scotland Yard para recibir nuevas instrucciones.

A la diez y media de la mañana del 19 de octubre de 1906, George Edalji abandonó Pentonville en un coche, acompañado de un judío que también fue liberado aquel día. No preguntó si el hombre era un judío auténtico o un judío carcelario. El coche lo depositó en la sociedad de asistencia a los presos judíos y llevó a George a la sociedad benéfica del Ejército de Salvación. Los reclusos que se habían afiliado a alguna de las dos tenían derecho a una gratificación doble cuando los excarcelaban. A George le dieron dos libras, nueve chelines y diez peniques. Unos responsables de la sociedad le acompañaron después a Scotland Yard, donde le explicaron los términos de su libertad condicional. Tenía que dejar la dirección donde se hospedase; debía presentarse una vez al mes en Scotland Yard e informarles de antemano de cualquier proyecto de abandonar Londres.

Un periódico había enviado un fotógrafo a Pentonville para sacar una foto de George Edalji en el momento de salir de la cárcel. Por error, fotografió a un preso liberado media hora antes y el periódico, por tanto, publicó una foto de otro hombre.