Desde Scotland Yard le llevaron a reunirse con sus padres.
Estaba en libertad.
Arthur
Y entonces conoce a Jean.
Le faltan unos meses para cumplir treinta y ocho años. Sidney Paget le pinta ese año sentado muy recto en una butaca tapizada, semicircular como una bañera, la levita entreabierta, un reloj con leontina a la vista; en la mano izquierda tiene un cuaderno y la derecha sostiene un portaminas de plata. El pelo empieza a ralear por arriba de las sienes, pero minimiza esta pérdida el esplendor compensatorio del bigote: le coloniza la cara por encima y más allá del labio superior y las guías, como palillos encerados, rebasan la línea de los lóbulos de las orejas. Confiere a Arthur el aire imperioso de un fiscal militar, cuya autoridad refrenda el escudo de armas acuartelado que se ve en la esquina superior del retrato.
Arthur es el primero en admitir que su conocimiento de las mujeres es más el de un caballero que el de un canalla. En su juventud hubo algunos escarceos bullangueros, y hasta un episodio relacionado con un pez volador. Estaba Elmore Weldon que, si no fuese una observación impropia de un señor, pesaba setenta kilos. Estaban Touie, que, con los años, se convirtió en una hermana cordial y después, de pronto, en una hermana inválida. Estaban, por supuesto, sus hermanas auténticas. Estaban las estadísticas de la prostitución que lee en el club. Estaban las historias que se cuentan ante una copa de oporto y que en ocasiones prefiere no escuchar, relatos que hablan, por ejemplo, de habitaciones privadas en restaurantes discretos. Estaban los casos ginecológicos que ha conocido, los partos a los que ha asistido y las enfermedades que contraen los marineros de Portsmouth y otros hombres de moral licenciosa. Su comprensión del acto sexual es diferente, aunque tiene más que ver con sus desafortunadas consecuencias que con sus gozosos preliminares y procesos.
Su madre es la única mujer cuyo gobierno está dispuesto a acatar. Con otras mujeres ha desempeñado las variadas funciones de hermano mayor, sustituto del padre, marido dominante, médico curativo, generoso redactor de cheques en blanco y Papá Noel. Suscribe plenamente la separación y distinción de sexos desarrollada por la sabiduría de la sociedad a lo largo de los siglos. Se opone con firmeza a la idea del sufragio femenino: cuando un hombre vuelve del trabajo, no quiere tener a un político sentado enfrente de él junto a la chimenea. Al conocer menos a las mujeres puede idealizarlas más. Así es como piensa que debería ser.
Jean, por consiguiente, supone una conmoción. Hace mucho tiempo que no mira a las jóvenes como las miran los jóvenes. Considera que las mujeres -las jóvenes- han de ser inmaduras; son maleables, acomodaticias y esperan que las moldee la impronta del hombre con quien se casan. Se ocultan; observan y esperan, se complacen en un decoroso lucimiento social (que nunca debería llegar a la coquetería) hasta que llega el momento en que el hombre manifiesta interés y luego un interés mayor y luego un interés especial; para entonces ya pasean juntos, las familias respectivas se han conocido y por fin él pide su mano y a veces, quizá, en un último acto de ocultamiento, ella le hace esperar la respuesta. Así es como ha evolucionado todo esto, y la evolución social, al igual que la biológica, tiene sus leyes y necesidades. No sería así si no hubiese buenos motivos para que así fuera.
Cuando le presentan a Jean -en el té de la tarde en casa de un prominente escocés de Londres, una de esas reuniones que suele evitar-, advierte de inmediato que es una muchacha muy atractiva. Sabe por larga experiencia lo que cabe esperar: la beldad le preguntará cuándo va a escribir otro relato de Sherlock Holmes, y si ha muerto de verdad en las cataratas de Reichenbach, y si no sería mejor que el detective se casara, ¿y qué le parecía, en principio, esta idea? Y a veces él responde con el cansancio de un hombre que llevase cinco abrigos puestos, y a veces logra esbozar una débil sonrisa y contesta: «Su pregunta, señorita, me recuerda, para empezar, por qué tuve el buen juicio de despeñar a Sherlock».
Pero Jean no hace nada de esto. No da un agradable respingo al oír su nombre ni confiesa tímidamente que es una ferviente lectora de sus obras. Le pregunta si ha visto la exposición de fotografías del viaje del doctor Nansen al Polo Norte.
– Todavía no. Pero fui el mes pasado a la conferencia que dio en el Albert Hall ante la Royal Geographical Society, y en la que el príncipe de Gales le impuso una medalla.
– Yo también estuve -dice ella.
Lo cual constituye una sorpresa.
Él le cuenta que, después de haber leído, unos años antes, el relato de Nansen sobre la travesía de Noruega con esquís, se compró un par; que desde Davos recorrió esquiando las altas pendientes con los hermanos Branger y que Tobías Branger escribió en el registro del hotel «Sportesmann». Después empieza la historia, que a menudo refiere como continuación de la anterior, de que perdió los esquís en una cumbre nevada y se vio obligado a descender sin ellos y que, con la tensión en los fondillos de sus bombachos de tweed…, y es, en verdad, una de sus mejores anécdotas, aunque quizá en estas circunstancias retocará el epílogo, consistente en que durante el resto del día se sintió más resguardado apoyando la culera de los pantalones en una pared…, pero parece que ella ya no le presta atención. Hace una pausa, asombrado.
– Me gustaría aprender a esquiar -dice ella.
Esto también es inesperado.
– Tengo un equilibrio excelente. Monto a caballo desde los tres años.
Arthur se siente un tanto despechado por el hecho de que ella no le deje terminar la historia de cuando se le rajaron los pantalones, que incluye la imitación de las garantías que le dio su sastre sobre la duración del tweed Harris. Así que le dice con voz firme que es de lo más improbable que alguna vez las mujeres -y se refiere a las mujeres de la buena sociedad, no a las campesinas suizas- aprendan a esquiar, dada la fuerza física necesaria y los peligros inherentes a esta actividad.
– Oh, yo soy muy fuerte -responde ella-. Y supongo que tengo un equilibrio mejor que el suyo, en vista de su tamaño. Debe de ser una ventaja tener un centro de gravedad más bajo. Y como peso mucho menos, no me haré tanto daño si me caigo.
Si ella hubiera dicho «peso menos» a él quizá le habría picado la insolencia. Pero como ha dicho «mucho menos» rompe a reír y promete que algún día le enseñará a esquiar.
– Se lo recordaré -responde ella.
Él se dice a sí mismo los días siguientes que ha sido un encuentro bastante extraordinario. El hecho de que ella se negase a reconocer su fama de escritor, fijara el tema de conversación, interrumpiese una de sus anécdotas más populares, exhibiera una ambición que cabría considerar poco femenina, y se riera -bueno, como si lo hubiera hecho- de la corpulencia de Arthur y, sin embargo, que hubiera hecho todo esto con ligereza, seriedad y encanto. Arthur se felicita por no haberse ofendido, aunque no hubiese habido intención de ofenderle. Siente algo que no ha sentido en años: la satisfacción de un devaneo exitoso. Y después olvida a Jean.
Seis semanas después asiste una tarde a un recital y ella está cantando una de las canciones escocesas de Beethoven, acompañada al piano por un hombrecillo serio con una corbata blanca. Su voz le parece espléndida, el pianista amanerado y vanidoso. Arthur retrocede para que ella no lo vea observando. Después del recital se encuentran en presencia de terceros y ella se comporta con esa cortesía que impide saber si le recuerda o no.
Se separan; unos minutos más tarde, cuando un violonchelista pésimo rasca su instrumento al fondo de la sala, vuelven a encontrarse, esta vez a solas. Ella dice en el acto: