En el encuentro siguiente con Jean, él asume el mando. Debe hacerlo. Es el hombre, es más viejo; ella es una muchacha, posiblemente impetuosa, cuya reputación no puede mancillarse. Al principio Jean se muestra inquieta, como si él fuera a desecharla; sin embargo, cuando queda claro que Arthur sólo está estipulando las cláusulas que rijan su relación, ella se relaja y casi parece que no le escucha. Se inquieta de nuevo cuando él recalca la extrema cautela que deben adoptar.
– Pero ¿podemos besarnos? -pregunta ella, como comprobando las cláusulas de un contrato que ella ha firmado felizmente con los ojos vendados.
El tono derrite el corazón de Arthur y le nubla el pensamiento. Se besan, para ratificar el contrato. A ella le gusta picotearle con los ojos abiertos, atacarle a la manera de un pájaro; él prefiere la larga fusión de los labios con los ojos cerrados. Le cuesta creer que de nuevo besa a alguien, y no digamos besar a Jean. Procura no pensar en qué se diferencia de besar a Touie. Sin embargo, al cabo de un rato, la turbación se reanuda y él se retrae.
Van a verse, estarán juntos durante lapsos limitados; pueden besarse; no deben apasionarse. Su situación es peligrosísima. Pero de nuevo parece que ella le escucha sólo a medias.
– Es hora de que me vaya de casa -dice ella-. Puedo compartir un apartamento con otras mujeres. Así podrás venir a verme cuando quieras.
Es tan distinta de Touie: directa, franca, sin prejuicios. Desde el principio ha tratado como un igual a Arthur. Y ella es su igual, por supuesto, en el amor que les une. Pero él es el responsable de los dos y de ella. Ha de velar para que la franqueza de Jean no llegue a deshonrarla.
En las semanas siguientes, hay veces en que se pregunta incluso si ella no estará esperando que la haga su amante. La avidez de sus besos; la desilusión cuando él la rehúye; la forma en que se aprieta contra él, la sensación que Arthur tiene a veces de que ella sabe con toda exactitud cómo se siente. Con todo, rechaza esta idea. Ella no es esa clase de mujer; que carezca de falsa modestia es un indicio de que confía en él por completo, y que confiaría aunque no fuera el hombre de principios que es.
Pero no basta con resolver los escollos prácticos de su relación; él también necesita aprobación moral. Arthur sube en St. Paneras al tren a Leeds en un estado de desazón. Su madre sigue siendo el arbitro definitivo. Lee cada palabra que él escribe antes de que se publique; y ella ha hecho en su vida afectiva lo mismo que Arthur. Sólo su madre puede corroborar que es correcta la línea de acción que él se propone.
En Leeds toma el tren a Carnforth y hace transbordo en Clapham para ir a Ingleton. Ella le espera en la estación, con su carro de mimbre tirado por un pony; lleva una chaqueta roja y el gorro de algodón blanco del que se ha encariñado en los últimos años. A Arthur le parece interminable la ambladura de cuatro kilómetros en el carro de dos ruedas. La madre cede continuamente ante el pony, que se llama Mooi y tiene sus excentricidades, como negarse a pasar por delante de una máquina de vapor. Esto implica que hay que evitar las obras viadas y aplaudir cada capricho de distracción equina. Por fin llegan a Masongill Cottage. Arthur desembucha de inmediato. Se lo cuenta todo a su madre; es decir, todo lo que importa. Todo lo necesario para que ella le aconseje sobre ese elevado amor que siente el hijo, un regalo de los dioses. Todo sobre el súbito prodigio y la súbita imposibilidad de su vida. Todo sobre sus sentimientos, su sentido del honor y su sensación de culpa. Todo sobre Jean, su carácter dulcemente directo, su inteligencia incisiva, su virtud. Todo. Casi todo.
Da marcha atrás, vuelve a empezar; entra en detalles diversos. Realza la ascendencia de Jean, su estirpe escocesa, un linaje a propósito para cautivar a cualquier genealogista aficionado. Desciende de Malise de Leggy en el siglo XIII, y por otra línea del propio Rob Roy. Su situación actuaclass="underline" vive con sus padres acaudalados en Blackheath. La familia Leckie, respetable y religiosa, que hizo su fortuna comerciando con té. La edad de Jean: veintiuno. Su hermosa voz de mezzosoprano, educada en Dresde y que pronto perfeccionará en Florencia. Su destreza suprema de amazona, que él aún no ha presenciado. Su rápida comprensión, su sinceridad, su entereza. Y después su apariencia personal, que en Arthur provoca un trance. Su cuerpo delgado, sus manos y pies pequeños, su pelo rubio oscuro, sus ojos verde avellana, la cara suavemente alargada, su delicada tez blanca.
– Me pintas una foto, Arthur.
– Ojalá tuviera una. Se la pedí, pero dice que no es fotogénica. Es reacia a sonreír a la cámara porque tiene vergüenza de sus dientes. Me lo dijo sin tapujos. Cree que los tiene muy grandes. No es cierto, por supuesto. Es un verdadero ángel.
Al escuchar el relato de su hijo, la madre no deja de observar el extraño paralelismo que la vida ha trazado. Estuvo casada durante años con un hombre al que la sociedad tuvo la compasión de calificar de inválido, ya le llevaran a casa cocheros que le chuleaban o lo encerraran so pretexto de que era epiléptico. En la ausencia e invalidez del marido, había hallado consuelo en la presencia de Bryan Waller. Por entonces, Arthur, el hijo hosco y agresivo se había atrevido a criticarla; a veces en silencio, hasta el punto casi de poner en entredicho la honra materna. Y de pronto su favorito, su hijo más adorado, ha descubierto a su vez que las complicaciones de la vida no acaban en el altar; algunos dirían que es ahí donde empiezan.
La madre escucha; comprende y aprueba. La conducta de Arthur ha sido correcta y no menoscaba su honor. Y le gustaría conocer a la señorita Leckie.
Se conocen y la madre la aprueba, como aprobó a Touie en la época de Southsea. No es el refrendo irreflexivo de los actos de un hijo mimado. En opinión de la madre, Touie, complaciente y agradable, era la esposa adecuada para un joven médico ambicioso, pero aún aturdido, que necesitaba ser aceptado por el estamento de la sociedad que le daría pacientes. Pero si Arthur tuviera que casarse ahora, necesitaría a alguien como Jean, una mujer con aptitudes propias y con un carácter claro y directo que en ocasiones le recuerda a ella misma. No dice nada, pero toma nota de que es la primera amiga íntima a la que su hijo no le ha puesto un apodo.
Hay un teléfono Gower-Bell, con altavoz y forma de candelero, en la mesa del recibidor de Undershaw. Tiene su número propio -Hindhead 237- y, gracias a la fama y el renombre de Arthur, no comparte una línea, como mucha otra gente, con una casa vecina. Aun así, Arthur nunca lo utiliza para llamar a Jean. No se ve a sí mismo acechando el momento de que en Undershaw no haya criados, los niños estén en la escuela, Touie descansando y Wood dando su paseo cotidiano, para hablar en el vestíbulo en voz baja y de espaldas a la escalera, debajo de la vidriera con los nombres y escudos de sus antepasados. No se imagina haciendo semejante cosa; sería la prueba de que vive una aventura, más para sí mismo que para quien pudiese verle en esta tesitura. El teléfono es el instrumento preferido del adúltero.
Por tanto, se comunica por medio de cartas, notas, telegramas; se comunica por medio de palabras y obsequios. Al cabo de unos meses, Jean se ve forzada a explicar que el apartamento donde vive sólo dispone de un determinado espacio, y si bien lo comparte con amigas de confianza, el timbre del recadero se ha vuelto embarazoso. De las mujeres que reciben gran número de presentes masculinos -o, aún más comprometedor, de un caballero en particular- se presume que son sus queridas; como mínimo, queridas potenciales. Cuando ella se lo señala, Arthur se reprende por ser tan idiota.
– Además -dice Jean-, no necesito prendas. Estoy segura de tu amor.