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El primer aniversario de su encuentro, él le regala una sola edelweiss. Ella le dice que le produce más placer que cualquier número de joyas, vestidos, plantas, bombones caros o lo que obsequien los hombres a las mujeres. Con su asignación mensual, ella satisface sin agobios sus pocas necesidades materiales. De hecho, no recibir regalos es una forma de resaltar que su relación es diferente de los manejos monótonos de otros.

Pero subsiste la cuestión del anillo. Arthur quiere que ella luzca algo, por discreto que sea, en un dedo -da lo mismo en cuál-, para enviarle un mensaje secreto cada vez que están juntos. Jean no es partidaria de esta idea. Los hombres regalan anillos a tres categorías de mujeres: a la esposa, a la amante y a la prometida. Ella no es ninguna de las tres cosas y no llevará tal anillo. Nunca será una amante; Arthur ya tiene una mujer; tampoco es una prometida, ni puede serlo. Serlo es decir: estoy esperando a que muera su mujer. Jean sabía que había entendimientos así entre parejas, pero no será el que exista entre ellos. Su amor es diferente. No tiene pasado ni un futuro del que puedan hablar; sólo tiene presente. Arthur dice que en su mente ella es su esposa mística. Jean está de acuerdo, pero dice que las esposas místicas no llevan anillos físicos.

Naturalmente, es la madre de Arthur la que resuelve la cuestión. Invita a Jean a Ingleton y sugiere que Arthur vaya al día siguiente. La noche de la llegada de Jean, la madre tiene una idea repentina. Se quita un pequeño anillo del meñique de la mano izquierda y lo desliza en el mismo dedo de la mano de Jean. Es un zafiro cabochon pálido que perteneció a una tía abuela de la madre de Arthur.

Jean lo mira, gira la mano y se lo quita enseguida.

– No puedo aceptar una joya que pertenece a su familia.

– Mi tía abuela me lo regaló porque pensaba que me iba bien el color. Entonces sí, pero ya no. Le sienta mejor al suyo. Y la considero una más de la familia. La he visto de ese modo desde que la conocí.

Jean no puede contrariar a la madre; pocas personas lo hacen. Cuando llega Arthur, muestra una lentitud teatral en advertir el anillo; por fin, se lo señalan. Incluso en ese momento disimula el placer que le produce, comenta que no es muy grande y da a las dos mujeres la ocasión de reírse de él. Ahora Jean no luce un anillo de Arthur, sino de los Doyle, y viene a ser lo mismo; hasta quizá mejor. Arthur se imagina que lo ve sobre el mantel de una mesa de comedor atiborrada de objetos, sobre las teclas de un piano, sobre el brazo de una butaca de un teatro o las riendas de un caballo. Lo ve como un símbolo de lo que la une a él. Su esposa mística.

A un caballero se le consienten dos mentiras piadosas: para proteger a una mujer y para luchar cuando se trata de un combate justo. Las mentiras piadosas que Arthur le dice a Touie son mucho más numerosas de lo que él se hubiera imaginado. Al principio supuso que de algún modo, en el trasiego de sus días y semanas, de sus empresas y sus entusiasmos, sus deportes y sus viajes, no surgiría la necesidad de mentirle. Jean desaparecía en los intersticios de su calendario. Pero como no desaparece de su corazón, tampoco puede desaparecer de su pensamiento y su conciencia. En suma, descubre que cada encuentro, cada proyecto, cada mensaje y cada carta enviada, cada vez que piensa en ella, están rodeados de alguna clase de mentira. La mayoría son mentiras de omisión, aunque en ocasiones es inevitable que sean de comisión; al fin y al cabo todas son mentiras. Y Touie es tan confiada…; acepta, siempre ha aceptado, los súbitos cambios de planes de Arthur, sus impulsos, su decisión de quedarse o irse. El sabe que ella no sospecha, y ello le crispa aún más los nervios.

No entiende cómo los adúlteros pueden vivir con su conciencia; deben de ser moralmente primitivos para sostener las mentiras necesarias.

Pero más allá de las dificultades prácticas, del insoluble dilema ético y de la frustración sexual, hay algo más oscuro, más duro de afrontar. Los momentos clave en la vida de Arthur se han visto ensombrecidos por la muerte, y éste es otro de ellos. El amor súbito, maravilloso, que ha conocido sólo puede consumarse y declararse al mundo si Touie muere. Morirá; él lo sabe, y también Jean; la tisis siempre reclama a sus víctimas. Pero la determinación de Arthur de combatir al demonio ha desembocado en un alto el fuego. El estado de Touie es estable; ya ni siquiera necesita el aire purificador de Davos. Está contenta de vivir en Hindhead, agradecida por lo que posee y rezuma el suave optimismo de los tísicos. Arthur no desea que ella muera; asimismo, tampoco desea que la situación imposible de Jean se prolongue sine díe. Si él creyera en una de las religiones establecidas, sin duda lo pondría todo en las manos de Dios, pero no puede hacerlo. Touie tiene que seguir recibiendo la mejor atención médica y el más firme sostén doméstico para que el sufrimiento de Jean pueda continuar el mayor tiempo posible. Si él hace algo es un bruto. Si se lo dice a Touie también lo es. Si rompe con Jean es una bestia. Convertirla en su amante es una brutalidad. Si no hace nada, es un simple animal pasivo e hipócrita que se aferra en vano a todo el honor que puede.

Poco a poco, y discretamente, la relación es reconocida. A Jean le presentan a Lottie. Presentan a Arthur a los padres de Jean, que le regalan en Navidad unos gemelos de nácar y diamante. Hasta presentan a Jean a la madre de Touie, la señora Hawkins, que acepta la relación. También son informados Connie y Hornung, aunque por esta época están muy ocupados con su matrimonio, su hijo Oscar Arthur y la vida en Kensington West. Arthur garantiza a todo el mundo que Touie será protegida a toda costa del conocimiento, el dolor y la deshonra.

Están las declaraciones altruistas y está la realidad cotidiana. A pesar de la aprobación familiar, Arthur y Jean son propensos a accesos de desánimo; Jean también contrae una proclividad a las migrañas. Los dos se sienten culpables por haber arrastrado al otro a una situación imposible. Puede que el honor, como la virtud, sea él mismo su propia recompensa, pero en ocasiones no parece suficiente. Al menos, la desesperación que produce puede ser tan aguda como la de la exaltación. Arthur se receta a sí mismo las obras completas de Renán. La lectura intensa, junto con mucho golf y criquet, serenan a un hombre, le mantienen sanos el cuerpo y la mente.

Pero estos recursos sólo valen hasta cierto punto. Haces correr por todas partes a los lanzadores del equipo contrario y luego lanzas una bola en corto a las costillas de sus bateadores; envías lejísimos una pelota de golf con un palo [15]. Pero no puedes mantener a raya para siempre a los pensamientos; siempre los mismos y siempre las mismas paradojas repulsivas. Un hombre activo condenado a la inactividad; amantes a los que se prohíbe amar; la muerte que temes y a la que te avergüenza llamar para que venga.

La temporada de criquet de Arthur ha sido buena; notifica a su madre, con orgullo filial, los tantos que ha marcado y los wickets derribados. Ella, a su vez, sigue impartiéndole sus provechosas opiniones: sobre el caso Dreyfus, sobre los matones sacerdotales y los intolerantes del Vaticano, sobre la odiosa actitud hacia Francia que adopta ese periodicucho, el Daily Mail. Un día, Arthur juega en Lord's con el Marylebone Cricket Club. Invita a Jean al partido y, cuando sale a batear, sabe en qué parte de las gradas está sentada. Es uno de esos días en que los lanzadores no tienen secretos para Arthur; su bate es inexpugnable y apenas acusa el impacto cuando golpea y lanza la bola rodando por el campo. Una o dos veces la levanta en el aire hacia el público e incluso tiene tiempo de asegurarse por adelantado de que no hay peligro de que caiga como un proyectil cerca de Jean. Está justando en nombre de su dama; debería haberle pedido una prenda para lucirla en la gorra.

Entre una y otra tanda aprovecha para verla. No le hacen falta sus palabras de elogio; ve el orgullo en los ojos de Jean. Ella necesita pasear un poco después de tanto tiempo sentada en un banco de listones. Dan una vuelta por el campo, por detrás de las gradas; vaharadas de cerveza en el aire caluroso. Entre un gentío ocioso y anónimo se sienten más solos juntos que bajo la mirada de la más permisiva de las carabinas en la mesa de un comedor. Hablan como si acabaran de conocerse. Arthur le dice lo mucho que le habría gustado llevar una prenda suya en la gorra. Ella le enlaza del brazo y caminan en silencio, absortos en su dicha.

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[15] El campo de criquet de St. John's Wood, en Londres, llamado así por su fundador, Thomas Lord. Hoy día sede del Marylebone Cricket Club. (N. del T.)