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– Vaya, ahí vienen Willie y Connie.

Así es; se dirigen hacia ellos, también enlazados del brazo. Deben de haber dejado al pequeño Oscar con la niñera en Kensington. Arthur se siente incluso más orgulloso de su actuación con el bate. Entonces se percata de algo. Willie y Connie no reducen el paso y Connie ha empezado a mirar a otro lado, como si la parte de atrás del pabellón hubiera adquirido un interés irresistible. Willie, por lo menos, no parece fingir que no existen, pero cuando las dos parejas se cruzan, le arquea una ceja a su cuñado, a Jean y a los brazos unidos.

Arthur lanza con más rapidez y más fuerza después del cambio de entrada. Sólo hace un wicket, gracias a la devolución demasiado glotona de uno de sus long-bops. Cuando le toca interceptar y devolver, busca con la mirada a Jean, pero debe de haberse cambiado de sitio. Tampoco localiza a Willie y a Connie. Sus tiros alarman más de lo normal al catcher y le obligan a correr en todas direcciones.

Después, es evidente que Jean se ha marchado. Él está hecho una furia. Quiere ir derecho en un coche a su apartamento, sacarla a la acera, cogerla del brazo y caminar con ella por delante del Buckingham Palace, la abadía de Westminster y el Parlamento. Y sin haberse quitado la ropa del criquet. Y gritando: «Soy Arthur Conan Doyle y me enorgullezco de amar a esta mujer, Jean Leckie». Visualiza la escena. Cuando deja de hacerlo, piensa que se está volviendo loco.

La furia y la demencia amainan y dan paso a un enfado constante e inflexible. Se da una ducha y se cambia, enhebrando una sarta de juramentos contra Willie Hornung. Cómo se atreve ese asmático y miope jugador ocasional de criquet a arquearle su puñetera ceja. A él. Hornung, el periodista, el escritor de crónicas deplorables sobre la Australia profunda. Un perfecto desconocido hasta que le birló -con permiso- la idea de Holmes y Watson; los puso patas arriba y los transformó en un par de criminales. Arthur se lo consintió. Hasta le facilitó el nombre del supuesto héroe, Raffles, como en Las andanzas de Raffles Haw. Le autorizó a que le dedicase el maldito libro. «A A. C. D., esta forma de lisonja.»

Le había dado más que su mejor idea; le había dado su esposa. Literalmente: la había acompañado hasta el altar y se la había entregado. Les concedió una asignación para que empezaran. De acuerdo, la suma era para Connie, pero Willie Hornung no dijo que fuese una mancha para su honor varonil aceptar aquella ayuda, no dijo que se pondría a trabajar de firme para mantener a su joven cónyuge, oh, no, nada de eso. Y cree que eso le da derecho a lanzarme una mirada mojigata.

Arthur toma un coche desde Lord's a Kensington West. Al 9 de Pitt Street. Su enojo empieza a remitir cuando cruzan Harrow Road. En su cabeza oye decir a Jean que todo ha sido culpa suya, que ella le tomó del brazo. Conoce exactamente su tono de autorreproche, y es probable que le produzca una penosa migraña. Lo único importante, se dice Arthur, es minimizar su sufrimiento. Todos sus instintos, su propia virilidad exigen que eche abajo la puerta de Hornung, que le baje a rastras a la acera y le sacuda los sesos con un bate de criquet. Sin embargo, cuando el coche se detiene sabe que deberá comportarse.

Está ya muy tranquilo cuando le recibe Willie Hornung. «Vengo a ver a Constance», dice. Hornung tiene al menos la sensatez de no buscar gresca ni insistir en estar presente. Arthur sube al cuarto de estar de Connie. Con toda franqueza, le explica cosas que nunca le ha explicado, que nunca ha necesitado explicarle. Le explica lo que representa la enfermedad de Touie. Le explica su amor súbito, absoluto, por Jean. Que ese amor será platónico. Que, no obstante, una gran parte de su vida, hasta entonces desocupada, ahora está colmada. Le explica la tensión y la depresión intermitentes que los dos sufren. Que Connie los ha visto juntos, visiblemente enamorados, porque han bajado la guardia; que es una tortura no poder mostrar su amor delante de otros. Que tienen que medir y racionar cada sonrisa, cada risa, sondear cada compañía. Que Arthur no cree que pueda sobrevivir si su familia, lo que más quiere en el mundo, no entiende su situación y no le apoya.

Al día siguiente jugará otra vez en Lord's y pide a Connie, no, le suplica que vaya a verle y que esta vez conozca a Jean como es debido. Es la única manera. Lo que ha pasado hoy hay que olvidarlo, dejarlo atrás enseguida, para que no se encone. Connie irá mañana y comerá con Jean para conocerla mejor. ¿Irá?

Connie accede. Willie, cuando le despide en la puerta, dice: «Arthur, estoy dispuesto a apoyar tus relaciones con cualquier mujer a primera vista y sin hacer preguntas». En el coche, Arthur siente que ha conjurado algo terrible. Está muy cansado y un poco aturdido. Sabe que puede contar con Connie, así como con toda su familia. Y le avergüenza un poco lo que ha pensado de Willie Hornung. Ese condenado genio suyo no ha mejorado gran cosa. Lo atribuye a que es medio irlandés. Su mitad escocesa se las ve y se las desea para prevalecer sobre la otra.

No, Willie es un buen chico que le respaldará sin reservas. Willie tiene un buen cerebro, un cerebro agudo, y es un catcher decente. Quizá no le guste el golf, pero al menos aduce la mejor razón que Arthur ha oído sobre este prejuicio: «Me parece muy poco deportivo golpear a una pelota tumbada». Fue una buena ocurrencia. Y lo de la errata de imsprinta. Y la que Arthur más ampliamente ha difundido, que es la valoración que Willie hace del detective creado por su cuñado: «Podría ser más humilde, pero no hay policía como Holmes». ¡No hay policía como Holmes! Arthur se desploma en el asiento al recordar esta frase.

A la mañana siguiente, cuando se dispone a salir para Lord's, llega un telegrama. Constance Hornung se disculpa por no acudir al almuerzo de hoy porque un dolor de muelas la obliga a ir al dentista.

Arthur envía una nota a Jean, sus disculpas a Lord's -«asunto familiar urgente» no es, por una vez, un eufemismo- y coge un coche para Pitt Street. Le estarán esperando. Saben que no es un hombre de aventuras o silencio diplomático. Miras a un individuo a los ojos, le dices la verdad y asumes las consecuencias: he aquí la doctrina de Doyle. A las mujeres se les aplican reglas diferentes, por supuesto: o, mejor dicho, las mujeres parecen haber desarrollado normas distintas, a pesar de todo; pero aun así, un tratamiento dental urgente no le parece una gran excusa. Su misma transparencia exaspera a Arthur. Quizá Connie lo sabe; quizá constituya el reproche más directo, como mirar a otro lado la víspera. Una de las cualidades de Connie es que finge tan mal como Arthur.

Él sabe que tiene que controlarse. Lo prioritario es Jean y, después, la unidad de la familia. Se pregunta si Connie habrá hecho cambiar de opinión a Willie, o si habrá sido al revés. «Estoy dispuesto a apoyar tus relaciones con cualquier mujer a primera vista y sin hacer preguntas.» Nada equívoco en esto. Pero tampoco lo hubo en la forma en que Connie pareció comprender la situación. Arthur, de antemano, busca motivos. Quizá Connie se haya vuelto una respetable mujer casada más rápido de lo que él habría creído posible; tal vez siempre haya estado celosa de que Lottie sea la hermana predilecta de Arthur. En cuanto a Hornung, sin duda tiene celos de la fama de su cuñado; o acaso el éxito de Raffles se le haya subido a la cabeza. Algo ha desatado este alarde de independencia y rebelión. Bueno, Arthur no tardará en descubrirlo.