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– Connie está arriba, descansando -dice Hornung cuando abre la puerta.

Está clarísimo. Así que será de hombre a hombre, que es como Arthur prefiere.

El pequeño Willie Hornung es de la misma estatura que Arthur, un hecho que en ocasiones éste olvida. Y Hornung en su propia casa es distinto del Hornung recreado por la furia de Arthur; también es diferente del Willie adulador, ávido de agradar, que corría por la pista de tenis de West Norwood y desgranaba bons mots en la mesa para congraciarse. En la sala delantera le indica una butaca de cuero, aguarda a que Arthur se siente y él se queda de pie. Mientras habla, empieza a deambular por la habitación. Nervios, sin duda, pero producen el efecto de un fiscal que se pavonea ante un jurado inexistente.

– Arthur, esto no va a ser fácil. Connie me dijo lo que le dijiste anoche, y hemos hablado.

– Y habéis cambiado de opinión. O tú le has hecho cambiar a ella. O ella a ti. Ayer dijiste que me apoyarías sin reservas.

– Sé lo que dije. Y no se trata de que yo haya hecho cambiar de opinión a Connie, o ella a mí. Hemos hablado y estamos de acuerdo.

– Te felicito.

– Arthur, permíteme que lo exprese así. Anoche te hablamos con el corazón. Sabes cuánto te quiere Connie, lo mucho que siempre te ha querido. Sabes mi enorme admiración por ti, lo orgulloso que estoy de decir que Arthur Conan Doyle es mi cuñado. Por eso fuimos al Lord's a verte con orgullo, a apoyarte.

– Lo cual habéis decidido no hacer más.

– Pero hoy estamos pensando y hablando con la cabeza.

– ¿Y qué os dice la cabeza?

Arthur reduce su ira a un mero sarcasmo. Es todo lo que puede hacer. Sentado muy recto en su butaca, observa cómo Willie baila y arrastra los pies mientras argumenta.

– La cabeza… nos dice lo que ven nuestros ojos y nos dicta la conciencia. Tu conducta es… comprometedora.

– ¿Para quién?

– Para tu familia. Para tu mujer. Para tu… amiga. Para ti mismo.

– ¿No quieres incluir también al Marylebone Club? ¿Ya los lectores de mis libros? ¿Y al personal de los almacenes Gamages?

– Arthur, si tú no lo ves, alguien tiene que decírtelo.

– Y parece que disfrutas al decírmelo. Creí que sólo había adquirido un cuñado. No me di cuenta de que la familia había adquirido una conciencia. No sabía que necesitábamos una. Deberías agenciarte una sotana de cura.

– No me hace falta una sotana para decirte que si te paseas con una sonrisa en la cara y una mujer que no es la tuya del brazo, comprometes a tu esposa y tu comportamiento se refleja en tu familia.

– Touie siempre estará resguardada del dolor y la deshonra. Es mi primer principio. Y seguirá siéndolo.

– ¿Quién más os vio ayer, aparte de nosotros? ¿Y qué conclusión habrán sacado?

– ¿Y cuál sacasteis vosotros, tú y Constance?

– La de que eras sumamente imprudente. Que no hacías ningún bien a la mujer que llevabas del brazo. Que comprometías a la tuya. Y a tu familia.

– Para ser un recién llegado, te has vuelto de pronto un experto en mi familia.

– Quizá porque veo más claro.

– Quizá porque tienes menos lealtad. Hornung, no pretendo decir que la situación no sea difícil, dificilísima. No lo niego. A veces es intolerable. No necesito repetir lo que le dije ayer a Connie. Hago todo lo que puedo, los dos lo hacemos, Jean y yo. Nuestra… alianza ha sido aceptada, la han aprobado mi madre, los padres de Jean, la madre de Touie, mi hermano y hermanas.

Tú también, hasta ayer. ¿Cuándo he sido desleal a un miembro de mi familia? ¿Y cuándo, antes de ahora, he apelado a ellos?

– ¿Y si tu mujer se enterara de tu conducta de ayer?

– No se enterará. No puede.

– Arthur. Siempre hay chismorreos. Siempre hay chismes de criadas y doncellas. Gente que escribe cartas anónimas. Periodistas que insinúan cosas en la prensa.

– En ese caso los denunciaré. O, más probablemente, tumbaré al tío de un puñetazo.

– Y eso sería una imprudencia aún mayor. Además, no puedes noquear a una carta anónima.

– Hornung, esta conversación es infructuosa. Es evidente que te concedes un sentido del honor más elevado del que me otorgas a mí. Si hay una vacante como cabeza de familia, tomaré en cuenta tu solicitud.

– ¿Quis custodiet, Arthur? ¿Quién le dice al cabeza de familia que está obrando mal?

– Hornung, por última vez. Te lo diré con toda claridad. Soy un hombre de honor. Mi nombre y el de mi familia lo significan todo para mí. Jean Leckie es una mujer de honor y virtud extremos. La relación es platónica. Siempre lo ha sido. Seguiré siendo el marido de Touie y la trataré con honor hasta que la tapa del ataúd se cierre sobre uno de nosotros dos.

Arthur está acostumbrado a hacer declaraciones definitivas que ponen fin a una conversación. Cree haber hecho una de ellas, pero Hornung sigue arrastrando los pies como un bateador en la línea.

– Me parece que das demasiada importancia a que esas relaciones sean platónicas o no -contesta-. No veo que eso cambie mucho las cosas. ¿Qué diferencia hay?

Arthur se levanta.

– ¿Qué diferencia? -grita. Le da igual si su hermana está descansando, si el pequeño Oscar está echando una siesta, si la criada tiene el oído pegado a la puerta-. ¡Toda la del mundo! La diferencia entre la inocencia y la culpa, nada menos.

– Disiento, Arthur. Una cosa es lo que tú piensas y otra lo que piensa el mundo. Lo que piensas tú y lo que piensan otros. Lo que tú sabes y lo que el mundo sabe. El honor no es sólo una cuestión de buena conciencia interna, sino también de conducta exterior.

– No acepto lecciones sobre el tema del honor -brama Arthur-. No las acepto. No. Y aún menos de un escritor que hace de un ladrón un héroe.

Coge su sombrero de la percha y se lo cala hasta las orejas. Bueno, se acabó, decide, se acabó. El mundo está contigo o contra ti. Y aclara las cosas, al menos, ver cómo un fiscal melindroso se entromete en sus asuntos.

A pesar de esta censura -o quizá para probar que es injusta-, Arthur empieza a introducir a Jean, con mucha cautela, en la vida social de Undershaw. Ha conocido en Londres a una familia encantadora, los Leckie, que tienen una casa de campo en Crowborough; Malcolm Leckie, el hijo, es un chico magnífico que tiene una hermana…, ¿cómo se llama? Y así el nombre de Jean aparece en el libro de visitas de Undershaw, siempre al lado del nombre de su hermano o de uno de sus padres. Arthur no podría afirmar que se sienta muy a gusto cuando dice frases como: «Malcolm Leckie dijo que a lo mejor se acercaba en coche con su hermana», pero hay frases que no tiene más remedio que decir si no quiere volverse loco. Y en esas ocasiones -un almuerzo numeroso, una tarde de tenis-, nunca tiene la seguridad absoluta de que su comportamiento sea natural. ¿Ha exagerado sus atenciones a Touie y ella lo habrá notado? ¿Se ha extralimitado en la rígida corrección de su trato con Jean, y se habrá ofendido ella? Pero es él quien sobrelleva el problema. Touie nunca da indicios de que se huela algo raro. Y Jean -la pobre- se conduce con una desenvoltura y un decoro que son una garantía de que nada saldrá mal. No busca a Arthur en privado, no le desliza una nota en la mano. Es cierto que a veces piensa que ella alardea de coquetear con él. Pero cuando lo piensa más tarde, Arthur decide que ella se comporta adrede como lo haría si se conocieran más de lo que denotan conocerse. Quizá la mejor manera de demostrar a una esposa que una mujer no tiene designios sobre su marido es coquetear con él en presencia de la cónyuge. Si es lo que Jean pretende, la estratagema es muy inteligente.