– En la vicaría de Great Wyrley.
– ¿Ydónde está eso?
– En Staffordshire, señor.
– ¿Y dónde está eso?
– En el centro de Inglaterra.
– ¿Y qué es Inglaterra, George?
– Inglaterra es el corazón palpitante del Imperio, señor.
– Bien. ¿Y qué es la sangre que fluye por las arterias y las venas del Imperio hasta llegar incluso al confín más lejano?
– La Iglesia anglicana.
– Bien, George.
Y al cabo de un rato el padre vuelve a gemir y resollar. George ve que se afianza el contorno de la cortina. Tumbado en la cama, piensa en arterias y venas que trazan líneas rojas en el mapa del mundo y unen a Gran Bretaña con todos los lugares coloreados de rosa: Australia, India, Canadá y, por doquier, islas representadas por puntos. Piensa en tuberías que se tienden a lo largo del lecho del océano como cables telegráficos. Piensa en la sangre que borbotea en todas estas tuberías y que emerge en Sydney, Bombay, Ciudad del Cabo. Líneas de sangre, es una palabra que ha oído en algún sitio. Empieza a adormecerse con el latido de la sangre en los oídos.
Arthur
Arthur aprobó el bachillerato con matrícula de honor, pero como sólo tenía dieciséis años le mandaron un año más a los jesuitas de Austria. En Feldkirch descubrió un régimen más benévolo, que le permitía beber cerveza y dormitorios caldeados. Daban largos paseos en los que chicos de habla alemana flanqueaban adrede a los alumnos ingleses, para así obligarles a hablar la lengua extranjera. Arthur se nombró a sí mismo redactor jefe y único colaborador de la Feldkirchian Gazette, una revista literaria y científica escrita a mano. También jugaba al fútbol sobre zancos y le enseñaron a tocar la tuba, un instrumento que daba dos vueltas alrededor del pecho y producía un sonido como el del día del Juicio Final.
Al volver a Edimburgo, descubrió que su padre estaba internado en una casa de reposo, oficialmente aquejado de epilepsia. No habría más ingresos, ni siquiera unas monedas de vez en cuando, procedentes de acuarelas de hadas. Así que Annette, la hermana mayor, estaba ya en Portugal, trabajando de institutriz; Lottie pronto se reuniría con ella y las dos enviarían dinero a casa. El otro recurso al alcance de la madre era admitir inquilinos. A Arthur le avergonzó y ofendió esta iniciativa. Su madre era la última persona del mundo que debiera verse rebajada a la condición de casera.
– Pero Arthur, si la gente no tomara inquilinos, tu padre nunca habría venido a vivir con la abuela Pack y yo no le habría conocido.
Arthur juzgó que este argumento era incluso más fuerte que los suyos en contra de los huéspedes. Guardó silencio porque sabía que no se le consentía criticar a su padre en modo alguno. Pero era una insensatez pretender que su madre no habría podido encontrar un mejor partido.
– Y si eso no hubiera ocurrido -prosiguió ella, sonriéndole con aquellos ojos grises a los que él nunca podría desobedecer-, no sólo no existiría Arthur, sino que tampoco existirían Annette ni Lottie ni Connie, ni Innes ni Ida.
Lo cual era indiscutible y también una de aquellas insolubles adivinanzas metafísicas. Ojalá Partridge estuviera allí para ayudarle a debatir la cuestión: ¿seguirías siendo el mismo, o al menos en gran parte, si tuvieras otro padre? Si no, se deducía que sus hermanas tampoco habrían seguido siendo ellas mismas, en especial Lottie, a la que más quería, aunque decían que Connie era la más bonita. Alcanzaba a imaginarse a sí mismo distinto, pero el cerebro no conseguía cambiar un ápice de Lottie.
Arthur quizá habría tolerado la respuesta de su madre a su degradada situación social si no hubiera conocido ya al primer inquilino. Bryan Charles Waller: sólo seis años mayor que Arthur, pero ya médico titulado. Asimismo era un poeta publicado, a cuyo tío le habían dedicado La feria de las vanidades. Arthur no ponía reparos al hecho de que fuese un individuo culto, incluso un erudito; tampoco al de que fuese un ateo impenitente; le molestaba la desenvoltura y el encanto con que se movía por la casa. El modo de decir: «Así que éste es Arthur», y de tenderle la mano con una sonrisa. La forma con que daba a entender que estaba ya un paso más allá que tú. El modo en que lucía sus dos trajes de Londres y hablaba empleando generalidades y epigramas. El modo de comportarse con Lottie y Connie. La manera de tratar a la madre.
También era desenvuelto y encantador con Arthur, lo que sentaba como un tiro al corpulento, patoso y tozudo ex colegial recién vuelto de Austria. Waller se conducía como si entendiera a Arthur incluso cuando Arthur no parecía entenderse a sí mismo, y cuando sentado frente a la lumbre se sentía tan absurdo como si tuviera una bombarda de dos vueltas enroscada alrededor del cuello. Quería lanzar un toque de protesta, tanto más cuanto Waller fingía leer en el fondo de su alma y -lo más irritante- tomarse en serio lo que allí encontraba y a la vez en broma, sonriendo como si toda la confusión que había detectado no fuera sorprendente y careciese de importancia.
Demasiado desenvuelto y encantador con la vida misma, maldito.
George
Hasta donde George recuerda, siempre ha habido una criada para todo en la vicaría, alguien en segundo plano que se ocupa de fregar, desempolvar, abrillantar, encender fuegos, ennegrecer rejillas y poner a hervir el caldero. Más o menos cada año hay un cambio de criada porque una se casa, otra se va a Cannock o a Walsall o incluso a Birmingham. George nunca les presta atención, y ahora que está en Rugeley School y toma el tren de ida y vuelta todos los días se fija aún menos en la existencia de la fámula.
Se alegra de haber huido de la escuela de pueblo, con sus estúpidos hijos de granjeros y mineros que hablan raro y cuyos mismos nombres olvida pronto. En Rugeley se relaciona en general con chicos de mejor casta y los maestros consideran útil ser inteligente. Se lleva bastante bien con sus compañeros, aunque no hace ningún amigo íntimo. Harry Charlesworth va a la escuela de Walsall, y hoy en día sólo se saludan con un gesto si se encuentran. Lo que cuenta es el trabajo de George, su familia, su fe y todos los deberes que emanan de estas adhesiones. Ya habrá tiempo más adelante para otras cosas.
Una tarde de sábado, su padre le convoca en el estudio. Hay una gran concordancia bíblica abierta sobre la mesa y algunas notas para el sermón de la mañana siguiente. El padre tiene el mismo aspecto que en el púlpito Al menos George puede adivinar cuál será la primera pregunta.
– George, ¿cuántos años tienes?
– Doce, padre.
– Una edad de la que cabe esperar cierto grado de sensatez y discreción.
George guarda silencio porque no sabe si esto representa una pregunta o no.
– George, Elizabeth Foster se queja de que la miras de un modo extraño.
Se queda perplejo. Elizabeth Foster es la nueva criada; lleva unos pocos meses en la casa. Lleva uniforme, como todas las anteriores.
– ¿Qué quiere decir, padre?
– ¿Qué crees que quiere decir?
George reflexiona un rato.
– ¿Se refiere a algún pecado?
– Y si lo fuese, ¿qué podría ser?
– Mi único pecado, padre, es que apenas me fijo en ella, aunque sé que forma parte de la creación de Dios. Sólo he hablado con ella dos veces, a causa de objetos que ha extraviado. No tengo razones para mirarla.
– ¿Ninguna, George?
– Ninguna, padre.
– Entonces le diré que es una chica tonta y mala y maliciosa que será despedida si da más motivos de queja.
George está ansioso por volver a sus verbos latinos y no le importa lo que le suceda a Elizabeth Foster. Tampoco se pregunta si será pecado que no le importe.