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Y dos veces al año pueden escaparse juntos a Masongill. Llegan y se marchan en trenes distintos, como invitados de fin de semana que coinciden por casualidad. Arthur se hospeda en la casa de su madre y Jean se aloja en casa de los Denny, en Parr Bank Farm. El sábado cenan en Masongill House. La madre de Arthur preside la mesa de Waller, como siempre ha hecho y como es de esperar que haga siempre.

Sin embargo, las cosas no son ya tan simples como eran cuando la madre llegó, aunque tampoco entonces fueron sencillas. Waller, en efecto, por alguna razón se las apañó para casarse. La señorita Ada Anderson, hija de un clérigo de St. Andrews, llegó como institutriz a la vicaría de Thornton y, como aseguran las habladurías del pueblo, al instante puso los ojos en el dueño de Masongill House. Logró que él picara el anzuelo, pero descubrió -y aquí la comidilla se volvía moralizante- que no podía cambiarle. El recién casado no tenía intención de permitir que el mero matrimonio modificase el estilo de vida que había establecido. En concreto: visita a la madre de Arthur con igual frecuencia que antes; come con ella en tete-á-téte y ha instalado en la trasera de la casa de su amiga una campanilla especial que sólo él puede tocar. El matrimonio Waller no engendra hijos.

La señora Waller nunca pone el pie en Masongill Cottage y se ausenta cuando la madre de Arthur va a cenar a la House. Si Waller desea que presida su amiga, pues bien, que lo haga, pero su autoridad en la mesa no será reconocida por la señora de la casa. Ada se ocupa cada vez más de sus gatos siameses y de una rosaleda trazada con el rigor de una plaza de armas o una huerta. Durante un breve encuentro con Arthur se mostró a la vez tímida y distante: su actitud insinuaba que el hecho que él fuese de Edimburgo y ella de St. Andrews no era motivo para que intimasen.

Y así los cuatro -Waller, Arthur, su madre y Jean- se sientan alrededor de la mesa de la cena. Sirven la comida y la retiran, brillan las copas a la luz de las velas, hablan de libros y todo el mundo se comporta como si Waller fuese todavía soltero. A ratos, la mirada de Arthur capta la silueta de un gato que se desliza a lo largo de la pared y evita con cuidado la bota de Waller. Es una forma sinuosa, que se abre camino a través de las sombras, como el recuerdo de una esposa discreta que se ausenta. ¿Todos los matrimonios tienen un maldito secreto? ¿No hay nunca en el fondo de todos ellos algo sin dobleces?

Con todo, hace mucho que Arthur decidió que habría que soportar a Waller. Y como no puede estar con Jean todo el tiempo, se conforma con jugar al golf con Waller. Para ser un hombre bajo y profesoral, el amo de Masongill House no juega nada mal. Le falta distancia, desde luego, pero hay que reconocer que es bastante más metódico que Arthur, que no ha perdido su tendencia a lanzar la pelota en direcciones insospechadas. Aparte del golf, hay un coto decente en los bosques de Waller, donde se pueden cazar perdices, urogallos y grajos. Los dos hombres también huronean juntos. Por cinco chelines, el hijo del carnicero llega con tres hurones y los hace trabajar toda la mañana para satisfacción de Waller, pues se agencian el contenido de numerosas empanadas de conejo.

Pero luego vienen las horas ganadas mediante tan diligente esfuerzo: las que pasa a solas con Jean. Se suben al carro tirado por un pony y van a pueblos cercanos; exploran las extensiones de campos y páramos altos y ondulados, y los valles súbitos al norte de Ingleton. Aunque las visitas de Arthur no carecen nunca de complicaciones -persiste la mácula de secuestro y perfidia-, asume el papel de agente turístico de una forma natural y animosa. Enseña a Jean el valle Twiss y las cascadas Pecca, la garganta del Doe y las cascadas Beezley. Observa la sangre fría de Jean en un puente a dieciocho metros de altura sobre el desfiladero de Yew Tree. Escalan juntos Ingleborough y no puede por menos de sentir lo bueno que es para un hombre tener a su lado a una joven saludable. No hace comparaciones, no cuestiona a nadie, se limita a agradecer el hecho de que no tengan que hacer continuas y frustrantes paradas y descansos. En la cumbre, juega a ser arqueólogo y señala los vestigios de la fortaleza brigantina; después asume el papel de topógrafo cuando miran al oeste, hacia Morccambe, el canal de St. George y la isla de Man, mientras al noroeste asoman los discretos contornos de las montañas del Lago y los montes cumbrianos.

Es inevitable que haya restricciones y torpezas. Por más lejos de casa que se encuentren, no hay que arrumbar el recato; incluso aquí, Arthur es un personaje famoso y su madre ocupa una posición en la sociedad local. De modo que a veces es preciso frenar la propensión a la franqueza y la expresividad de Jean. Y aunque Arthur es más libre para expresar su devoción, no siempre se siente como se sentiría un amante: como un hombre recién inventado. Un día en que recorren juntos Thornton, el brazo de

Jean descansando en el suyo, el sol alto en el cielo y la promesa de una tarde juntos, ella dice:

– Qué iglesia más bonita. Para; entremos.

El se hace el sordo por un momento y después contesta, con frialdad:

– No es tan bonita. Sólo la torre es original. Casi todo lo demás sólo tiene treinta años. Es una restauración engañosa.

Jean depone su interés y cede al desabrido dictamen de Arthur como guía turístico. Él golpea con las riendas al estrafalario Mooi y siguen adelante. No parece el momento de decirle a Jean que la iglesia no llevaba más de quince años restaurada cuando él recorrió su nave, recién casado, con el brazo de Touie posado exactamente donde Jean descansa ahora el suyo.

Esta vez, el regreso a Undershaw no está exento de culpa.

La conducta paterna de Arthur consiste en confiar los niños al cuidado de su madre y de vez en cuando, de pronto, prodigarles proyectos y regalos. Considera que ser padre es como ser un hermano un poco más responsable. Hay que proteger a los hijos, subvenir a sus necesidades, servirles de ejemplo; aparte de esto, hay que hacerles comprender lo que son, es decir, niños, esto es, adultos imperfectos y hasta defectuosos. Pero es un hombre generoso y no cree necesario ni moralmente instructivo privarlos de las cosas que él no tuvo en su infancia. En Hinhead, como en Norwood, hay una pista de tenis; también un campo de tiro detrás de la casa donde a Kingsley y a Mary se les estimula a mejorar su puntería. Arthur instala en el jardín un monorraíl que sube y baja las pendientes y cuestas de las dos hectáreas aproximadas de la finca. Propulsado por electricidad y estabilizado por un giroscopio, el monorraíl es el transporte del futuro. Su amigo Wells está convencido y Arthur le respalda.

Se compra una motocicleta Roe que resulta muy indisciplinada y a la que Touie no deja acercarse a los niños; después, un Wolseley con marchas y doce caballos de fuerza, que es muy aplaudido y causa daños frecuentes a los postes. Esta nueva máquina automovilística ha vuelto superfluos el carruaje y los caballos, pero la madre de Arthur se indigna cuando le menciona esta evidencia. Ella aduce que no se puede poner la divisa de la familia en una mera máquina, y mucho menos en una que sufre la asidua indignidad de averiarse.

Kingsley y Mary gozan de libertades inasequibles a la mayoría de sus amigos. En verano andan descalzos y pueden vagar por cualquier sitio dentro de un radio de ocho kilómetros de Undershaw, con tal de que estén en casa, limpios y arreglados, a la hora de las comidas. Arthur no pone reparos a que adopten como mascota a un erizo. Muchos domingos les anuncia que el aire fresco es más benéfico para el alma que la liturgia y recluta a uno de los dos como caddie; un viaje en el carro alto hasta el campo de golf Hankley, un recorrido imprevisible con una bolsa pesada y al final la recompensa de una tostada caliente con mantequilla en el edificio del club. Su padre les explica cosas de buena gana, aunque no siempre las que ellos necesitan o quieren saber; y él lo hace desde una gran altura, incluso cuando está arrodillado a su lado. Estimula la autosuficiencia, los deportes, la equitación; a Kingsley le da libros sobre grandes batallas de la historia mundial y le advierte de los peligros que entraña la desprevención militar.