Выбрать главу

Durante la travesía, se le levanta el ánimo a medida que comprende mejor las razones de que se haya alistado. Por deber y para dar ejemplo, por supuesto; pero también por motivos egoístas. Se ha convertido en un hombre mimado y premiado que necesita purificar el espíritu. Lleva un tiempo excesivo a salvo, ha perdido músculo y requiere peligro. Lleva un tiempo excesivo entre mujeres, lo cual es muy confuso, y ansia el mundo de los hombres. Cuando el Oriental atraca para cargar carbón en Cabo Verde, el regimiento de caballería de Middlesex organiza al instante un partido de criquet en la primera extensión de tierra aplastada que encuentran. Arthur presencia el partido -contra el personal de la estación de telégrafos- con corazón jubiloso. Hay reglas para el placer y reglas para el trabajo. Reglas, órdenes impartidas y recibidas, y un objetivo claro. Por todo esto está allí.

En Bloemfontein, las tiendas del hospital están en el campo de criquet; el pabellón principal es la caseta del vestuario. Arthur ve muchas muertes, aunque matan más las fiebres tifoideas que las balas bóers. Pide cinco días de permiso para seguir el avance del ejército hacia el norte, vadeando el río Vet rumbo a Pretoria. De regreso, al sur de Brandfort, detiene a su grupo un basuto a lomos de una montura peluda que les habla de un soldado británico que yace herido a unas dos horas de distancia. Por un florín, contratan al informante como guía. Es un largo trayecto, primero a través de maizales y después a lo largo del veldt [17]. El inglés herido resulta ser un australiano muerto: bajo, musculoso, con una cara amarilla, cerosa. N.° 410, infantería montada, ahora desmontada, de Nueva Gales del Sur. Su caballo y su fusil han desaparecido. Ha muerto desangrado de una herida en el estómago. Yace con su reloj de bolsillo colocado ante él; ha debido de ver cómo la vida se le agotaba minuto a minuto. El reloj se ha parado a la una de la mañana. Junto al cadáver está la cantimplora vacía y encima, en equilibrio, una pieza de ajedrez en marfil rojo. Las otras piezas -es más probable que sean el botín de una granja bóer que el pasatiempo de un soldado- están en su mochila. Recogen sus pertenencias: una bandolera, una estilográfica, un pañuelo de seda, una navaja, el reloj Waterbury y dos libras, seis chelines y seis peniques en una bolsa raída. Cargan sobre el caballo de Arthur el cuerpo pegajoso, y un enjambre de moscas les escolta en el viaje de tres kilómetros hasta el poste de telégrafos más cercano. Allí depositan para su entierro al soldado n.° 410, de la infantería montada de Nueva Gales del Sur.

Arthur ha visto todo género de muertes en Sudáfrica, pero la que recordará siempre es la de aquel australiano. Una contienda limpia, aire libre y una causa justa: no concibe una muerte mejor.

A su retorno, sus crónicas patrióticas de la guerra merecen la aprobación de las más altas esferas de la sociedad. Es el interregno entre la muerte de la antigua reina y la coronación del nuevo rey. Le invitan a comer con el futuro Eduardo VII y le sientan a su lado. Le indican a las claras que si el doctor Conan Doyle tuviera a bien aceptarlo, hay un título de caballero en la lista de nombramientos con motivo de la coronación.

Pero Arthur declina el ofrecimiento. Ese título es la placa de un alcalde de provincias. Los grandes hombres no aceptan esas baratijas. Imagínense a Rhodes, Kipling o Chamberlain aceptando semejante cosa. No es que Arthur se considere su igual, pero ¿por qué sus haremos habrían de ser inferiores a los de ellos? Un título de caballero es lo que sueñan individuos como Alfred Austin y Hall Caine… si tienen la suerte de que se les dé la oportunidad.

La madre de Arthur siente a la vez incredulidad y rabia. ¿Para qué todo aquello, sino para esto? Arthur es el niño que fabricaba ostentosos escudos de cartón en la cocina de Edimburgo, el chico al que enseñaron cada tramo de su ascendencia hasta los Plantagenet. Es el hombre cuyo coche de caballos luce la divisa familiar, cuyo vestíbulo celebra a sus antepasados en una vidriera. Es el niño al que inculcaron las reglas de la caballería y el hombre que las cumple, que ha ido a Sudáfrica a instancia de su sangre belicosa: la de Percy y Pack, la de Doyle y Conan. ¿Cómo se atreve a rechazar el título de caballero del reino cuando toda su vida ha aspirado a una culminación semejante?

La madre le bombardea con cartas; para cada argumento Arthur dispone de una réplica. Insiste en que no sigan hablando del asunto. Las cartas cesan; él se declara tan aliviado como Mafeking [18]. Y ella entonces llega a Undershaw. Toda la casa sabe porqué ha venido esa matriarca menuda y de gorro blanco, que es tanto más dominante porque nunca alza la voz.

Hace esperar a Arthur. No se lo lleva aparte ni le propone dar un paseo. No llama a la puerta de su estudio. Le deja solo durante dos días, a sabiendas del efecto que obrará la espera sobre sus nervios. Por fin, la mañana de su partida, se apuesta en el vestíbulo donde la luz se filtra por entre los blasones de cristal que es una vergüenza que omitan a los Foley de Worcestershire, y hace una pregunta.

– ¿No se te ha ocurrido pensar que rechazar el nombramiento sería un insulto al rey?

– Te digo que no puedo aceptarlo. Es una cuestión de principios.

– Bueno -dice ella, mirándole con esos ojos grises que despojan a su hijo de años y de fama-. Está claro que no puedes mostrar tus principios por medio de un insulto al rey.

Y así, cuando todavía se oye el eco de las campanas de la semana de actos de la coronación, Arthur es introducido en un redil del palacio de Buckingham cercado por una cuerda de terciopelo. Después de la ceremonia se encuentra al lado del profesor -ahora sir- Oliver Lodge. Podrían haber hablado de la radiación electromagnética, del movimiento relativo de la materia y el éter o hasta de la admiración que ambos profesan por el nuevo monarca. Sin embargo, los dos nuevos caballeros de Eduardo hablan de telepatía, telequinesis y la fiabilidad de los médiums. Sir Oliver está convencido de que lo físico y lo psíquico son cosas tan próximas como sugieren las letras que comparten ambas palabras. De hecho, recientemente jubilado como presidente de la Sociedad Física, sir Oliver es ahora presidente de la Sociedad de Investigaciones Parapsicologías.

Discuten sobre los méritos relativos de la señora Piper y Eusapia Paladino, y sobre si Florence Cook es algo más que una farsante habilidosa. Lodge le refiere que ha asistido a las sesiones de Cambridge en que pusieron a prueba las dotes de Paladino, sometida a las condiciones más estrictas, en una secuencia de diecinueve sesiones. La ha visto producir formas ectoplásmicas; también, guitarras que tocan solas mientras flotan en el aire. Ha presenciado cómo un tarro lleno de junquillos era transportado desde una mesa al fondo de la habitación y sostenido sin ningún soporte, por turnos, debajo de las narices de cada asistente.

– Si yo hiciera de abogado del diablo, sir Oliver, y le dijera que unos magos se han ofrecido a reproducir las hazañas de esa mujer, y que en algunos casos lo han conseguido, ¿qué diría usted?

– Diría que, en efecto, es posible que Paladino recurra a trucos en ocasiones. Por ejemplo, hay veces en que la expectación de los asistentes es grande y los espíritus se muestran poco comunicativos. La tentación es obvia. Pero esto no quiere decir que los espíritus que se desplazan a través de ella no sean verdaderos y auténticos. -Hace una pausa-. ¿Sabe lo que dicen los que se burlan, Doyle? Dicen: desde el estudio del protoplasma al estudio del ectoplasma. Y yo respondo: entonces acuérdense de quienes en aquella época no creían en el protoplasma.

Arthur se ríe.

– ¿Y puedo preguntarle cuál es su posición actual?

– ¿Mi posición actual? Hace veinte años que investigo y experimento. Todavía queda mucho por hacer. Pero diría que, basándome en mis descubrimientos hasta ahora, es más que posible, de hecho es probable, que la mente sobreviva a la disolución física del cuerpo.

вернуться

[17] «Campo, pradera del sur», en afrikaans. (N. del T.)

вернуться

[18] Ciudad sudafricana, en la provincia del Cabo, donde una guarnición británica, al mando de lord Baden-Powell, soportó un asedio bóer de doscientos diecisiete días. (N. del T.)