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– Me anima usted mucho.

– Pronto podremos probar -continúa Lodge, con un destello de connivencia- que no sólo Sherlock Holmes es capaz de eludir una muerte obvia y manifiesta.

Arthur sonríe, educadamente. El amigo va a perseguirle hasta las puertas de San Pedro o hasta lo que resulte ser su equivalente en el ámbito nuevo que poco a poco se está volviendo palpable.

Hay poco far niente en la vida de Arthur. No es un hombre que se pase una tarde de verano mano sobre mano en una tumbona, escuchando el zumbido de las abejas en torno a los altramuces. Sería un inválido tan intratable como llevadera es Touie. La objeción de Arthur a la inactividad no es tanto moral -a su entender, la ociosidad es la madre de todos los vicios- como temperamental. En su vida hay grandes rachas de actividad mental seguidas de otras de actividad física; entre ambas intercala su vida social y familiar, que degusta a toda prisa. Hasta duerme como si formara parte de las obligaciones de la vida, en vez de ser una tregua de la misma.

En consecuencia, posee pocos recursos cuando fuerza al máximo la maquinaria. Es incapaz de recuperarse con dos semanas de asueto en los lagos italianos o unos días dedicados a la jardinería. Al contrario, se sume en estados de depresión y lasitud que pretende ocultar a Touie y a Jean. Sólo se los confiesa a su madre.

Ella sospecha que está más atribulado que de costumbre cuando le anuncia que irá a verla solo en lugar de aprovechar la visita como excusa para reunirse con Jean. Arthur toma en St. Paneras el tren de las 10.40 a Leeds. En el vagón restaurante se sorprende pensando en su padre, algo que le ocurre cada vez con más frecuencia. Ahora reconoce la dureza de su juicio juvenil; quizá la edad o la fama le hayan vuelto más indulgente. ¿O es tal vez porque en ocasiones él mismo se siente al borde de un colapso nervioso, cuando parece que estarlo forma parte de la condición humana, y es la mala fortuna, o alguna singularidad de nacimiento, lo que impide que la gente se desplome? Quizá si no llevara en las venas la sangre de su madre seguiría -o podría haber seguido- los pasos de Charles Doyle. Y por primera vez empieza a comprender algo: que la madre nunca ha criticado a su marido, ni antes ni después de su muerte. Algunos dirían que no necesita hacerlo. Pero aun así: a ella, que siempre dice lo que piensa, nunca se la ha oído hablar mal del hombre que le causó tantos disgustos y sufrimientos.

Todavía es de día cuando llega a Ingleton. Al atardecer suben por los bosques de Bryan Waller y salen al páramo, dispersando con suavidad a unos ponys salvajes. El hijo voluminoso, erguido, con su traje de tweed, habla al abrigo rojo y el gorro blanco de su madre, que conoce el terreno que pisa. A intervalos ella recoge del suelo palos para el fuego. A él le molesta este hábito: como si ella no pudiera pagarse una carga de la mejor leña cuando la necesita.

– Mira, ahí hay un camino -dice Arthur- y allá está Ingleborough, y sabemos que si subimos a Ingleborough veremos Morecambe al otro lado. Y hay ríos cuyo curso se puede seguir y que siempre fluyen en la misma dirección.

La madre no sabe a qué obedecen estas perogrulladas topográficas. Son muy impropias de Arthur.

– Y si nos desviamos de este camino y nos perdemos en los Wolds podemos utilizar una brújula y un mapa, que son fáciles de obtener. Y de noche hay estrellas.

– Todo eso es verdad, Arthur.

– No, es banal. No vale la pena decirlo.

– Entonces dime lo que quieres decirme.

– Tú me criaste -dice él-. Nunca ha habido un hijo que adore más a su madre. No lo digo para alabarme: es un hecho. Tú me educaste, me diste la conciencia de mí mismo, me diste mi orgullo y las cualidades morales que poseo. Y sigue sin haber un hijo que adore más a su madre.

»Crecí rodeado de hermanas. Annette, la pobre y querida Annette, que Dios la tenga en su seno. Lottie, Connie, Ida, Dodo. A todas las quiero de distinta manera. Las conozco al dedillo. De joven estuve acostumbrado a la compañía femenina. No me corrompí como otros, pero tampoco fui un ignorante ni un gazmoño.

»Y sin embargo…, y sin embargo he llegado a pensar que las mujeres, las otras mujeres, son como países lejanos. Sólo que cuando he estado en países lejanos, en el veldt de África, siempre he podido orientarme. Quizá esté desbarrando.

Se detiene. Necesita una respuesta.

– No somos tan lejanas, Arthur. Somos más como un condado vecino que de algún modo hemos olvidado explorar. Y cuando lo exploras no sabes seguro si es un lugar mucho más avanzado o mucho más primitivo. Oh, sí, ya sé cómo piensan algunos hombres. Y quizá sean las dos cosas y quizá no sea ninguna. Así que dime lo que quieres decirme.

– Jean sufre rachas de desánimo. Tal vez no deba llamarlo así. Es algo físico, porque tiene migrañas, pero es más una especie de depresión moral. Se comporta y habla como si hubiera hecho algo horrible. En esos momentos es cuando más la quiero. -Intenta aspirar una profunda bocanada de aire de Yorkshire, pero más bien parece emitir un gran suspiro-. Y entonces yo también caigo en el desaliento, pero me aborrezco y desprecio por ello.

– Y en esos momentos, sin duda, ella te quiere tanto como tú.

– No se lo digo. Quizá lo adivina. No es mi modo de ser.

– No me sorprende.

– A veces creo que voy a volverme loco. -Lo dice con calma pero sin rodeos, como un hombre que da el parte meteorológico. Tras unos cuantos pasos, la madre le alcanza y le coge del brazo. No es un gesto de ella, y a él le pilla desprevenido-. O si no volverme loco, que moriré de un ataque. Que explotaré como la caldera de un barco de vapor y me hundiré en las olas con todos los marineros.

La madre no contesta. No hace falta que rechace el símil ni que le pregunte si ha consultado con un médico acerca de los dolores de pecho.

– Cuando me sobreviene, dudo de todo. Incluso dudo de que quiera a Touie. Dudo de que ame a mis hijos. Dudo de mis dotes literarias. Dudo de que Jean me ame.

Esto exige una respuesta.

– ¿No dudas de que la amas?

– Nunca. Eso nunca. Lo cual empeora las cosas. Si dudara de eso podría dudar de todo y sumirme feliz en la desdicha. No, eso siempre está ahí, me tiene atrapado como las garras de un monstruo.

– Jean te ama, Arthur. Estoy completamente segura. La conozco. Y he leído las cartas que enviaste.

– Pienso que sí. Creo que me ama. ¿Cómo saberlo? Es la pregunta que me desgarra cuando estoy abatido. Lo pienso, lo creo, pero ¿cómo saberlo? Ojalá pudiera probarlo, ojalá cualquiera de los dos pudiera.

Se detienen delante de una cancela, y contemplan al pie de una pendiente cubierta de maleza los tejados y chimeneas de Masongill.

– Pero ¿estás seguro de tu amor por ella del mismo modo que ella lo está del suyo por ti?

– Sí, pero es unilateral, eso no es saber, no prueba nada.

– Las mujeres a menudo demuestran su amor del modo que ya sabemos.

Arthur lanza una mirada a su madre, pero ella mira resueltamente hacia delante. Lo único que él ve es una curva del gorro y la punta de la nariz.

– Pero eso tampoco es una prueba. Eso es sólo querer con toda tu alma una evidencia. Que Jean fuera mi amante no demostraría que nos amamos.

– Cierto.

– Quizá demostrara lo contrario, que nuestro amor se debilita. A veces me parece que el honor y el deshonor están más juntos de lo que nunca hubiera imaginado.

– No te enseñé que el honor fuese un camino llano. Si lo fuera, ¿qué valdría? Y quizá, al fin y al cabo, sea imposible una prueba. Quizá lo único que podemos hacer es pensarlo y creerlo. Es posible que sólo lo sepamos más adelante.