– Ernest.
– Sigue.
– Thompson.
– Sigue.
– Ya sabe mi apellido. Es el mismo que el de mi padre. Y el de mi madre.
– Sigue, te digo, chaval insolente.
– Edalji.
– Ah, sí -dice el sargento-. Ahora creo que será mejor que me digas cómo se escribe.
Arthur
El matrimonio de Arthur, como su vida rememorada, comenzó con la muerte.
Obtuvo el título de médico; trabajó de suplente en Sheffield, Shropshire y Birmingham; después ocupó un puesto de médico en el vapor ballenero Hope. Zarparon de Peterhead rumbo a los hielos del Ártico en busca de focas y cualquier otra cosa que pudiesen perseguir y matar. Las tareas de Arthur resultaron ligeras, y como era un joven normal, alegremente dado a la bebida y, de ser necesario, a pelear, enseguida se granjeó la confianza de la tripulación; también cayó al mar tantas veces que le pusieron de sobrenombre «el buceador del Gran Norte». Y al igual que cualquier británico saludable, disfrutaba de una buena caza: su bolsa de capturas en el viaje contenía cincuenta y cinco focas.
Sentía poco más que una vigorosa rivalidad viril cuando salían al hielo interminable para matarlas a golpes. Pero un día cazaron una ballena de Groenlandia y le pareció una experiencia de una categoría distinta a todas las anteriores. Pescar salmones puede ser un deporte señorial, pero cuando tu presa ártica pesa más que una mansión suburbana empequeñece toda comparación. A un brazo de distancia, Arthur observó cómo el ojo de la ballena -para su sorpresa, no mayor que el de un buey- se apagaba poco a poco hasta la muerte.
El misterio de la víctima: algo había cambiado en su forma de pensar. Siguió disparando a patos en el cielo nevoso y se preciaba de su puntería, pero más allá de esto afloraba un sentimiento que captaba pero no retenía. Cada pájaro que derribabas transportaba en la molleja guijarros de un país desconocido en los mapas.
Más tarde navegó hacia el sur en el Mayumba, que zarpó de Liverpool con rumbo a las Canarias y la costa occidental de África. A bordo siguió bebiendo, pero sólo se luchaba en la mesa del bridge y las timbas de naipes. Aunque lamentó trocar las botas de marinero y la ropa informal de un ballenero por los botones dorados y el traje de sarga de un pasajero de un barco, al menos tuvo la compensación de la compañía femenina. Una noche las damas le gastaron la broma de hacerle la petaca en la cama; la noche siguiente, él se tomó la amable venganza de esconder un pez en el camisón de una de ellas.
Volvió a tierra firme, al sentido común y a su carrera. Puso su placa de latón en Southsea. Se hizo francmasón, ingresó en el tercer grado de la logia Fénix número 257. Capitaneó el club de criquet de Portsmouth y fue considerado uno de los zagueros más seguros de Hampshire. El doctor Pike, miembro como él del Bowling Club de Southsea, le mandaba pacientes; la empresa Gresham de seguros de vida le contrató para realizar exámenes médicos.
Un día el doctor Pike solicitó el dictamen de Arthur sobre un joven paciente que poco antes se había mudado a Southsea con su hermana y la madre viuda de ambos. Este segundo diagnóstico era pura cortesía: era evidente que Jack Hawkins padecía meningitis cerebral, contra la cual toda la ciencia médica, y no digamos la de Arthur, era impotente. Ningún hotel ni pensión quiso aceptar al pobre enfermo; Arthur entonces se ofreció a hospedarle en su casa como paciente interno. Hawkins era sólo un mes mayor que su anfitrión. A pesar de mil tazas paliativas de arrurruz, empeoró rápidamente, entró en un delirio y destrozó todo lo que había en su cuarto. Murió días después.
Arthur examinó con más atención aquel cadáver que a la criatura blanca y cerosa de su infancia. Durante su formación profesional había empezado a advertir que muchas veces había una gran promesa en las caras de los muertos, como si la tensión y el estrés de la vida hubiesen dado paso a una paz mayor. La relajación muscular que seguía a la muerte era la respuesta científica; pero en parte se preguntaba si esta explicación era completa. El cadáver humano también portaba en la molleja guijarros de un país desconocido en los mapas.
En el carruaje único de la procesión funeraria desde la casa de Arthur al cementerio de Highland Road, despertaron sus sentimientos caballerescos la madre y la hija enlutadas y ahora solas en una ciudad ignota y sin un apoyo masculino. Louisa, en cuanto se alzó el velo, resultó ser una muchacha tímida, de cara redonda y ojos azules que adquirían un tono verde mar. Tras un intervalo decente, Arthur fue autorizado a visitar su domicilio.
El joven médico empezó explicando que la isla -pues Southsea era una isla, a pesar de las apariencias- podía representarse como una serie de anillos chinos: espacios abiertos en el centro, después el anillo medio de la ciudad y por fin el externo, formado por el mar. Le habló a Louisa del suelo pedregoso y del rápido drenaje que propiciaba; de la eficacia de las disposiciones sanitarias de sir Frederick Bramwell; de la reputación saludable de la ciudad. Este último dato causó a la joven una desazón súbita, que encubrió preguntando cosas sobre Bramwell. Arthur le habló largo y tendido del destacado ingeniero.
Una vez asentados los cimientos, era cuestión de inspeccionar el lugar a conciencia. Visitaron los dos espigones, donde bandas militares parecían tocar todo el día. Vieron el desfile de banderas en el jardín del gobernador y simulacros de combates en el parque público; pasaron revista con unos prismáticos a la armada del país anclada a media distancia en Spithead. Mientras subían la Clarence Esplanade, Arthur le explicó uno por uno los trofeos y monumentos de guerra expuestos. Aquí un cañón ruso, allí uno japonés y un mortero, por todas partes placas y obeliscos a marineros e infantes que habían muerto en todos los confines del Imperio y de todas las formas posibles: fiebre amarilla, naufragio, la pérfida acción de indios amotinados. Ella se preguntó si el doctor tendría una veta morbosa, pero prefirió decidir, por el momento, que su curiosidad interesada iba de la mano con su incansable resistencia física. Hasta la llevó en un tranvía tirado por caballos al centro de vituallas de la Royal Clarence para que viera el proceso de fabricación de las galletas que se consumían en los barcos: una bolsa de harina que se transformaba en masa y luego, mediante el calor, se convertía en un recuerdo que los visitantes, al partir, se llevaban entre los dientes.
La señorita Louisa Hawkins no había previsto que el cortejo -si era tal- pudiese ser tan extenuante o asemejarse tanto al turismo. A continuación dirigieron la mirada hacia el sur, a la isla de Wright. Desde la Esplanade, Arthur le mostró lo que denominó las colinas azur de la isla Vectian, un giro expresivo que a ella se le antojó muy poético. Vislumbraron desde lejos la Osborne House y él explicó que un aumento en el tráfico marítimo indicaba que la reina estaba en la mansión. Cruzaron en vapor el canal de Solent y rodearon la isla; ella paseó la vista por los Needles, Alum Bay, el castillo de Carisbrooke, el Landslip, el Undercliff, hasta que se vio obligada a pedir una silla de cubierta y una manta.
Una noche en que contemplaban el mar desde el South Parade Pier, él le contó sus proezas en África y en el Ártico, pero las lágrimas que asomaron a los ojos de Louisa cuando él mencionó sus correrías sobre los campos de hielo le aconsejaron no alardear de sus capturas. Descubrió que ella tenía una delicadeza innata que él consideró que era característica de todas las mujeres en cuanto llegabas a conocerlas. Siempre estaba dispuesta a sonreír, pero no soportaba un humor que rayase en la crueldad o que entrañase la superioridad del humorista. Tenía un carácter abierto y generoso, una cabeza con bucles encantadores y una pequeña renta propia.
En sus relaciones anteriores con mujeres, Arthur había interpretado el papel de seductor honorable. Ahora, cuando paseaban por aquel balneario concéntrico, a medida que ella aprendía a tomarle del brazo, que su nombre cambiaba de Louisa a Touie en la boca de Arthur y que subrepticiamente le miraba las caderas cuando ella se volvía, supo que quería algo más que un coqueteo. También pensó que ella le mejoraría como hombre; lo cual era, al fin y al cabo, uno de los principios del matrimonio.